sábado, septiembre 28, 2024

LA HERRAMIENTA COMO ARMA

 

Aunque resulte bella la historia, parece que, allá por el 490 a.C., Filípides no corrió los cuarenta y dos kilómetros que separan Maratón de Atenas para anunciar la victoria de los griegos, tras lo cual cayó muerto por el esfuerzo; su gesta, menos poética, fue más meritoria, pues ―eso dice otra versión de su historia― lo que corrió este hombre fueron los doscientos kilómetros que separan Atenas de Esparta para pedir ayuda cuando los persas estaban a punto de pisar las costas atenienses; y, claro está, los doscientos del regreso con la respuesta; cuatrocientos en total. No obstante, hoy se sigue celebrando una prueba deportiva en recuerdo de la primera versión.

            Más real es que ―aquí ya no entran interpretaciones más o menos fabulosas, puesto que hay documentación escrita― entre el día en que Colón pisó tierras americanas en octubre de 1492 y el día en que los Reyes Católicos tuvieron noticia de ello, finales de febrero de 1493, transcurrieron cuatro meses.

            Cuando empleamos estos ejemplos, Zalabardo y yo hablamos de la comunicación y de lo que tarda un mensaje desde que es emitido hasta que llega a oídos del receptor. Roman Jakobson definió con claridad el proceso de la comunicación y los factores que en ella intervienen: emisor, receptor, mensaje, código y canal. Poco después, añadiría el contexto, que es todo el entorno en que la comunicación se produce e influye en emisor y receptor para que el mensaje sea interpretado en uno u otro sentido. No significa lo mismo «¡Vaya día!» dicho una plácida mañana de primavera o un gélido día de febrero.

            Parece obvio pensar que, en tiempos de Filípides y de Colón, el factor más débil de este proceso era el canal, el soporte físico de la transmisión del mensaje. ¿Cuánto tardaron los atenienses en conocer no solo si su mensaje había llegado a los espartanos, sino también la respuesta de estos? ¿Cuánto tiempo pasó para que los Reyes Católicos supieran que aquel marino soñador que saliera de Palos siete meses atrás había encontrado una nueva tierra?


            Hoy todo es mucho más fácil. El progreso nos ha dotado de herramientas que facilitan el contacto pese a cualquier dificultad de espacio o de tiempo y disponemos de canales que permiten una comunicación inmediata: el teléfono, el telégrafo, la radio, la televisión, los móviles… Si Zalabardo estuviera de vacaciones en Coromandel, en la paradisiaca región de Waikato, Nueva Zelanda ―antípodas exactas de Málaga― podría decirle que voy a comerme una tortilla de patatas en el mismísimo momento en que la estoy cocinando.

            Esta es una realidad que, según nos vamos acostumbrando, cada vez admira menos. ¿Qué enturbia, entonces, tanto la comunicación en nuestros días? Ni a Zalabardo ni a mí nos cabe duda: el contexto y el ruido. El contexto, tal como lo entendía Jakobson, engloba todos aquellos elementos ―sociales, económicos, culturales, religiosos, políticos, étnicos, situacionales…― que nos llevan a percibir la realidad de modo diferente. Si hablo sobre cambio climático con un negacionista, difícilmente encontraríamos puntos comunes en nuestros argumentos.

            Los primeros en hablar del ruido como el gran perturbador de la comunicación actual fueron Claude Shannon y Warren Weaver. En teoría de la comunicación se llama ruido a cualquier cosa que dificulte la comprensión del mensaje o que haga que el mensaje emitido no se ajuste a la realidad. En nuestros días, los bulos, las fake news, las manipulaciones, las posverdades, las verdades alternativas ―¿de cuántas maneras se llama a lo que no son sino mentiras?― forman parte del catálogo de ruidos. Si alguien se empeña en propalar que la inmigración hace que en España aumente la delincuencia ―falsedad si se examinan datos serios y objetivos― muchas personas de buena fe acabarán creyendo esta mentira.

            Contexto y ruido. Para nuestro mal, en el mundo se crean demasiado contextos interesados y se produce demasiado ruido para que los mensajes signifiquen según interesa a quienes alteran el contexto y esparcen el ruido. Todo ello, le digo a Zalabardo, en un ambiente en que los avances tecnológicos parecen ofrecernos la oportunidad de comunicarnos más y mejor que nunca. Es la increíble paradoja en la que vivimos.

            Le pongo a mi amigo el ejemplo de las redes. En este preciso momento, sin moverme de casa, podría contactar con mis amigos Jose Francisco o Elena para resolver cualquier duda, lo que es un avance inmenso respecto a siglos pasados. Y, sin embargo, somos testigos de cómo se van levantando voces que piden una mayor vigilancia de las redes por los peligros a que nos exponen. Brasil ha prohibido Twitter en su territorio y Francia ha detenido al director de Telegram. En ambos casos, por su negativa a facilitar el control de los contenidos especialmente peligrosos que difunden. Ahora mismo tengo delante un artículo de Roger Senserrich, director de Comunicación del Partido de las Familias Trabajadoras, de Connecticut, en el que, hablando de Twitter, dice: «nada [como esta red] hay en internet que tenga tanto poder para recabar, compartir y diseminar noticias en tiempo real […] Pero está plagada de publicidad basura, de estafadores, de bots, de spam. Los peores actores tienen la voz más potente».

            No hay duda de que las redes ―Facebook, Twitter, Telegram, TikTok, WhatsApp…― son herramientas poderosas y eficaces, útiles que nos facilitan muchas cosas, aparte del contacto con personas a las que apreciamos. La eficacia de una red puede llegar a salvar una vida si, mediante ella, se encuentra el remedio necesario para alguien cuya vida está en riesgo. Pero también tienen sus peligros: pueden crear adicción, convertirse en fuentes de desinformación y de estafas, dar pie al ciberacoso, afectar a la privacidad de las personas e influir en su autoestima…



        Las redes requieren, sobre todo, un gran sentido de responsabilidad en su empleo. Porque no es imposible que lo que es una herramienta, un instrumento del que nos valemos para alcanzar un fin, se convierta en arma, instrumento destinado a hacer un daño. Comparemos ―le digo a Zalabardo― un martillo con un fusil. El martillo es una herramienta que me ayuda en la construcción de objetos útiles e incluso bellos. Pudiera suceder que emplee el martillo para atacar a alguien y provocar su muerte; la culpa, en ese caso, no debemos achacarla al martillo, sino a quien lo usa mal. El fusil, en cambio, es un arma creada ya con el objetivo de matar. Con el fusil solo puedo causar un daño. Por eso podemos usar las redes como martillos, para construir; pero nunca deberíamos usarlas como fusiles, para dañar.

        Le pido a Zalabardo que piense en la cantidad de personas, amigos las más de las veces, que se han constituido en grupo dentro de cualquiera de estas redes y han acabado, desgraciadamente, viendo cómo la amistad que los unía se ha ido enfriando precisamente porque ha faltado la prudencia y la responsabilidad que toda relación humana necesita. Esa es la razón que hace pensar a muchos hasta qué punto es positivo o negativo ser miembro de uno de estos grupos.

domingo, septiembre 22, 2024

LO QUE NO SE PUEDE DECIR…

 

Las salas de espera de los aeropuertos son lugares fríos pese al incesante tráfago de personas que van y vienen ajenos a quienes cruzan a su lado. La de un aeropuerto pequeño puede incluso resultar aburrida si no hay nada con que entretenerse. Ayer tarde, viernes, en A Coruña, un suplemento cultural de La Voz de Galicia casualmente abandonado en un asiento, vino en mi ayuda mientras esperaba la hora de salida del avión que me devolvería con bastante retraso a Málaga. Me llamó la atención un artículo: El libro «prohibido» que solo consigues en el mercado negro. Hablaba de una novela Katerina Silvanova y Elena Malisova que cuenta una historia de amor homosexual. Las autoridades rusas han prohibido su circulación porque el libro «no es compatible con los valores tradicionales de Rusia». Ahora solo es posible encontrarlo fuera de los canales habituales.

            Le digo a Zalabardo que recordé tiempos en que algunos libros solo los conseguías si gozabas de la confianza del librero que te lo proporcionaba a escondidas. Eran tiempos en los que grupos fanáticos e intolerantes incendiaban una librería por el solo hecho de llamarse Antonio Machado o se expedientaba a un profesor ―hace años que no sé qué fue de Pepe Sánchez― por recomendar a sus alumnos la lectura de El libro rojo del cole. La censura es tan vieja como el mundo y no hay sociedad que se libre de ella. Durante el Imperio Romano se prohibió el cristianismo y la lectura de la Biblia porque contravenían la religión romana. Pero es que la Iglesia Católica consideró herejes a Galileo o a Darwin. Y la propia ciencia condenó en alguna ocasión las ideas de Newton o de Semmelweis. A Quevedo le supuso entrar la cárcel escribir aquella Epístola censoria que empezaba No he de callar por más que con el dedo…; y una traducción al castellano de El cantar de los cantares confinó también a prisión a Fray Luis de León.

            No es este un problema solo nuestro ni mucho menos es solo cosa del pasado. Zalabardo me señala con preocupación que en plena actualidad parece haber un repunte de estas actuaciones sectarias. Tampoco son exclusivas de países atrasados regidos por sistemas autoritarios. Lo cierto es que en las sociedades supuestamente más avanzadas también encontramos este recelo frente a lo que piensan «los otros». Hay un elemento común: la justificación de la intransigencia amparándose en las ideas, en las tradiciones, en la religión o en los valores de una sociedad concreta. Le digo a mi amigo que, en el artículo que cito, se plantea una pregunta muy simple: ¿Qué valores son estos? Muchas veces es difícil responder.

            Se consulta internet y encontramos que suelen citarse como países en los que la censura alcanza un nivel más alto Eritrea, Vietnam, Cuba, Guinea Ecuatorial, Arabia Saudita… Últimamente se habla mucho de las restricciones impuestas a las mujeres en Afganistán: les está vedada la educación, la participación en el mundo laboral, el deporte, la elección de vestimenta y cosmética, su consentimiento para el matrimonio, la protesta pública, salir solas… Todo eso, dicen quienes imponen estas normas, se hace en nombre de la religión y la costumbre.


            «Bueno, eso es en Afganistán, que es un país atrasado» ―responden algunos―. Pero es que, si nos vamos a países que se pueden considerar en el polo opuesto, podríamos citar otros casos sonrojantes. En los adelantadísimos Estados Unidos, la plataforma televisiva HBO tuvo prohibida la emisión de Lo que el viento se llevó. Bibliotecas públicas y escuelas tienen prohibido el acceso a determinados libros, entre los que se pueden citar Las uvas de la ira, Matar a un ruiseñor, El señor de las moscas, Un mundo feliz, El cuento de la criada, El diario de Ana Frank y muchos más.

            Tradiciones, ideas, religión. Son casi siempre las causas más patentes para la censura. La circulación de Las uvas de la ira se prohibió en los Estados Unidos porque, en tiempos de depresión, hablaba de pobreza. En el mundo musulmán se considera hereje a Salman Rushdie. En China se prohibió la lectura de Alicia en el país de las maravillas porque va contra la razón que los animales hablen y el Conejo Blanco es un mal ejemplo para los niños. En los Emiratos Árabes se prohibieron los libros de Harry Potter porque eran una apología de la brujería.

            «¿Y qué tal está la cosa entre nosotros?» ―me pregunta Zalabardo―. «Un fantasma recorre Europa» ―le contesto irónicamente con el inicio del manifiesto comunista―. Luego, ya en serio, le digo: «Un fantasma de reaccionarismo está recorriendo nuestro país». Porque, tras habernos liberado de la férrea censura que funcionó durante la dictadura franquista, observamos cómo hay un repunte del reaccionarismo. En los últimos tiempos, asistimos con asombro a la supresión por parte de ayuntamientos de diferentes localidades de actividades culturales relacionadas con la mujer, la libertad sexual, la guerra civil o la democracia. Han sido retiradas, o desaprobadas, la representación de Orlando, de Virginia Woolf, La Villana de Vallecas, de Lope de Vega, Muero porque no muero, una visión de la vida de Teresa de Jesús; se han retirado de una biblioteca valenciana cinco revistas escritas en valencià; se ha cancelado la proyección de las películas BuzzLighyear, o de El maestro que prometió ver el mar, inspirada en la historia real de un maestro republicano.

 


           Que unos dirigentes teman la difusión de ideas contrarias a las que los mantienen en el poder ya es de por sí grave. Pero más grave aún me parece que asociaciones privadas ―como, por ejemplo, en España, Hazte oír, Manos Limpias o Abogados cristianos― intenten marcar qué es lícito y qué no, me parece que supera cualquier límite. Todo el mundo tiene derecho a comulgar con unas ideas, cualesquiera que sean. Lo que no resulta admisible es que pretendan silenciar a todo el que piense de forma diferente a ellos.

sábado, septiembre 14, 2024

PALABRAS MORIBUNDAS: DE LINDO A CAYETANO


Muchas veces hemos debatido mi amigo y yo sobre la aparición y desaparición de las palabras, sobre ―sabiendo que todo evoluciona― que hace que haya palabras ―
cielo, mar, alma, arena…― que parecen inmortales matusalenes, en tanto otras, y de esto sabe bastante mi amiga Pepa Márquez, se pierden en un abrir y cerrar de ojos o se conservan solo en una zona bastante restringida ―niqui, saquito, guateque, jical, bilorio…―.

            En un libro, Palabras moribundas, escrito en 2011 por Pilar García Mouton y Álex Grijelmo, se habla de este asunto. García Moutón, en un artículo posterior, decía: «El léxico se va construyendo a lo largo de su historia con palabras que reflejan las influencias culturales del entorno, pero al mismo tiempo se va desvaneciendo porque hay palabras que los hablantes abandonan». Bien se entiende que pleita se pierda porque hoy escasea esa labor de trenzado de esparto; ¿pero por qué se pierde correveidile si el mundo sigue lleno de cotillas y chismosos?

            En un momento de la charla, Zalabardo me sacó a relucir un tema que, en verdad, puede intrigar a cualquiera: ¿por qué, de un tiempo a esta parte, a los pijos se les viene llamando cayetanos? Primero, claro está, habría que dilucidar qué es un pijo. El DLE dice que se aplica a «quien en su vestuario, modales, lenguaje, etc., manifiesta afectadamente gustos propios de una clase social adinerada». Víctor León, en su Diccionario de argot español, dice que el pijo es un «individuo esnob, afectado y superficial, de extracción burguesa». El problema está en saber por qué pijo. Conozco dos versiones y ambas me ofrecen dudas. La Academia dice que pijo procede de pija, «pene» ―por la onomatopeya pish, imitación del ruido al orinar― que se relaciona con la palabra árabe hispánica piššh[a], picha. De ahí, dicen algunos que los relamidos no orinan ni mean, sino que hacen pis. La otra versión sostiene que, en época del imperio inglés, en los barcos que hacían largos viajes había camarotes más dotados de comodidades llamados posh, «elegante», que, naturalmente, se reservaban los más pudientes. Sinceramente, no se a qué carta quedarme.



           
Pero lo interesante es ver cómo pijo nos sirve para entender el tema de las palabras moribundas de las que se hablaba al principio. En los Siglos de Oro apareció un subgénero dramático llamado comedia de figurón, personaje fantasioso y engreído que aparenta ser más de lo que es. Narcisista, afectado, presuntuoso y de erudición hueca, este individuo existió siempre. Pensemos, si no, en el miles gloriosus de los clásicos.

            Suele aceptarse que este tipo aparece diseñado en nuestra literatura por Agustín Moreto en su comedia El lindo don Diego, de 1662, aunque ya se encontraba, no tan bien descrito, en El Narciso en su opinión, escrita sobre 1612 por Guillén de Castro. El lindo ―individuo compuesto y presumido, cuidador de su imagen― es nuestro precedente mejor del pijo. Lo llamativo es como, en un periodo de dos siglos escasos, el lindo pasó a ser llamado de muy diferentes maneras: pisaverde, petimetre, lechuguino, currutaco, flamante, gurrumino, linajudo, gomoso, pirraco… Cierto que algunos de ellos presentaban alguna característica específica ―el petimetre era un «señorito», el lechuguino un «figurín», el gurrumino un «calzonazos»…―, pero todos coincidían en su fatuidad, engreimiento…

            En 1795, un tal Juan Fernández de Rojas, creo que era clérigo, escribió una sátira llamada Libro de moda o Ensayo de la historia de los currutacos, pirracas y madamitas del nuevo cuño, que habla de «la ridiculez y fatuidad de un crecido número de nuestros jóvenes que en sus trajes, modales y conductas dieron motivo a las cartas que contra ellos se pusieron». Incluso establece una categoría de ellos de acuerdo con sus posibilidades económicas y su linaje: los quintaesencia o de azúcar, los milflores, los cualquiera, los efímeros y los pegadizos. Zalabardo y yo nos hemos divertido leyendo este libro en la Biblioteca Digital de la Biblioteca Nacional.

            ¿Pero cuando todas estas palabras comenzaron a ser moribundas y fueron sustituidas por pijo? Parece que en torno a 1970. El crecimiento de nuestra economía hace que algunas personas, por lo general jóvenes pertenecientes a familias acomodadas, comenzaron a sentirse atraídos por las ropas de marcas de relumbrón, a veranear en Santander o en Ibiza, a aprender idiomas y a realizar viajes de lujo. Su educación exquisita les impedía hablar con vulgaridad y decían jopé por joder, gilipichis por gilipollas o a sostener sus opiniones con un contundente te lo juro por Snoopy y cosas así.



           
Pero, ahora, el pijo está en decadencia ―la palabra― y se va imponiendo el cayetano. En esencia son lo mismo. Gente bien, que habitan en barrios residenciales, con gran poder económico y un acusado sentido de la exclusividad que los lleva a separarse de quienes no son de su clase. ¿Pero por qué cayetanos? ―me pregunta Zalabardo. Parece que todo se debe a que un grupo musical, Carolina Durante, sacó en 2017 una canción titulada Cayetano porque, según ellos, entre esta clase se daba mucho ese nombre. La canción dice así: «Todos mis amigos se llaman Cayetano. / Zapatillas Pompeii, algunos tienen barco. / Siempre tres botones desabrochados…».

            Naturalmente, ellos tienen una forma de hablar. Hay que hablar de forma gangosa; las cosas no son buenas, sino supermegabuenas; algo no es importante, sino lo siguiente; dicen essssso mola, alargando mucho la s; se acompañan de la muletilla osssea, ¿no? Y cosas así. Hay quien dice que el prototipo de los cayetanos es Tamara Falcó. No sé; lo que sí es verdad es que no solo hay pijos y cayetanos, sino también pijas y cayetanas.

sábado, septiembre 07, 2024

ABDELGANI SIGUE SOÑANDO


Llega septiembre y vuelvo a hacerme la misma pregunta: ¿se ha quedado obsoleta esta Agenda? Zalabardo y yo nos sentamos y concluimos manteniendo nuestras charlas y reflexiones. Me dice mi amigo que, siguiendo el buen consejo de Berceo, «quitemos la corteza y en el meollo entremos». Porque ese es un gran vicio de nuestros días, enzarzarnos en superficialidades con abandono de lo esencial. Revisando durante el verano comentarios antiguos para evitar así insistir en temas ya tratados, nos llevamos algunas sorpresas nada agradables; por ejemplo, que en octubre de 2006, publicamos El sueño de Abdelgani, con la historia de un joven marroquí, inmigrante ilegal devuelto a su tierra, que declaraba estar dispuesto a repetir la aventura a la primera oportunidad.

            Después de casi veinte años, sigue teniendo fuerza el rechazo hacia los extranjeros. No a todos, claro. ¿Cuántos extranjeros potentados copan las más lujosas urbanizaciones de la costa malagueña? Se rechaza al desfavorecido que, huyendo de la guerra, el hambre o la opresión, busca una tierra que le proporcione una vida más digna. Este es el origen de la inmigración irregular. En el apunte que cito, le decía a Zalabardo: «Vivimos la paradoja de necesitar, y aprovecharnos, de los inmigrantes al tiempo que hacemos lo posible por rechazarlos». Es lo que hacen agricultores de Huelva, de Lérida, de Almería… Contratan ―mejor si no hay contrato― a inmigrantes que no pueden exigir derechos, para dejarlos a su suerte una vez completada la temporada.

            Se acentúa el egoísmo y el sentido de propiedad intransferible de este bienestar que tenemos y negamos la ayuda al necesitado, creando el infundio de que son un peligro. Cada vez somos más xenófobos. Contra esto, preguntado por la islamofobia y la emigración, Miquel Roca Junyent, uno de los ponentes de nuestra Constitución, respondía el pasado 22 de agosto: «Si quieren venir es porque aún somos una referencia de calidad de vida y de respeto. A ver si nos enteramos».

Lo peor de todo, le digo a Zalabardo, es que la historia de nuestro país parece diseñada por esa idea de rechazo. Se ha perseguido al musulmán, al judío, al gitano, al no católico, al negro, al homosexual, al comunista... En ocasiones, el rechazo se manifiesta de manera histérica y fanática, sin mostrar el menor atisbo de humanidad. ¿Qué es, si no, esa burrada de proponer enviar nuestra marina de guerra contra los cayucos? Ese rechazo, siempre, se apoya en argumentos burdos y mendaces. Porque mentira es decir que la inmigración genera inseguridad.

            De la mentira, los rumores malintencionados y el bulo, el xenófobo busca obtener beneficios. Decía Cicerón: «Como nada es más hermoso que conocer la verdad, nada es más vergonzoso que aprobar la mentira y tomarla por verdad». Y en una obra de Shakespeare dice el Rumor: «En mi lengua cabalgan continuas calumnias que pronuncio en todos los idiomas atascando los oídos de los hombres con informaciones falsas».

            ¿Qué ha cambiado hoy, después de casi veinte años? No la ideología, que parece incluso haberse robustecido. Han cambiado los instrumentos que refuerzan las mentiras: la efectividad de las redes sociales, y la ausencia de rubor para valerse de la calumnia. Pido a un amigo, Antonio López Gámiz, que me localice un texto de Cicerón contenido en un discurso en defensa de Gneo Plancio: «Nihil est tan volucre, quam maledictum; nihil facilius emittitur, nihil citius excipitur, nihil latius dissipatur». El propio Antonio López me da la traducción: «No hay nada que vuele más alto que la calumnia, nada se emite con más facilidad, nada se acepta más rápido, nada se difunde más». ¿A cuántos llegó este juicio de Cicerón dos mil años atrás? Atendamos al tuit difundido en una red social por un alcalde de un pueblo catalán con el lema «Tenemos que limpiar Badalona» sobre la imagen de un grupo de jóvenes marroquíes. ¿Qué se ha difundido con mayor rapidez, ha llegado más lejos, ha obtenido más receptores y ha causado más daño?

            Los partidos usan sus redes no para difundir sus proyectos, sino para atacar a sus contrarios. Lo decía Roca en la entrevista antes citada: «Con la polarización, lo importante no es ganar, sino hacer perder al contrario. Las redes facilitan la entrada de información interesada o sesgada, que se presenta con el mismo valor que la verdad objetiva». Y el especialista holandés sobre el tema, Hein de Haas, dice: «Si el político consigue que el inmigrante dé miedo, podrá aparecer ante el votante como salvador». La inmigración, proclaman, trae inseguridad y delincuencia, aunque sea mentira. ¿No genera más inseguridad y delincuencia que, tras el trágico suceso de Mocejón, un tal Alvise ―no sé cómo calificar a un tipo así― difunda ―con desvergüenza y sin ninguna clase de prueba― el infundio de que habían sido inmigrantes los autores?


            ¿Qué hacer en esta situación novedosa ―pues novedosa es― en que las redes se utilizan para fines indeseables, que alientan el odio a base de mentiras? Ni Zalabardo ni yo lo sabemos. La revolución cibernética nos ha pillado mayores y nos perdemos en el intrincado mundo de internet y de las redes. Internet, pensamos, puede ser una herramienta destinada a mejorar la comunicación y a suprimir las distancias entre las personas que, sin embargo, se va convirtiendo en motivo de discordia y en medio fácil para mentir e insultar desde la impunidad. Una periodista, Carmela Ríos, escribía hace pocos días en un artículo: «Sería más feliz sin tener que cruzarme cada día con esos extremistas cuyas publicaciones engañosas reciben tanto cariño y difusión por parte de los algoritmos que hacen funcionar dichas redes».

            ¿Qué se hace entonces? ―me pregunto yo, como se pregunta mi amigo―. La verdad es que no lo tengo claro. El Fiscal Coordinador contra delitos de odio pide que se tomen medidas para acabar con los bulos xenófobos; se piden medidas para acabar con el anonimato en las redes; se habla de exigir el DNI para abrir una cuenta…; en Brasil, han cerrado X. Tiemblo cuando oigo hablar de algo que suena a censura. Nos ha costado muchos años recobrar la libertad de expresión para ahora jugar con fuego. Y perdemos mucho tiempo mirando la corteza y olvidando el meollo.

Porque mientras los partidos usen la inmigración como arma política, mientras el empresario los quiera como mano de obra de usar y tirar, mientras los propios particulares vean a los inmigrantes como posibles empleados domésticos mal remunerados y sin contrato, mientras hasta la Iglesia desoiga su propia doctrina ―«¡Apartaos de mí, malditos […] porque fui forastero y no me acogisteis!», se lee en el Evangelio de Mateo― y ponga más afán en ocultar los casos de pederastia y violencia sexual en su seno, muchos Abdelgani tendrán que seguir soñando (si no muriendo en el mar), porque nadie pone los medios para solucionar su problema.