sábado, septiembre 28, 2024

LA HERRAMIENTA COMO ARMA

 

Aunque resulte bella la historia, parece que, allá por el 490 a.C., Filípides no corrió los cuarenta y dos kilómetros que separan Maratón de Atenas para anunciar la victoria de los griegos, tras lo cual cayó muerto por el esfuerzo; su gesta, menos poética, fue más meritoria, pues ―eso dice otra versión de su historia― lo que corrió este hombre fueron los doscientos kilómetros que separan Atenas de Esparta para pedir ayuda cuando los persas estaban a punto de pisar las costas atenienses; y, claro está, los doscientos del regreso con la respuesta; cuatrocientos en total. No obstante, hoy se sigue celebrando una prueba deportiva en recuerdo de la primera versión.

            Más real es que ―aquí ya no entran interpretaciones más o menos fabulosas, puesto que hay documentación escrita― entre el día en que Colón pisó tierras americanas en octubre de 1492 y el día en que los Reyes Católicos tuvieron noticia de ello, finales de febrero de 1493, transcurrieron cuatro meses.

            Cuando empleamos estos ejemplos, Zalabardo y yo hablamos de la comunicación y de lo que tarda un mensaje desde que es emitido hasta que llega a oídos del receptor. Roman Jakobson definió con claridad el proceso de la comunicación y los factores que en ella intervienen: emisor, receptor, mensaje, código y canal. Poco después, añadiría el contexto, que es todo el entorno en que la comunicación se produce e influye en emisor y receptor para que el mensaje sea interpretado en uno u otro sentido. No significa lo mismo «¡Vaya día!» dicho una plácida mañana de primavera o un gélido día de febrero.

            Parece obvio pensar que, en tiempos de Filípides y de Colón, el factor más débil de este proceso era el canal, el soporte físico de la transmisión del mensaje. ¿Cuánto tardaron los atenienses en conocer no solo si su mensaje había llegado a los espartanos, sino también la respuesta de estos? ¿Cuánto tiempo pasó para que los Reyes Católicos supieran que aquel marino soñador que saliera de Palos siete meses atrás había encontrado una nueva tierra?


            Hoy todo es mucho más fácil. El progreso nos ha dotado de herramientas que facilitan el contacto pese a cualquier dificultad de espacio o de tiempo y disponemos de canales que permiten una comunicación inmediata: el teléfono, el telégrafo, la radio, la televisión, los móviles… Si Zalabardo estuviera de vacaciones en Coromandel, en la paradisiaca región de Waikato, Nueva Zelanda ―antípodas exactas de Málaga― podría decirle que voy a comerme una tortilla de patatas en el mismísimo momento en que la estoy cocinando.

            Esta es una realidad que, según nos vamos acostumbrando, cada vez admira menos. ¿Qué enturbia, entonces, tanto la comunicación en nuestros días? Ni a Zalabardo ni a mí nos cabe duda: el contexto y el ruido. El contexto, tal como lo entendía Jakobson, engloba todos aquellos elementos ―sociales, económicos, culturales, religiosos, políticos, étnicos, situacionales…― que nos llevan a percibir la realidad de modo diferente. Si hablo sobre cambio climático con un negacionista, difícilmente encontraríamos puntos comunes en nuestros argumentos.

            Los primeros en hablar del ruido como el gran perturbador de la comunicación actual fueron Claude Shannon y Warren Weaver. En teoría de la comunicación se llama ruido a cualquier cosa que dificulte la comprensión del mensaje o que haga que el mensaje emitido no se ajuste a la realidad. En nuestros días, los bulos, las fake news, las manipulaciones, las posverdades, las verdades alternativas ―¿de cuántas maneras se llama a lo que no son sino mentiras?― forman parte del catálogo de ruidos. Si alguien se empeña en propalar que la inmigración hace que en España aumente la delincuencia ―falsedad si se examinan datos serios y objetivos― muchas personas de buena fe acabarán creyendo esta mentira.

            Contexto y ruido. Para nuestro mal, en el mundo se crean demasiado contextos interesados y se produce demasiado ruido para que los mensajes signifiquen según interesa a quienes alteran el contexto y esparcen el ruido. Todo ello, le digo a Zalabardo, en un ambiente en que los avances tecnológicos parecen ofrecernos la oportunidad de comunicarnos más y mejor que nunca. Es la increíble paradoja en la que vivimos.

            Le pongo a mi amigo el ejemplo de las redes. En este preciso momento, sin moverme de casa, podría contactar con mis amigos Jose Francisco o Elena para resolver cualquier duda, lo que es un avance inmenso respecto a siglos pasados. Y, sin embargo, somos testigos de cómo se van levantando voces que piden una mayor vigilancia de las redes por los peligros a que nos exponen. Brasil ha prohibido Twitter en su territorio y Francia ha detenido al director de Telegram. En ambos casos, por su negativa a facilitar el control de los contenidos especialmente peligrosos que difunden. Ahora mismo tengo delante un artículo de Roger Senserrich, director de Comunicación del Partido de las Familias Trabajadoras, de Connecticut, en el que, hablando de Twitter, dice: «nada [como esta red] hay en internet que tenga tanto poder para recabar, compartir y diseminar noticias en tiempo real […] Pero está plagada de publicidad basura, de estafadores, de bots, de spam. Los peores actores tienen la voz más potente».

            No hay duda de que las redes ―Facebook, Twitter, Telegram, TikTok, WhatsApp…― son herramientas poderosas y eficaces, útiles que nos facilitan muchas cosas, aparte del contacto con personas a las que apreciamos. La eficacia de una red puede llegar a salvar una vida si, mediante ella, se encuentra el remedio necesario para alguien cuya vida está en riesgo. Pero también tienen sus peligros: pueden crear adicción, convertirse en fuentes de desinformación y de estafas, dar pie al ciberacoso, afectar a la privacidad de las personas e influir en su autoestima…



        Las redes requieren, sobre todo, un gran sentido de responsabilidad en su empleo. Porque no es imposible que lo que es una herramienta, un instrumento del que nos valemos para alcanzar un fin, se convierta en arma, instrumento destinado a hacer un daño. Comparemos ―le digo a Zalabardo― un martillo con un fusil. El martillo es una herramienta que me ayuda en la construcción de objetos útiles e incluso bellos. Pudiera suceder que emplee el martillo para atacar a alguien y provocar su muerte; la culpa, en ese caso, no debemos achacarla al martillo, sino a quien lo usa mal. El fusil, en cambio, es un arma creada ya con el objetivo de matar. Con el fusil solo puedo causar un daño. Por eso podemos usar las redes como martillos, para construir; pero nunca deberíamos usarlas como fusiles, para dañar.

        Le pido a Zalabardo que piense en la cantidad de personas, amigos las más de las veces, que se han constituido en grupo dentro de cualquiera de estas redes y han acabado, desgraciadamente, viendo cómo la amistad que los unía se ha ido enfriando precisamente porque ha faltado la prudencia y la responsabilidad que toda relación humana necesita. Esa es la razón que hace pensar a muchos hasta qué punto es positivo o negativo ser miembro de uno de estos grupos.

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