Aunque resulte bella la historia, parece que, allá por el 490 a.C., Filípides no corrió los cuarenta y dos kilómetros que separan Maratón de Atenas para anunciar la victoria de los griegos, tras lo cual cayó muerto por el esfuerzo; su gesta, menos poética, fue más meritoria, pues ―eso dice otra versión de su historia― lo que corrió este hombre fueron los doscientos kilómetros que separan Atenas de Esparta para pedir ayuda cuando los persas estaban a punto de pisar las costas atenienses; y, claro está, los doscientos del regreso con la respuesta; cuatrocientos en total. No obstante, hoy se sigue celebrando una prueba deportiva en recuerdo de la primera versión.
Más real es que ―aquí ya no entran
interpretaciones más o menos fabulosas, puesto que hay documentación escrita― entre
el día en que Colón pisó tierras americanas en octubre de 1492 y el día
en que los Reyes Católicos tuvieron noticia de ello, finales de febrero
de 1493, transcurrieron cuatro meses.
Cuando empleamos estos ejemplos,
Zalabardo y yo hablamos de la comunicación y de lo que tarda un mensaje desde
que es emitido hasta que llega a oídos del receptor. Roman Jakobson definió
con claridad el proceso de la comunicación y los factores que en ella intervienen:
emisor, receptor, mensaje, código y canal. Poco después, añadiría el contexto, que
es todo el entorno en que la comunicación se produce e influye en emisor y
receptor para que el mensaje sea interpretado en uno u otro sentido. No significa
lo mismo «¡Vaya día!» dicho una plácida mañana de primavera o un gélido día de
febrero.
Parece obvio pensar que, en tiempos
de Filípides y de Colón, el factor más débil de este proceso era el
canal, el soporte físico de la transmisión del mensaje. ¿Cuánto tardaron los
atenienses en conocer no solo si su mensaje había llegado a los espartanos,
sino también la respuesta de estos? ¿Cuánto tiempo pasó para que los Reyes
Católicos supieran que aquel marino soñador que saliera de Palos siete
meses atrás había encontrado una nueva tierra?
Hoy todo es mucho más fácil. El progreso nos ha dotado de herramientas que facilitan el contacto pese a cualquier dificultad de espacio o de tiempo y disponemos de canales que permiten una comunicación inmediata: el teléfono, el telégrafo, la radio, la televisión, los móviles… Si Zalabardo estuviera de vacaciones en Coromandel, en la paradisiaca región de Waikato, Nueva Zelanda ―antípodas exactas de Málaga― podría decirle que voy a comerme una tortilla de patatas en el mismísimo momento en que la estoy cocinando.
Esta es una realidad que, según nos
vamos acostumbrando, cada vez admira menos. ¿Qué enturbia, entonces, tanto la comunicación
en nuestros días? Ni a Zalabardo ni a mí nos cabe duda: el contexto y el ruido.
El contexto, tal como lo entendía Jakobson, engloba todos aquellos
elementos ―sociales, económicos, culturales, religiosos, políticos, étnicos, situacionales…―
que nos llevan a percibir la realidad de modo diferente. Si hablo sobre cambio
climático con un negacionista, difícilmente encontraríamos puntos comunes en
nuestros argumentos.
Los primeros en hablar del ruido como
el gran perturbador de la comunicación actual fueron Claude Shannon y
Warren Weaver. En teoría de la comunicación se llama ruido a
cualquier cosa que dificulte la comprensión del mensaje o que haga que el
mensaje emitido no se ajuste a la realidad. En nuestros días, los bulos, las fake
news, las manipulaciones, las posverdades, las verdades alternativas ―¿de
cuántas maneras se llama a lo que no son sino mentiras?― forman parte del
catálogo de ruidos. Si alguien se empeña en propalar que la inmigración hace
que en España aumente la delincuencia ―falsedad si se examinan datos serios y
objetivos― muchas personas de buena fe acabarán creyendo esta mentira.
Contexto y ruido. Para nuestro mal,
en el mundo se crean demasiado contextos interesados y se produce demasiado
ruido para que los mensajes signifiquen según interesa a quienes alteran el
contexto y esparcen el ruido. Todo ello, le digo a Zalabardo, en un ambiente en
que los avances tecnológicos parecen ofrecernos la oportunidad de comunicarnos
más y mejor que nunca. Es la increíble paradoja en la que vivimos.
Le pongo a mi amigo el ejemplo de
las redes. En este preciso momento, sin moverme de casa, podría contactar con
mis amigos Jose Francisco o Elena para resolver cualquier duda,
lo que es un avance inmenso respecto a siglos pasados. Y, sin embargo, somos
testigos de cómo se van levantando voces que piden una mayor vigilancia de las
redes por los peligros a que nos exponen. Brasil ha prohibido Twitter
en su territorio y Francia ha detenido al director de Telegram.
En ambos casos, por su negativa a facilitar el control de los contenidos
especialmente peligrosos que difunden. Ahora mismo tengo delante un artículo de
Roger Senserrich, director de Comunicación del Partido de las Familias
Trabajadoras, de Connecticut, en el que, hablando de Twitter,
dice: «nada [como esta red] hay en internet que tenga tanto poder para recabar,
compartir y diseminar noticias en tiempo real […] Pero está plagada de
publicidad basura, de estafadores, de bots, de spam. Los peores
actores tienen la voz más potente».
No hay duda de que las redes ―Facebook,
Twitter, Telegram, TikTok, WhatsApp…―
son herramientas poderosas y eficaces, útiles que nos facilitan muchas cosas,
aparte del contacto con personas a las que apreciamos. La eficacia de una red
puede llegar a salvar una vida si, mediante ella, se encuentra el remedio
necesario para alguien cuya vida está en riesgo. Pero también tienen sus
peligros: pueden crear adicción, convertirse en fuentes de desinformación y de
estafas, dar pie al ciberacoso, afectar a la privacidad de las personas e influir
en su autoestima…
Las redes requieren, sobre todo, un gran sentido de responsabilidad en su empleo. Porque no es imposible que lo que es una herramienta, un instrumento del que nos valemos para alcanzar un fin, se convierta en arma, instrumento destinado a hacer un daño. Comparemos ―le digo a Zalabardo― un martillo con un fusil. El martillo es una herramienta que me ayuda en la construcción de objetos útiles e incluso bellos. Pudiera suceder que emplee el martillo para atacar a alguien y provocar su muerte; la culpa, en ese caso, no debemos achacarla al martillo, sino a quien lo usa mal. El fusil, en cambio, es un arma creada ya con el objetivo de matar. Con el fusil solo puedo causar un daño. Por eso podemos usar las redes como martillos, para construir; pero nunca deberíamos usarlas como fusiles, para dañar.
Le pido a Zalabardo que piense en la cantidad de
personas, amigos las más de las veces, que se han constituido en grupo dentro
de cualquiera de estas redes y han acabado, desgraciadamente, viendo cómo la
amistad que los unía se ha ido enfriando precisamente porque ha faltado la
prudencia y la responsabilidad que toda relación humana necesita. Esa es la
razón que hace pensar a muchos hasta qué punto es positivo o negativo ser
miembro de uno de estos grupos.