sábado, octubre 05, 2024

INFORMACIÓN Y VERDAD

 

«La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero». Así inicia Antonio Machado su Juan de Mairena. Arturo del Villar, en un estudio de la obra del sevillano, interpreta que, con esa proposición, Machado está defendiendo la existencia de una verdad inconmovible de la que emanan todas las verdades comunes. Sin embargo, mientras Agamenón asiente, su porquero no acepta el argumento. Agamenón y el porquero sostienen visiones diferentes, incapaces de armonizar su pensamiento. Le digo a Zalabardo que he comenzado la lectura de Nexus (Una breve historia de la información), último libro de Yuval Noah Harari. ¿Qué llevo, cincuenta o sesenta páginas? Suficiente ―le digo a mi amigo― para reconocer que estoy de nuevo ante ese espíritu crítico que ya reflejaba el autor en Sapiens. De hecho, en la primera página nos suelta una frase que conmociona: «Si los sapiens somos tan sabios, ¿por qué somos tan autodestructivos?»

            Cuesta poco echar una ojeada a nuestro entorno, sea el más cercano u otro algo más alejado, para comprobar la verdad de este aserto: somos una sociedad más predispuesta a la autodestrucción que a la convivencia armónica. El punto de partida de Harari es la pregunta sobre cómo la acumulación de tanta información ―lo que debería ser considerado como avance― se convierte en una especie de maldición que pudiera llevarnos a la extinción. Tal vez por eso comience previniéndonos contra lo que él llama idea ingenua de la información, que sostiene que «algo es información si se usa para intentar descubrir la verdad». Si esto fuese cierto, no sería difícil que la información de que disponemos nos llevara hasta un punto común de encuentro. Pero no. Lo inmediatamente constatable es que vivimos sometidos a una situación de caos y crispación que no sabemos en qué concluirá


            Años antes de Juan de Mairena, en uno de los proverbios incluidos en Nuevas canciones, Machado había escrito: «¿Tu verdad? No. La Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela». ¿No hay entonces una verdad única en la que podamos coincidir todos o es que la verdad se la inventa cada uno a su antojo? Un repaso a la historia del pensamiento humano nos revela la dificultad de hallar una noción clara de qué sea la verdad. Para Sócrates, «la verdad se identifica con el bien moral»; por tanto, lo que sea bueno ha de ser verdadero. Platón, próximo a esta idea, la ampliaba: «la verdad es el bien, emparentado con la felicidad». Santo Tomás de Aquino, recogiendo el testigo de Aristóteles, decía que «la verdad es la relación de correspondencia entre el entendimiento y la cosa, es decir, la realidad». Frente a ellos, Kant es más pesimista y dice que «la verdad es intersubjetiva, puesto que no existe acceso a la verdad absoluta». Podríamos seguir hasta quienes niegan que exista algo que podamos llamar verdad.

            En el arranque de su libro, Harari parece coincidir con la idea aristotélica puesto que afirma que la verdad debe entenderse «como algo que representa de manera precisa determinados aspectos de la realidad». Aceptar esta afirmación ―nos dice― exige aceptar que existe una realidad universal. ¿Qué significa esto? Que las personas, las naciones, las culturas pueden ser diferentes y tener opiniones incluso enfrentadas, pero que de ningún modo podrán presumir de poseer verdades contradictorias. «Aquel que rechaza el universalismo rechaza la verdad», concluye.

            Si contemplamos nuestro mundo, el ambiente en que nos movemos, ¿cuál es el mayor problema? El de la representación precisa de la realidad, que, aunque sea una, es contemplada desde muchos puntos de vista. ¿Es la realidad que defienden los palestinos la misma la misma que defienden los israelíes? ¿Es la misma la que contemplan los rusos que la que miran los ucranianos? ¿Qué noción de realidad defienden las distintas religiones para proclamarse ―todas ellas― la única verdadera? ¿Es la realidad de que habla Sánchez la misma de la que habla Feijóo? ¿Comparten realidad semejante Trump y Harris? ¿Concluiremos en que en hay realidades distintas? Sin embargo, yo creo que debe existir esa realidad universal, por muy compleja que se nos muestre.

 


           Harari responde en parte a mis dudas al sostener que, por una parte, la realidad que pretendemos representar «incluye un nivel objetivo con los hechos objetivos que no dependen de las convicciones de un particular». Que todo el mundo tiene derecho a una vivienda digna es un hecho incontrovertible; nadie lo discute. Pero, al mismo tiempo, «la realidad que pretendemos representar incluye un nivel subjetivo con hechos subjetivos como las opiniones y los sentimientos de personas diversas». Por eso no se alcanza un acuerdo sobre cómo hacer posible que a nadie falte esa vivienda digna, hecho que consideramos realidad universal.

            La experiencia nos muestra ―le digo a Zalabardo― que lo que para mí es bueno otros lo consideran malo. Ahí está la razón que conduce a esa noción ingenua de ver la información como el intento de representar la realidad, porque abundan los casos en que la información no representa bien la realidad. ¿Nos vale la información que transmite Maduro para conocer la realidad de Venezuela tras las elecciones? ¿Cuál de las diferentes visiones que se dan sobre el hecho migratorio en la sociedad española representa la realidad y, en consecuencia, deberíamos considerar como la verdadera?

            En este punto es en el que hay que analizar qué información es base sólida para representar la realidad, es decir, la verdad. Porque, frente a lo que sea la recta información, nos enfrentamos a una información errónea y a la desinformación. La primera la produce una «equivocación involuntaria que tiene lugar cuando alguien intenta representar la realidad, pero la entiende mal». La segunda se da cuando nos topamos con «una mentira deliberada que se produce cuando alguien pretende distorsionar conscientemente nuestra visión de la realidad». La información errónea pudiera disculparse.  De la desinformación, en cambio, se valen personas o grupos que la supeditan la obtención de beneficios de los que solo ellos disfrutan.

            Si eso es lo que sacas de esas primeras cincuenta páginas ―me dice Zalabardo― y te quedan aún por delante cuatrocientas, parece que el libro de Noah Harari, aparte de mostrarnos una situación turbadora, se presenta interesante.

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