Me
recuerda Zalabardo mi promesa de agradecer periódicamente la amabilidad de
quienes me leen y, en casos, comentan. Empiezo hoy por una persona cuyo nombre
desconozco y que me aparece como Desconocida. Esa persona, en el último
apunte de esta Agenda recordaba la época en que la enviaban a «hacer
los mandaos» a la botica. Bella expresión que se va perdiendo esta de hacer
un mandao. A Víctor Manuel Pérez, a Mario Pavón y a Salvador
Cortés les agradezco no solo que me sigan y comenten, sino que difundan
estos apuntes semanales. Y, cómo no, a Antonio López Gámiz o a Paco
Álvarez Curiel por sus acertados comentarios. Sus elogios los valoro mucho
porque (filólogos ellos también), en lo que concierne a bastantes de las
fuentes en que apoyo mis opiniones, ellos saben más que yo.
El tema de hoy me lo inspiran dos
hechos: por un lado, la charla mantenida este jueves con mis compañeros de
instituto ―aunque son dieciséis los años que llevo jubilado, procuro no perder
el contacto con ellos― sobre el empobrecimiento general de la competencia
léxica y el desconocimiento que se tiene del origen de muchas expresiones de
uso frecuente. Y por el otro, el último de los apuntes aquí aparecidos, en el
que se decía que, para los griegos, pharmakós podía entenderse
como lo que llamamos hoy chivo expiatorio. Y nos ha parecido que
esto merece una explicación.
Zalabardo me dice que basta mirar
cualquier diccionario para leer lo que es bien sabido: se llama chivo
expiatorio a la ‘persona a la que se hace pagar las culpas de todos,
aunque no haya sido él mismo culpable’. Tiene toda la razón mi amigo, pero tal
vez no todo el mundo sepa de dónde procede la expresión. En cuanto a la forma
en sí ―continúo―, parece claro que el chivo expiatorio, como tal,
lo encontramos por vez primera en el Antiguo Testamento,
concretamente en el Levítico, libro que habla de los ritos,
cultos y sacrificios de los descendientes de Leví.
Pero no es la judaica la única cultura en cuyos ritos religiosos hay sacrificio de animales. Ya sea como forma de adoración, o de desagravio a la divinidad, los encontramos en casi todas las culturas. Parece que los antiguos celtas, en sus ritos funerarios, sacrificaban perros, toros o caballos; los egipcios ofrecían a Horus y a Ra aves y gatos, curiosamente domesticados y criados para tal fin; las representaciones del dios persa Mitra nos lo muestran dando muerte a un toro con un cuchillo sacrificial; los hindúes ―aunque Buda rechazaba este precepto― ofrecían a Kali búfalos y cabras para que espantase a los demonios; en la Odisea leemos «la gente en la orilla del mar sacrificios hacía / de negrísimos toros al dios de cerúleos cabellos»; y si pensamos en los mayas, vemos que no solo sacrificaban animales, sino también mujeres y niños… ¿Habría que seguir?
Pero vayamos al chivo
expiatorio. Le pido a Zalabardo que me acompañe en la lectura de un
pasaje ―complejo de interpretar― del Levítico. Después de haber
castigado Yahvéh con la muerte a dos hijos de Aarón ―Nadab
y Abiú―, convocó a Moisés y le dijo «Di a tu hermano Aarón
que […] no entre en el santuario que está al otro lado del velo […] sino en el día
de la Expiación, tras haber hecho antes dos cosas: ofrecerá un becerro
por el pecado y un carnero en holocausto».
El episodio continúa, pero nos
exigiría plantear más conjeturas. Vayamos por partes. ¿Por qué Yahvéh
castigó a los hijos de Aarón? Según se lee capítulos antes, por haberlo
disgustado ofreciéndole «fuego extraño», sin que se sepa bien qué era eso. Ese día
de la Expiación que Yahvéh impone a Moisés es la fiesta
mayor de los judíos, la que también se conoce como Yom Kipur. ¿Era
el pecado de los hijos de Aarón tan grave como para castigar por ello a
todo un pueblo y exigirle un continuado recuerdo de expiación de
esa culpa? Hay quien dice ―le advierto a Zalabardo que yo no me he parado a
comprobarlo― que lo que se castiga es que, cuando bajó del monte Sinaí con las
tablas de la ley, Moisés encontró al pueblo olvidado de Yahvéh y
adorando a un becerro de oro. Moisés se enfureció y rompió las tablas.
Pero más tarde se dirigió a Yahvéh y le solicitó el perdón para su
pueblo y el establecimiento de una unión con él. Ese lazo se logró a cambio de expiar
el pecado cometido.
Y aquí entra el chivo: Yahvéh exigió que, ese día de la Expiación señalado, se le ofreciese un becerro como reconocimiento del pecado y un carnero ―el chivo― para alcanzar el perdón. No soy un exégeta de la Biblia ―intento dejar claro a mi amigo―, pero me parece que es una interpretación razonable por lo leído sobre el tema. Ese carnero era el chivo expiatorio. ¿Y qué justifica el sentido que le damos hoy? Pues que, lo sigue diciendo la Biblia, ese animal sería escogido por suerte entre dos preparados a tal efecto. Uno sería sacrificado y el otro quedaría en libertad. O sea, que, igual que el chivo se elegía de forma aleatoria, sin una razón clara señalamos a alguien para que cargue con las culpas de otros.
Lo que quizá sea menos conocido es
que, en español, ser chivo expiatorio forma pareja con una
expresión semejante: ser cabeza de turco. El origen de esta es
más moderno, pues se remonta al tiempo de las Cruzadas, cuando la cristiandad
luchaba contra los otomanos, a los que, genéricamente, se les llamaba turcos.
En la lucha era frecuente que a un turco vencido se le cortase la
cabeza, que, clavada en una pica, se ponía a la vista de todos. Todos cargaban
contra esta cabeza, haciéndola responsable de cualquier mal que padeciesen, de
donde quedó que ser cabeza de turco fuese ‘aplicar injustamente a
alguien una acusación, aunque con ello se evitase que pagaran los verdaderos
culpables’.
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