Va a cumplirse el próximo verano el quinto centenario de la muerte de Antonio de Nebrija. Gramático, latinista, espíritu representativo del renacimiento, Nebrija, andaluz insigne, es para muchos solo el autor de la primera gramática de nuestra lengua. Pero su figura sobrepasa ese mérito, ya de por sí grande, pues de su pluma salieron otras muchas obras de las que no se habla tanto. Por ejemplo, una pequeñita en extensión, pero de hondo contenido, titulada Apología.
Comento
con Zalabardo un episodio de la vida de Nebrija del que no se ha hablado
tanto y que hoy, después de quinientos años de su muerte, creo que cobra un
valor significativo, pues muestra las cotas incomprensibles a que puede llegar
el fanatismo.
La
Iglesia venía manteniendo un texto, la Vulgata, versión latina
redactada por San Jerónimo, en el siglo IV valiéndose de las
innumerables versiones que circulaban de la Biblia. El Concilio
de Trento le otorgó rango de versión canónica y única válida en el campo
del catolicismo. Sin embargo, el Cardenal Cisneros, confesor de Isabel
la Católica, concibió la idea, en 1502, de realizar una nueva versión limpia
de errores, más fiel a las fuentes originales. El resultado sería la Biblia
Políglota Complutense. Cisneros reunió en Alcalá a numerosos
especialistas y fue precisamente Antonio de Nebrija el encargado de la
revisión de la Vulgata.
Aquí es
donde entró en escena la Santa Inquisición con la intención de separar a
Nebrija de ese proyecto esgrimiendo el argumento de que tal tarea
correspondía a teólogos y no a gramáticos. Lo que posiblemente libró a Nebrija
de las celdas inquisitoriales fue el hecho de que Diego de Deza dejase
de ser Inquisidor General y su puesto lo ocupase el mismísimo Cardenal
Cisneros.
Así, en
1507, Antonio de Nebrija escribió, dedicada a Cisneros, una
obrita fundamental, la Apología, alegato en favor de que la
revisión de textos antiguos, por encima de la materia que traten, pertenece a
los filólogos y no a quienes desconocen las lenguas en que el texto que se
revisa fue escrito. Nebrija reconocía no ser teólogo y defendía que,
como gramático, solo buscaba extraer de los textos bíblicos la verdad, sin
entrar en disquisiciones teológicas ni en discusiones sobre los principios de
la fe.
¿Qué es
lo que, entonces, molestó de Nebrija e hizo que se vertieran contra él
acusaciones de herejía? Según el propio Nebrija, la ignorancia de los
mismos exégetas de la Biblia. La Vulgata era un
texto escrito en latín, fundamentado en muchas versiones anteriores, no todas
fiables. Sin embargo, los libros del Antiguo Testamento habían
sido escritos en hebreo, y algunos en arameo, y los del Nuevo Testamento,
en griego. A esas lenguas, que aquellos teólogos que lo atacaban desconocían,
era a las que había que acudir.
Lo que Nebrija
ponía de manifiesto en su Apología era el fanatismo de quienes,
sin reconocer su ignorancia, acusaban al filólogo por tomar los originales
hebreos y griegos como material para aquella versión revisada. Su ataque a
estos teólogos que lo denunciaron ante la Inquisición es muy duro. Ya en
las primeras líneas se lee más o menos esto: Un ignorante puede excusarse alegando
en su favor su propia ignorancia, de la que tal vez podría no ser del todo
culpable. Pero hay ignorantes que, conscientes de serlo, no solo no solo no se
preocupan de esa ignorancia ni de las equivocaciones en que puedan incurrir, sino
que reaccionan condenando a quienes sí están en el camino recto.
Le digo
a mi amigo que esa es la raíz de la que parten todos los censores que en el
mundo han existido. No aceptan poder estar equivocados y emplean cuantos medios
estén a su alcance para acallar las voces discordantes sin que les importe el
daño que infligen. La censura, cualquier censura, pretende anular el derecho a
la libertad de opinión y el derecho a poder expresar esa opinión. La historia
está llena censores que han perseguido con saña cualquier opinión que no
coincida con la suya.
Hoy,
quinientos años después, asistimos a un triste episodio que nada tiene que ver
con la Biblia o con Nebrija, pero sí con esas ansias de
persistir en el error pese a sus graves consecuencias. Un dictador ruso, Vladímir
Putin, no es exactamente un ignorante; es un megalómano que, llevado por
su locura imperialista, invade un país más pequeño y más débil, Ucrania,
con la excusa de que supone un peligro para él. Tiene en su contra la opinión
de todo el mundo, pero dispone de un arsenal nuclear que pone en riesgo grave a
toda la humanidad.
Vladímir Putin sabe que está equivocado, pero cierra las puertas a quienes quieren hacérselo ver. Actúa como aquellos teólogos fanáticos de la Inquisición. Además, la misma insania por la que masacra al pueblo ucranio, la vuelve contra el propio pueblo ruso al imponer una feroz censura que silencia cualquier medio de comunicación, sea prensa, radio o televisión, que se atreva a criticar su salvaje comportamiento y obliga a que solo se difundan sobre la agresión las versiones dictadas por el Kremlin. Del mismo modo, bloquea el acceso a Facebook, Twitter y a medios de información extranjeros en todo el país con el objetivo de que la verdad sea ocultada.
Hace
quinientos años, Nebrija tuvo la suerte de que alguien apartara de su
cargo al fanático Diego de Deza. Le digo a Zalabardo que no sé si
nosotros contaremos con quien aparte del suyo a este otro fanático, loco y con
un poder destructor inmenso en sus manos, que no solo atenta contra un hombre o
contra un pequeño país, sino contra toda la humanidad.
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