Las salas de espera de los aeropuertos son lugares fríos pese al incesante tráfago de personas que van y vienen ajenos a quienes cruzan a su lado. La de un aeropuerto pequeño puede incluso resultar aburrida si no hay nada con que entretenerse. Ayer tarde, viernes, en A Coruña, un suplemento cultural de La Voz de Galicia casualmente abandonado en un asiento, vino en mi ayuda mientras esperaba la hora de salida del avión que me devolvería con bastante retraso a Málaga. Me llamó la atención un artículo: El libro «prohibido» que solo consigues en el mercado negro. Hablaba de una novela Katerina Silvanova y Elena Malisova que cuenta una historia de amor homosexual. Las autoridades rusas han prohibido su circulación porque el libro «no es compatible con los valores tradicionales de Rusia». Ahora solo es posible encontrarlo fuera de los canales habituales.
Le digo a Zalabardo que recordé
tiempos en que algunos libros solo los conseguías si gozabas de la confianza
del librero que te lo proporcionaba a escondidas. Eran tiempos en los que grupos
fanáticos e intolerantes incendiaban una librería por el solo hecho de llamarse
Antonio Machado o se expedientaba a un profesor ―hace años que no
sé qué fue de Pepe Sánchez― por recomendar a sus alumnos la lectura de El
libro rojo del cole. La censura es tan vieja como el mundo y no hay
sociedad que se libre de ella. Durante el Imperio Romano se prohibió el
cristianismo y la lectura de la Biblia porque contravenían la
religión romana. Pero es que la Iglesia Católica consideró herejes a Galileo
o a Darwin. Y la propia ciencia condenó en alguna ocasión las ideas de Newton
o de Semmelweis. A Quevedo le supuso entrar la cárcel escribir
aquella Epístola censoria que empezaba No he de callar por
más que con el dedo…; y una traducción al castellano de El cantar
de los cantares confinó también a prisión a Fray Luis de León.
No es este un problema solo nuestro
ni mucho menos es solo cosa del pasado. Zalabardo me señala con preocupación
que en plena actualidad parece haber un repunte de estas actuaciones sectarias.
Tampoco son exclusivas de países atrasados regidos por sistemas autoritarios.
Lo cierto es que en las sociedades supuestamente más avanzadas también
encontramos este recelo frente a lo que piensan «los otros». Hay un elemento
común: la justificación de la intransigencia amparándose en las ideas, en las
tradiciones, en la religión o en los valores de una sociedad concreta. Le digo
a mi amigo que, en el artículo que cito, se plantea una pregunta muy simple:
¿Qué valores son estos? Muchas veces es difícil responder.
Se consulta internet y encontramos
que suelen citarse como países en los que la censura alcanza un nivel más alto
Eritrea, Vietnam, Cuba, Guinea Ecuatorial, Arabia Saudita… Últimamente se habla
mucho de las restricciones impuestas a las mujeres en Afganistán: les está
vedada la educación, la participación en el mundo laboral, el deporte, la
elección de vestimenta y cosmética, su consentimiento para el matrimonio, la
protesta pública, salir solas… Todo eso, dicen quienes imponen estas normas, se
hace en nombre de la religión y la costumbre.
«Bueno, eso es en Afganistán, que es un país atrasado» ―responden algunos―. Pero es que, si nos vamos a países que se pueden considerar en el polo opuesto, podríamos citar otros casos sonrojantes. En los adelantadísimos Estados Unidos, la plataforma televisiva HBO tuvo prohibida la emisión de Lo que el viento se llevó. Bibliotecas públicas y escuelas tienen prohibido el acceso a determinados libros, entre los que se pueden citar Las uvas de la ira, Matar a un ruiseñor, El señor de las moscas, Un mundo feliz, El cuento de la criada, El diario de Ana Frank y muchos más.
Tradiciones, ideas, religión. Son
casi siempre las causas más patentes para la censura. La circulación de Las
uvas de la ira se prohibió en los Estados Unidos porque, en tiempos de
depresión, hablaba de pobreza. En el mundo musulmán se considera hereje a Salman
Rushdie. En China se prohibió la lectura de Alicia en el país de las
maravillas porque va contra la razón que los animales hablen y el Conejo
Blanco es un mal ejemplo para los niños. En los Emiratos Árabes se
prohibieron los libros de Harry Potter porque eran una apología
de la brujería.
«¿Y qué tal está la cosa entre
nosotros?» ―me pregunta Zalabardo―. «Un fantasma recorre Europa» ―le contesto
irónicamente con el inicio del manifiesto comunista―. Luego, ya en serio, le
digo: «Un fantasma de reaccionarismo está recorriendo nuestro país». Porque,
tras habernos liberado de la férrea censura que funcionó durante la dictadura
franquista, observamos cómo hay un repunte del reaccionarismo. En los últimos
tiempos, asistimos con asombro a la supresión por parte de ayuntamientos de
diferentes localidades de actividades culturales relacionadas con la mujer, la
libertad sexual, la guerra civil o la democracia. Han sido retiradas, o
desaprobadas, la representación de Orlando, de Virginia Woolf,
La Villana de Vallecas, de Lope de Vega, Muero
porque no muero, una visión de la vida de Teresa de Jesús; se
han retirado de una biblioteca valenciana cinco revistas escritas en valencià; se
ha cancelado la proyección de las películas BuzzLighyear, o de El
maestro que prometió ver el mar, inspirada en la historia real de un
maestro republicano.
Que unos dirigentes teman la difusión de ideas contrarias a las que los mantienen en el poder ya es de por sí grave. Pero más grave aún me parece que asociaciones privadas ―como, por ejemplo, en España, Hazte oír, Manos Limpias o Abogados cristianos― intenten marcar qué es lícito y qué no, me parece que supera cualquier límite. Todo el mundo tiene derecho a comulgar con unas ideas, cualesquiera que sean. Lo que no resulta admisible es que pretendan silenciar a todo el que piense de forma diferente a ellos.
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