sábado, octubre 19, 2024

Y TRAS LA SERPIENTE, EL CHIVO EXPIATORIO

 

Me recuerda Zalabardo mi promesa de agradecer periódicamente la amabilidad de quienes me leen y, en casos, comentan. Empiezo hoy por una persona cuyo nombre desconozco y que me aparece como Desconocida. Esa persona, en el último apunte de esta Agenda recordaba la época en que la enviaban a «hacer los mandaos» a la botica. Bella expresión que se va perdiendo esta de hacer un mandao. A Víctor Manuel Pérez, a Mario Pavón y a Salvador Cortés les agradezco no solo que me sigan y comenten, sino que difundan estos apuntes semanales. Y, cómo no, a Antonio López Gámiz o a Paco Álvarez Curiel por sus acertados comentarios. Sus elogios los valoro mucho porque (filólogos ellos también), en lo que concierne a bastantes de las fuentes en que apoyo mis opiniones, ellos saben más que yo.

            El tema de hoy me lo inspiran dos hechos: por un lado, la charla mantenida este jueves con mis compañeros de instituto ―aunque son dieciséis los años que llevo jubilado, procuro no perder el contacto con ellos― sobre el empobrecimiento general de la competencia léxica y el desconocimiento que se tiene del origen de muchas expresiones de uso frecuente. Y por el otro, el último de los apuntes aquí aparecidos, en el que se decía que, para los griegos, pharmakós podía entenderse como lo que llamamos hoy chivo expiatorio. Y nos ha parecido que esto merece una explicación.

            Zalabardo me dice que basta mirar cualquier diccionario para leer lo que es bien sabido: se llama chivo expiatorio a la ‘persona a la que se hace pagar las culpas de todos, aunque no haya sido él mismo culpable’. Tiene toda la razón mi amigo, pero tal vez no todo el mundo sepa de dónde procede la expresión. En cuanto a la forma en sí ―continúo―, parece claro que el chivo expiatorio, como tal, lo encontramos por vez primera en el Antiguo Testamento, concretamente en el Levítico, libro que habla de los ritos, cultos y sacrificios de los descendientes de Leví.


            Pero no es la judaica la única cultura en cuyos ritos religiosos hay sacrificio de animales. Ya sea como forma de adoración, o de desagravio a la divinidad, los encontramos en casi todas las culturas. Parece que los antiguos celtas, en sus ritos funerarios, sacrificaban perros, toros o caballos; los egipcios ofrecían a Horus y a Ra aves y gatos, curiosamente domesticados y criados para tal fin; las representaciones del dios persa Mitra nos lo muestran dando muerte a un toro con un cuchillo sacrificial; los hindúes ―aunque Buda rechazaba este precepto― ofrecían a Kali búfalos y cabras para que espantase a los demonios; en la Odisea leemos «la gente en la orilla del mar sacrificios hacía / de negrísimos toros al dios de cerúleos cabellos»; y si pensamos en los mayas, vemos que no solo sacrificaban animales, sino también mujeres y niños… ¿Habría que seguir?

            Pero vayamos al chivo expiatorio. Le pido a Zalabardo que me acompañe en la lectura de un pasaje ―complejo de interpretar― del Levítico. Después de haber castigado Yahvéh con la muerte a dos hijos de AarónNadab y Abiú―, convocó a Moisés y le dijo «Di a tu hermano Aarón que […] no entre en el santuario que está al otro lado del velo […] sino en el día de la Expiación, tras haber hecho antes dos cosas: ofrecerá un becerro por el pecado y un carnero en holocausto».

            El episodio continúa, pero nos exigiría plantear más conjeturas. Vayamos por partes. ¿Por qué Yahvéh castigó a los hijos de Aarón? Según se lee capítulos antes, por haberlo disgustado ofreciéndole «fuego extraño», sin que se sepa bien qué era eso. Ese día de la Expiación que Yahvéh impone a Moisés es la fiesta mayor de los judíos, la que también se conoce como Yom Kipur. ¿Era el pecado de los hijos de Aarón tan grave como para castigar por ello a todo un pueblo y exigirle un continuado recuerdo de expiación de esa culpa? Hay quien dice ―le advierto a Zalabardo que yo no me he parado a comprobarlo― que lo que se castiga es que, cuando bajó del monte Sinaí con las tablas de la ley, Moisés encontró al pueblo olvidado de Yahvéh y adorando a un becerro de oro. Moisés se enfureció y rompió las tablas. Pero más tarde se dirigió a Yahvéh y le solicitó el perdón para su pueblo y el establecimiento de una unión con él. Ese lazo se logró a cambio de expiar el pecado cometido.


            Y aquí entra el chivo: Yahvéh exigió que, ese día de la Expiación señalado, se le ofreciese un becerro como reconocimiento del pecado y un carnero ―el chivo― para alcanzar el perdón. No soy un exégeta de la Biblia ―intento dejar claro a mi amigo―, pero me parece que es una interpretación razonable por lo leído sobre el tema. Ese carnero era el chivo expiatorio. ¿Y qué justifica el sentido que le damos hoy? Pues que, lo sigue diciendo la Biblia, ese animal sería escogido por suerte entre dos preparados a tal efecto. Uno sería sacrificado y el otro quedaría en libertad. O sea, que, igual que el chivo se elegía de forma aleatoria, sin una razón clara señalamos a alguien para que cargue con las culpas de otros.

            Lo que quizá sea menos conocido es que, en español, ser chivo expiatorio forma pareja con una expresión semejante: ser cabeza de turco. El origen de esta es más moderno, pues se remonta al tiempo de las Cruzadas, cuando la cristiandad luchaba contra los otomanos, a los que, genéricamente, se les llamaba turcos. En la lucha era frecuente que a un turco vencido se le cortase la cabeza, que, clavada en una pica, se ponía a la vista de todos. Todos cargaban contra esta cabeza, haciéndola responsable de cualquier mal que padeciesen, de donde quedó que ser cabeza de turco fuese ‘aplicar injustamente a alguien una acusación, aunque con ello se evitase que pagaran los verdaderos culpables’.

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