Llega septiembre y vuelvo a hacerme la misma pregunta: ¿se ha quedado obsoleta esta Agenda? Zalabardo y yo nos sentamos y concluimos manteniendo nuestras charlas y reflexiones. Me dice mi amigo que, siguiendo el buen consejo de Berceo, «quitemos la corteza y en el meollo entremos». Porque ese es un gran vicio de nuestros días, enzarzarnos en superficialidades con abandono de lo esencial. Revisando durante el verano comentarios antiguos para evitar así insistir en temas ya tratados, nos llevamos algunas sorpresas nada agradables; por ejemplo, que en octubre de 2006, publicamos El sueño de Abdelgani, con la historia de un joven marroquí, inmigrante ilegal devuelto a su tierra, que declaraba estar dispuesto a repetir la aventura a la primera oportunidad.
Después de casi veinte años, sigue teniendo
fuerza el rechazo hacia los extranjeros. No a todos, claro. ¿Cuántos extranjeros
potentados copan las más lujosas urbanizaciones de la costa malagueña? Se
rechaza al desfavorecido que, huyendo de la guerra, el hambre o la opresión, busca
una tierra que le proporcione una vida más digna. Este es el origen de la
inmigración irregular. En el apunte que cito, le decía a Zalabardo: «Vivimos la
paradoja de necesitar, y aprovecharnos, de los inmigrantes al tiempo que
hacemos lo posible por rechazarlos». Es lo que hacen agricultores de Huelva, de
Lérida, de Almería… Contratan ―mejor si no hay contrato― a inmigrantes que no
pueden exigir derechos, para dejarlos a su suerte una vez completada la
temporada.
Se acentúa el egoísmo y el sentido
de propiedad intransferible de este bienestar que tenemos y negamos la ayuda al
necesitado, creando el infundio de que son un peligro. Cada vez somos más
xenófobos. Contra esto, preguntado por la islamofobia y la emigración, Miquel
Roca Junyent, uno de los ponentes de nuestra Constitución,
respondía el pasado 22 de agosto: «Si quieren venir es porque aún somos una
referencia de calidad de vida y de respeto. A ver si nos enteramos».
Lo peor de todo, le digo a Zalabardo, es que la
historia de nuestro país parece diseñada por esa idea de rechazo. Se ha
perseguido al musulmán, al judío, al gitano, al no católico, al negro, al
homosexual, al comunista... En ocasiones, el rechazo se manifiesta de manera
histérica y fanática, sin mostrar el menor atisbo de humanidad. ¿Qué es, si no,
esa burrada de proponer enviar nuestra marina de guerra contra los cayucos? Ese
rechazo, siempre, se apoya en argumentos burdos y mendaces. Porque mentira es decir
que la inmigración genera inseguridad.
De la mentira, los rumores malintencionados
y el bulo, el xenófobo busca obtener beneficios. Decía Cicerón: «Como
nada es más hermoso que conocer la verdad, nada es más vergonzoso que aprobar la
mentira y tomarla por verdad». Y en una obra de Shakespeare dice el Rumor:
«En mi lengua cabalgan continuas calumnias que pronuncio en todos los idiomas
atascando los oídos de los hombres con informaciones falsas».
¿Qué ha cambiado hoy, después de
casi veinte años? No la ideología, que parece incluso haberse robustecido. Han
cambiado los instrumentos que refuerzan las mentiras: la efectividad de las redes
sociales, y la ausencia de rubor para valerse de la calumnia. Pido a un amigo, Antonio
López Gámiz, que me localice un texto de Cicerón contenido en un
discurso en defensa de Gneo Plancio: «Nihil est tan volucre, quam
maledictum; nihil facilius emittitur, nihil citius excipitur, nihil latius
dissipatur». El propio Antonio López me da la traducción: «No hay nada
que vuele más alto que la calumnia, nada se emite con más facilidad, nada se
acepta más rápido, nada se difunde más». ¿A cuántos llegó este juicio de Cicerón
dos mil años atrás? Atendamos al tuit difundido en una red social por un
alcalde de un pueblo catalán con el lema «Tenemos que limpiar Badalona» sobre
la imagen de un grupo de jóvenes marroquíes. ¿Qué se ha difundido con mayor
rapidez, ha llegado más lejos, ha obtenido más receptores y ha causado más daño?
Los partidos usan sus redes no para difundir
sus proyectos, sino para atacar a sus contrarios. Lo decía Roca en la
entrevista antes citada: «Con la polarización, lo importante no es ganar, sino
hacer perder al contrario. Las redes facilitan la entrada de información
interesada o sesgada, que se presenta con el mismo valor que la verdad
objetiva». Y el especialista holandés sobre el tema, Hein de Haas, dice:
«Si el político consigue que el inmigrante dé miedo, podrá aparecer ante el
votante como salvador». La inmigración, proclaman, trae inseguridad y
delincuencia, aunque sea mentira. ¿No genera más inseguridad y delincuencia
que, tras el trágico suceso de Mocejón, un tal Alvise ―no sé cómo
calificar a un tipo así― difunda ―con desvergüenza y sin ninguna clase de
prueba― el infundio de que habían sido inmigrantes los autores?
¿Qué hacer en esta situación novedosa ―pues novedosa es― en que las redes se utilizan para fines indeseables, que alientan el odio a base de mentiras? Ni Zalabardo ni yo lo sabemos. La revolución cibernética nos ha pillado mayores y nos perdemos en el intrincado mundo de internet y de las redes. Internet, pensamos, puede ser una herramienta destinada a mejorar la comunicación y a suprimir las distancias entre las personas que, sin embargo, se va convirtiendo en motivo de discordia y en medio fácil para mentir e insultar desde la impunidad. Una periodista, Carmela Ríos, escribía hace pocos días en un artículo: «Sería más feliz sin tener que cruzarme cada día con esos extremistas cuyas publicaciones engañosas reciben tanto cariño y difusión por parte de los algoritmos que hacen funcionar dichas redes».
¿Qué se hace entonces? ―me pregunto
yo, como se pregunta mi amigo―. La verdad es que no lo tengo claro. El Fiscal
Coordinador contra delitos de odio pide que se tomen medidas para acabar con
los bulos xenófobos; se piden medidas para acabar con el anonimato en las redes;
se habla de exigir el DNI para abrir una cuenta…; en Brasil, han cerrado X.
Tiemblo cuando oigo hablar de algo que suena a censura. Nos ha costado muchos
años recobrar la libertad de expresión para ahora jugar con fuego. Y perdemos
mucho tiempo mirando la corteza y olvidando el meollo.
Porque mientras los partidos usen la
inmigración como arma política, mientras el empresario los quiera como mano de
obra de usar y tirar, mientras los propios particulares vean a los inmigrantes
como posibles empleados domésticos mal remunerados y sin contrato, mientras hasta
la Iglesia desoiga su propia doctrina ―«¡Apartaos de mí, malditos […]
porque fui forastero y no me acogisteis!», se lee en el Evangelio
de Mateo― y ponga más afán en ocultar los casos de pederastia y violencia
sexual en su seno, muchos Abdelgani tendrán que seguir soñando (si no muriendo en el mar),
porque nadie pone los medios para solucionar su problema.
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