sábado, septiembre 14, 2024

PALABRAS MORIBUNDAS: DE LINDO A CAYETANO


Muchas veces hemos debatido mi amigo y yo sobre la aparición y desaparición de las palabras, sobre ―sabiendo que todo evoluciona― que hace que haya palabras ―
cielo, mar, alma, arena…― que parecen inmortales matusalenes, en tanto otras, y de esto sabe bastante mi amiga Pepa Márquez, se pierden en un abrir y cerrar de ojos o se conservan solo en una zona bastante restringida ―niqui, saquito, guateque, jical, bilorio…―.

            En un libro, Palabras moribundas, escrito en 2011 por Pilar García Mouton y Álex Grijelmo, se habla de este asunto. García Moutón, en un artículo posterior, decía: «El léxico se va construyendo a lo largo de su historia con palabras que reflejan las influencias culturales del entorno, pero al mismo tiempo se va desvaneciendo porque hay palabras que los hablantes abandonan». Bien se entiende que pleita se pierda porque hoy escasea esa labor de trenzado de esparto; ¿pero por qué se pierde correveidile si el mundo sigue lleno de cotillas y chismosos?

            En un momento de la charla, Zalabardo me sacó a relucir un tema que, en verdad, puede intrigar a cualquiera: ¿por qué, de un tiempo a esta parte, a los pijos se les viene llamando cayetanos? Primero, claro está, habría que dilucidar qué es un pijo. El DLE dice que se aplica a «quien en su vestuario, modales, lenguaje, etc., manifiesta afectadamente gustos propios de una clase social adinerada». Víctor León, en su Diccionario de argot español, dice que el pijo es un «individuo esnob, afectado y superficial, de extracción burguesa». El problema está en saber por qué pijo. Conozco dos versiones y ambas me ofrecen dudas. La Academia dice que pijo procede de pija, «pene» ―por la onomatopeya pish, imitación del ruido al orinar― que se relaciona con la palabra árabe hispánica piššh[a], picha. De ahí, dicen algunos que los relamidos no orinan ni mean, sino que hacen pis. La otra versión sostiene que, en época del imperio inglés, en los barcos que hacían largos viajes había camarotes más dotados de comodidades llamados posh, «elegante», que, naturalmente, se reservaban los más pudientes. Sinceramente, no se a qué carta quedarme.



           
Pero lo interesante es ver cómo pijo nos sirve para entender el tema de las palabras moribundas de las que se hablaba al principio. En los Siglos de Oro apareció un subgénero dramático llamado comedia de figurón, personaje fantasioso y engreído que aparenta ser más de lo que es. Narcisista, afectado, presuntuoso y de erudición hueca, este individuo existió siempre. Pensemos, si no, en el miles gloriosus de los clásicos.

            Suele aceptarse que este tipo aparece diseñado en nuestra literatura por Agustín Moreto en su comedia El lindo don Diego, de 1662, aunque ya se encontraba, no tan bien descrito, en El Narciso en su opinión, escrita sobre 1612 por Guillén de Castro. El lindo ―individuo compuesto y presumido, cuidador de su imagen― es nuestro precedente mejor del pijo. Lo llamativo es como, en un periodo de dos siglos escasos, el lindo pasó a ser llamado de muy diferentes maneras: pisaverde, petimetre, lechuguino, currutaco, flamante, gurrumino, linajudo, gomoso, pirraco… Cierto que algunos de ellos presentaban alguna característica específica ―el petimetre era un «señorito», el lechuguino un «figurín», el gurrumino un «calzonazos»…―, pero todos coincidían en su fatuidad, engreimiento…

            En 1795, un tal Juan Fernández de Rojas, creo que era clérigo, escribió una sátira llamada Libro de moda o Ensayo de la historia de los currutacos, pirracas y madamitas del nuevo cuño, que habla de «la ridiculez y fatuidad de un crecido número de nuestros jóvenes que en sus trajes, modales y conductas dieron motivo a las cartas que contra ellos se pusieron». Incluso establece una categoría de ellos de acuerdo con sus posibilidades económicas y su linaje: los quintaesencia o de azúcar, los milflores, los cualquiera, los efímeros y los pegadizos. Zalabardo y yo nos hemos divertido leyendo este libro en la Biblioteca Digital de la Biblioteca Nacional.

            ¿Pero cuando todas estas palabras comenzaron a ser moribundas y fueron sustituidas por pijo? Parece que en torno a 1970. El crecimiento de nuestra economía hace que algunas personas, por lo general jóvenes pertenecientes a familias acomodadas, comenzaron a sentirse atraídos por las ropas de marcas de relumbrón, a veranear en Santander o en Ibiza, a aprender idiomas y a realizar viajes de lujo. Su educación exquisita les impedía hablar con vulgaridad y decían jopé por joder, gilipichis por gilipollas o a sostener sus opiniones con un contundente te lo juro por Snoopy y cosas así.



           
Pero, ahora, el pijo está en decadencia ―la palabra― y se va imponiendo el cayetano. En esencia son lo mismo. Gente bien, que habitan en barrios residenciales, con gran poder económico y un acusado sentido de la exclusividad que los lleva a separarse de quienes no son de su clase. ¿Pero por qué cayetanos? ―me pregunta Zalabardo. Parece que todo se debe a que un grupo musical, Carolina Durante, sacó en 2017 una canción titulada Cayetano porque, según ellos, entre esta clase se daba mucho ese nombre. La canción dice así: «Todos mis amigos se llaman Cayetano. / Zapatillas Pompeii, algunos tienen barco. / Siempre tres botones desabrochados…».

            Naturalmente, ellos tienen una forma de hablar. Hay que hablar de forma gangosa; las cosas no son buenas, sino supermegabuenas; algo no es importante, sino lo siguiente; dicen essssso mola, alargando mucho la s; se acompañan de la muletilla osssea, ¿no? Y cosas así. Hay quien dice que el prototipo de los cayetanos es Tamara Falcó. No sé; lo que sí es verdad es que no solo hay pijos y cayetanos, sino también pijas y cayetanas.

sábado, septiembre 07, 2024

ABDELGANI SIGUE SOÑANDO


Llega septiembre y vuelvo a hacerme la misma pregunta: ¿se ha quedado obsoleta esta Agenda? Zalabardo y yo nos sentamos y concluimos manteniendo nuestras charlas y reflexiones. Me dice mi amigo que, siguiendo el buen consejo de Berceo, «quitemos la corteza y en el meollo entremos». Porque ese es un gran vicio de nuestros días, enzarzarnos en superficialidades con abandono de lo esencial. Revisando durante el verano comentarios antiguos para evitar así insistir en temas ya tratados, nos llevamos algunas sorpresas nada agradables; por ejemplo, que en octubre de 2006, publicamos El sueño de Abdelgani, con la historia de un joven marroquí, inmigrante ilegal devuelto a su tierra, que declaraba estar dispuesto a repetir la aventura a la primera oportunidad.

            Después de casi veinte años, sigue teniendo fuerza el rechazo hacia los extranjeros. No a todos, claro. ¿Cuántos extranjeros potentados copan las más lujosas urbanizaciones de la costa malagueña? Se rechaza al desfavorecido que, huyendo de la guerra, el hambre o la opresión, busca una tierra que le proporcione una vida más digna. Este es el origen de la inmigración irregular. En el apunte que cito, le decía a Zalabardo: «Vivimos la paradoja de necesitar, y aprovecharnos, de los inmigrantes al tiempo que hacemos lo posible por rechazarlos». Es lo que hacen agricultores de Huelva, de Lérida, de Almería… Contratan ―mejor si no hay contrato― a inmigrantes que no pueden exigir derechos, para dejarlos a su suerte una vez completada la temporada.

            Se acentúa el egoísmo y el sentido de propiedad intransferible de este bienestar que tenemos y negamos la ayuda al necesitado, creando el infundio de que son un peligro. Cada vez somos más xenófobos. Contra esto, preguntado por la islamofobia y la emigración, Miquel Roca Junyent, uno de los ponentes de nuestra Constitución, respondía el pasado 22 de agosto: «Si quieren venir es porque aún somos una referencia de calidad de vida y de respeto. A ver si nos enteramos».

Lo peor de todo, le digo a Zalabardo, es que la historia de nuestro país parece diseñada por esa idea de rechazo. Se ha perseguido al musulmán, al judío, al gitano, al no católico, al negro, al homosexual, al comunista... En ocasiones, el rechazo se manifiesta de manera histérica y fanática, sin mostrar el menor atisbo de humanidad. ¿Qué es, si no, esa burrada de proponer enviar nuestra marina de guerra contra los cayucos? Ese rechazo, siempre, se apoya en argumentos burdos y mendaces. Porque mentira es decir que la inmigración genera inseguridad.

            De la mentira, los rumores malintencionados y el bulo, el xenófobo busca obtener beneficios. Decía Cicerón: «Como nada es más hermoso que conocer la verdad, nada es más vergonzoso que aprobar la mentira y tomarla por verdad». Y en una obra de Shakespeare dice el Rumor: «En mi lengua cabalgan continuas calumnias que pronuncio en todos los idiomas atascando los oídos de los hombres con informaciones falsas».

            ¿Qué ha cambiado hoy, después de casi veinte años? No la ideología, que parece incluso haberse robustecido. Han cambiado los instrumentos que refuerzan las mentiras: la efectividad de las redes sociales, y la ausencia de rubor para valerse de la calumnia. Pido a un amigo, Antonio López Gámiz, que me localice un texto de Cicerón contenido en un discurso en defensa de Gneo Plancio: «Nihil est tan volucre, quam maledictum; nihil facilius emittitur, nihil citius excipitur, nihil latius dissipatur». El propio Antonio López me da la traducción: «No hay nada que vuele más alto que la calumnia, nada se emite con más facilidad, nada se acepta más rápido, nada se difunde más». ¿A cuántos llegó este juicio de Cicerón dos mil años atrás? Atendamos al tuit difundido en una red social por un alcalde de un pueblo catalán con el lema «Tenemos que limpiar Badalona» sobre la imagen de un grupo de jóvenes marroquíes. ¿Qué se ha difundido con mayor rapidez, ha llegado más lejos, ha obtenido más receptores y ha causado más daño?

            Los partidos usan sus redes no para difundir sus proyectos, sino para atacar a sus contrarios. Lo decía Roca en la entrevista antes citada: «Con la polarización, lo importante no es ganar, sino hacer perder al contrario. Las redes facilitan la entrada de información interesada o sesgada, que se presenta con el mismo valor que la verdad objetiva». Y el especialista holandés sobre el tema, Hein de Haas, dice: «Si el político consigue que el inmigrante dé miedo, podrá aparecer ante el votante como salvador». La inmigración, proclaman, trae inseguridad y delincuencia, aunque sea mentira. ¿No genera más inseguridad y delincuencia que, tras el trágico suceso de Mocejón, un tal Alvise ―no sé cómo calificar a un tipo así― difunda ―con desvergüenza y sin ninguna clase de prueba― el infundio de que habían sido inmigrantes los autores?


            ¿Qué hacer en esta situación novedosa ―pues novedosa es― en que las redes se utilizan para fines indeseables, que alientan el odio a base de mentiras? Ni Zalabardo ni yo lo sabemos. La revolución cibernética nos ha pillado mayores y nos perdemos en el intrincado mundo de internet y de las redes. Internet, pensamos, puede ser una herramienta destinada a mejorar la comunicación y a suprimir las distancias entre las personas que, sin embargo, se va convirtiendo en motivo de discordia y en medio fácil para mentir e insultar desde la impunidad. Una periodista, Carmela Ríos, escribía hace pocos días en un artículo: «Sería más feliz sin tener que cruzarme cada día con esos extremistas cuyas publicaciones engañosas reciben tanto cariño y difusión por parte de los algoritmos que hacen funcionar dichas redes».

            ¿Qué se hace entonces? ―me pregunto yo, como se pregunta mi amigo―. La verdad es que no lo tengo claro. El Fiscal Coordinador contra delitos de odio pide que se tomen medidas para acabar con los bulos xenófobos; se piden medidas para acabar con el anonimato en las redes; se habla de exigir el DNI para abrir una cuenta…; en Brasil, han cerrado X. Tiemblo cuando oigo hablar de algo que suena a censura. Nos ha costado muchos años recobrar la libertad de expresión para ahora jugar con fuego. Y perdemos mucho tiempo mirando la corteza y olvidando el meollo.

Porque mientras los partidos usen la inmigración como arma política, mientras el empresario los quiera como mano de obra de usar y tirar, mientras los propios particulares vean a los inmigrantes como posibles empleados domésticos mal remunerados y sin contrato, mientras hasta la Iglesia desoiga su propia doctrina ―«¡Apartaos de mí, malditos […] porque fui forastero y no me acogisteis!», se lee en el Evangelio de Mateo― y ponga más afán en ocultar los casos de pederastia y violencia sexual en su seno, muchos Abdelgani tendrán que seguir soñando (si no muriendo en el mar), porque nadie pone los medios para solucionar su problema.