sábado, octubre 26, 2024

FUNAMBULISMOS AL HABLAR (DEFENSA DE LA IGUALDAD)

 

Hay ocasiones en que el hablante se encuentra precisado a comportarse como un verdadero funambulista ―los motivos son de muy variada naturaleza― a la hora de generar o interpretar un mensaje. Zalabardo me trae dos ejemplos para que le ayude a analizarlos. Una información de la Agencia EFE dice: Un centenar de futbolistas piden a la FIFA romper el patrocinio con la petrolera saudí Aramco. El otro ejemplo lo toma de un faldón (esa línea, por lo general en la parte inferior de la pantalla, que recoge un comentario o lo esencial de una información) de un programa televisivo: La única presidenta autonómica que planta a Sánchez.

            Reconozco que mi amigo tiene razón y a veces tenemos que movernos por una estrecha superficie o procurar ser hábiles para desentrañar un mensaje de forma pertinente. Por eso ―le digo― es tan importante ser cuidadosos con lo que se dice o escribe y precisos en el momento de expresarnos. El primer ejemplo pudiera confundirnos porque, al ser futbolista una palabra de género común ―con una única terminación y necesitadas del artículo para diferenciar su género― el titular no nos permite interpretar el contenido de la noticia hasta habernos metido en su lectura, porque quienes hacen esa petición son únicamente mujeres en protesta por la flagrante violación de derechos humanos, en especial contra las mujeres, en ese país. Y debiera rebelarnos que en la lista no aparezcan hombres.

            En el segundo ejemplo, las dudas son de otro tipo. Al ser el femenino, en español, el elemento marcado en el sistema del género ―es decir, que significa eso y nada más― se induce al lector a creer que la oposición a Sánchez la ejercen solamente mujeres ―en la actualidad hay cinco que ostentan la presidencia de su Comunidad Autónoma― y no los hombres. ¿Significa esto que los hombres sintonizan más con el presidente?



            Me pide Zalabardo que le aclare algo más lo que le digo. Lo intentaré. En la lengua existen elementos marcados y elementos no marcados. Los segundos podríamos decir que son más indefinidos en cuanto que agrupan a todos los seres designados por una palabra. En el español ―o la española― es valiente puedo estar refiriéndome a una sola persona de esta nacionalidad; pero también al conjunto formado por españoles y españolas. Es así porque el singular es elemento no marcado del sistema de número; incluye todo y no excluye nada. Sin embargo, cuando coloco la -s del plural, los españoles ―o las españolas― son valientes, nadie dudará de que hablo de un conjunto; por eso, el plural es el elemento marcado de nuestra lengua.

            Con el género sucede exactamente lo mismo. En mi gato me tiene arañados los muebles, señalo a un animal, pero aporto el dato de si es macho o hembra. En cambio, en mi gata me tiene arañados los muebles queda meridianamente claro que me refiero es una hembra. El femenino es, por tanto, el elemento marcado en nuestra lengua en el sistema del género gramatical.

            Aun así, entre nosotros ha ido imponiéndose ―parece que como solución más simple― la de la duplicación de las palabras para dejar claro que no excluimos a nadie por razón de su sexo. Eso nos ha llevado usos del tipo los alumnos y las alumnas / los niños y las niñas / los españoles y las españolas / los trabajadores y las trabajadoras, etc. Pero ―le digo a Zalabardo― no reparamos en que aplicamos tal criterio solo con las personas y no con los animales ―no hablamos de una bandada de palomos y palomas ni de una piara de cerdos y cerdas―, como tampoco lo aplicamos a la hora de emplear adjetivos. Y decimos los trabajadores y las trabajadoras están intranquilos, con olvido del intranquilas que debería aparecer.

            Lo que trato de razonarle a Zalabardo es que ―dado que la lengua es evolución― no me escandaliza este uso, aunque contravenga el principio de economía lingüística ―decir lo más posible con el menor número de elementos posibles―. Me preocupa más que, en la sociedad más igualitaria que pretendemos, conseguir la plena visibilización ―por emplear un término muy querido por muchos y muchas― de la mujer se quede en modificar la lengua ―lo que también puede ser preciso―, sin que de una vez por todas erradiquemos la naturaleza patriarcal que sustenta nuestra sociedad.

            Que en esta sociedad persisten modos y vicios patriarcales y machistas creo que es algo que ofrece poca duda. No es cosa de ahora ni solo afecta a la sociedad española ni a un núcleo restringido de ella. Estos días estamos viviendo el poco gratificante «caso Errejón». Son muchos los siglos de patriarcado que nos han conducido a la situación presente. Que a algunos ―y algunas― les parezca importar más meter tijera y mano en el lenguaje me chirría más.

            Porque tampoco es de hoy que esa conciencia de preeminencia de un sexo sobre otro. Basta con repasar las fuentes de nuestra lengua. El griego disponía de anthropós, derivado de la raíz indoeuropea ner-, ‘fuerza vital’, para designar a los seres humano, sin diferenciar su sexo. Junto a esta palabra, estaban andrós, ‘hombre’ y gyné, ‘mujer’. El latín nos presenta una serie más amplia. Homo, ‘hombre’, del indoeuropeo dhghem- significa ‘tierra’ y designaba en origen al ‘ser humano’ ―como anthropós―. Luego tenía vir y varo, base de ‘varón’ o ‘virilidad’, ambos procedentes del indoeuropeo wi-ro, ‘fuerte, valiente, esforzado’; y mulier, ‘mujer’, posiblemente se derive de mollis, ‘muelle, flojo, débil’, lo que pudiera estar en el origen de ‘sexo débil’. Anthropós ha quedado como elemento culto en algunas palabras ―antropología― y homo ha desplazado a vir y varo.



            Que hombre remitía a un sentido de mayor jerarquía sobre la mujer sometida queda visible en otra pareja de términos: macho procede de masculus, ‘que tiene los órganos sexuales necesarios para fecundar’ y hembra procede de femina, ‘la que amamanta’. El sometimiento de la mujer queda patente incluso en las falsas etimologías que circulaban en la Edad Media. San Isidoro dice que fémina viene de femur, ‘arranque de los muslos’ porque ahí se distingue su sexo del de los varones y es lo que la hace más libidinosa que los machos, pareciéndose por ello más a los animales. No menos arbitraria es la opinión que sostienen los inquisidores autores del libro Martillo de brujas, que dicen que fémina es la unión de fe y menos, porque ellas son más descreídas y observan menos fidelidad en todo.

            Con todo lo anterior ―ruego que cualquier entendido en lenguas clásicas corrija mis posibles errores― le digo a Zalabardo que para lograr una sociedad más justa e igualitaria no hay que quedarse en la alteración del lenguaje, porque eso es solo un acto de funambulismo con el que se disimula la realidad. Lo que necesitamos es una verdadera actuación sobre las conciencias, un darle la vuelta, con auténtico sentido pedagógico, a esta sociedad necesitada de que tantos malos hábitos adquiridos a través de los siglos sean desterrados.

sábado, octubre 19, 2024

Y TRAS LA SERPIENTE, EL CHIVO EXPIATORIO

 

Me recuerda Zalabardo mi promesa de agradecer periódicamente la amabilidad de quienes me leen y, en casos, comentan. Empiezo hoy por una persona cuyo nombre desconozco y que me aparece como Desconocida. Esa persona, en el último apunte de esta Agenda recordaba la época en que la enviaban a «hacer los mandaos» a la botica. Bella expresión que se va perdiendo esta de hacer un mandao. A Víctor Manuel Pérez, a Mario Pavón y a Salvador Cortés les agradezco no solo que me sigan y comenten, sino que difundan estos apuntes semanales. Y, cómo no, a Antonio López Gámiz o a Paco Álvarez Curiel por sus acertados comentarios. Sus elogios los valoro mucho porque (filólogos ellos también), en lo que concierne a bastantes de las fuentes en que apoyo mis opiniones, ellos saben más que yo.

            El tema de hoy me lo inspiran dos hechos: por un lado, la charla mantenida este jueves con mis compañeros de instituto ―aunque son dieciséis los años que llevo jubilado, procuro no perder el contacto con ellos― sobre el empobrecimiento general de la competencia léxica y el desconocimiento que se tiene del origen de muchas expresiones de uso frecuente. Y por el otro, el último de los apuntes aquí aparecidos, en el que se decía que, para los griegos, pharmakós podía entenderse como lo que llamamos hoy chivo expiatorio. Y nos ha parecido que esto merece una explicación.

            Zalabardo me dice que basta mirar cualquier diccionario para leer lo que es bien sabido: se llama chivo expiatorio a la ‘persona a la que se hace pagar las culpas de todos, aunque no haya sido él mismo culpable’. Tiene toda la razón mi amigo, pero tal vez no todo el mundo sepa de dónde procede la expresión. En cuanto a la forma en sí ―continúo―, parece claro que el chivo expiatorio, como tal, lo encontramos por vez primera en el Antiguo Testamento, concretamente en el Levítico, libro que habla de los ritos, cultos y sacrificios de los descendientes de Leví.


            Pero no es la judaica la única cultura en cuyos ritos religiosos hay sacrificio de animales. Ya sea como forma de adoración, o de desagravio a la divinidad, los encontramos en casi todas las culturas. Parece que los antiguos celtas, en sus ritos funerarios, sacrificaban perros, toros o caballos; los egipcios ofrecían a Horus y a Ra aves y gatos, curiosamente domesticados y criados para tal fin; las representaciones del dios persa Mitra nos lo muestran dando muerte a un toro con un cuchillo sacrificial; los hindúes ―aunque Buda rechazaba este precepto― ofrecían a Kali búfalos y cabras para que espantase a los demonios; en la Odisea leemos «la gente en la orilla del mar sacrificios hacía / de negrísimos toros al dios de cerúleos cabellos»; y si pensamos en los mayas, vemos que no solo sacrificaban animales, sino también mujeres y niños… ¿Habría que seguir?

            Pero vayamos al chivo expiatorio. Le pido a Zalabardo que me acompañe en la lectura de un pasaje ―complejo de interpretar― del Levítico. Después de haber castigado Yahvéh con la muerte a dos hijos de AarónNadab y Abiú―, convocó a Moisés y le dijo «Di a tu hermano Aarón que […] no entre en el santuario que está al otro lado del velo […] sino en el día de la Expiación, tras haber hecho antes dos cosas: ofrecerá un becerro por el pecado y un carnero en holocausto».

            El episodio continúa, pero nos exigiría plantear más conjeturas. Vayamos por partes. ¿Por qué Yahvéh castigó a los hijos de Aarón? Según se lee capítulos antes, por haberlo disgustado ofreciéndole «fuego extraño», sin que se sepa bien qué era eso. Ese día de la Expiación que Yahvéh impone a Moisés es la fiesta mayor de los judíos, la que también se conoce como Yom Kipur. ¿Era el pecado de los hijos de Aarón tan grave como para castigar por ello a todo un pueblo y exigirle un continuado recuerdo de expiación de esa culpa? Hay quien dice ―le advierto a Zalabardo que yo no me he parado a comprobarlo― que lo que se castiga es que, cuando bajó del monte Sinaí con las tablas de la ley, Moisés encontró al pueblo olvidado de Yahvéh y adorando a un becerro de oro. Moisés se enfureció y rompió las tablas. Pero más tarde se dirigió a Yahvéh y le solicitó el perdón para su pueblo y el establecimiento de una unión con él. Ese lazo se logró a cambio de expiar el pecado cometido.


            Y aquí entra el chivo: Yahvéh exigió que, ese día de la Expiación señalado, se le ofreciese un becerro como reconocimiento del pecado y un carnero ―el chivo― para alcanzar el perdón. No soy un exégeta de la Biblia ―intento dejar claro a mi amigo―, pero me parece que es una interpretación razonable por lo leído sobre el tema. Ese carnero era el chivo expiatorio. ¿Y qué justifica el sentido que le damos hoy? Pues que, lo sigue diciendo la Biblia, ese animal sería escogido por suerte entre dos preparados a tal efecto. Uno sería sacrificado y el otro quedaría en libertad. O sea, que, igual que el chivo se elegía de forma aleatoria, sin una razón clara señalamos a alguien para que cargue con las culpas de otros.

            Lo que quizá sea menos conocido es que, en español, ser chivo expiatorio forma pareja con una expresión semejante: ser cabeza de turco. El origen de esta es más moderno, pues se remonta al tiempo de las Cruzadas, cuando la cristiandad luchaba contra los otomanos, a los que, genéricamente, se les llamaba turcos. En la lucha era frecuente que a un turco vencido se le cortase la cabeza, que, clavada en una pica, se ponía a la vista de todos. Todos cargaban contra esta cabeza, haciéndola responsable de cualquier mal que padeciesen, de donde quedó que ser cabeza de turco fuese ‘aplicar injustamente a alguien una acusación, aunque con ello se evitase que pagaran los verdaderos culpables’.

sábado, octubre 12, 2024

LA BOTICA, LA FARMACIA Y LA SERPIENTE

 Me dice Zalabardo ―y creo que bastantes lectores estarán pensando lo mismo― que no le extraña que en el título aparezcan unidos botica y farmacia, ya que es bien conocido que son palabras sinónimas, aunque el campo significativo de la primera sea más amplio que el de la segunda. Pero que no acaba de entender qué pinta en esta historia la serpiente.

            Me alegra leer en estos últimos días que está aumentando en nuestras universidades el número de matrículas en lenguas clásicas. Justifica esa alegría que se reconozca la importancia que tiene todo lo relacionado con la cultura clásica para conocer la actual. Y es que un campo muy específico de esas remotas culturas, la mitología, nos socorre a la hora de conocer asuntos como el que no acaba de entender Zalabardo. Por eso creo que conviene comenzar por el tema de la serpiente.

         Fueron muchas las culturas antiguas que veneraban a las serpientes. Las relacionaban con el mito de la Gran Madre por vivir en las grietas de la tierra, tener capacidad de afrontar los acontecimientos difíciles y saber adaptarse a diferentes situaciones. En Egipto, se las consideraba símbolo de la sabiduría y se les reconocían facultades para la premonición. El mito méxica cuenta que el hombre fue creado a partir de la mezcla de huesos con el semen de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada. Y de la cultura griega aún conservamos el Caduceo (una vara de olivo rodeada por dos serpientes enroscadas y coronadas con un par de alas), símbolo del Comercio; la Vara de Asclepio (una vara en la que se enrosca una serpiente), símbolo de la Medicina; y la Copa de Higía (una copa en la que se enrosca una serpiente que deposita en ella su veneno), símbolo de la Farmacia. Sería la cultura judeocristiana la que atribuyese a la serpiente connotaciones negativas, asociándola con una concepción de la mujer como inductora al pecado; eso es lo que se nos cuenta en el Génesis.


        Pero vamos a detenernos en la mitología griega. Cuando Apolo decidió levantar el santuario de Delfos, se encontró con que, cerca de allí vivía Pitón, una monstruosa serpiente dotada de facultades adivinatorias y para curar pero que, a la vez, causaba grandes estragos devorando tanto a hombres como a animales. Apolo se enfrentaría a ella, la mató, la enterró junto al santuario y, al mismo tiempo, se apoderó de sus facultades curativas y oraculares. De este mito de Apolo proceden otros. Asclepio, hijo suyo, mostró una gran habilidad en el uso de prácticas curativas hasta el punto de que se le considera dios de la medicina y la curación. Su símbolo es una vara en la que aparece enroscada una serpiente porque se decía que el veneno de la serpiente contenía en sí mismo el principio de la sanación. Y entre los hijos de Asclepio, conviene citar a Higía, de la que se dice que es personificación de la salud. Por eso se la representa portando en la mano una copa en la que recoge el veneno de una serpiente que aparece enroscada en ella. Ahí tenemos la razón de la Vara y de la Copa que hemos citado. El Caduceo, que no tiene que ver con el tema de hoy, fue un regalo de Apolo a Hermes. En el fondo, pues, todo remite a la historia de Pitón, la serpiente divina.

        Nos queda ―le comento a Zalabardo― ver lo demás, qué pasa con botica y con farmacia. El indoeuropeo tenía una raíz dhē-, que significaba ‘poner’ o ‘arreglar’. De ella surgiría el término griego theka, ‘caja’, ‘bolsa’, que, con la preposición apó es el origen de apotheka, que hay que entender como ‘donde se guardan las cosas’. De apotheka provienen nuestras boticas, bibliotecas, pinacotecas, hipotecas e, incluso, otras que nos pueden parecer más raras, como potingue. Debe tenerse presente que la botica, término culto, ya que el popular es bodega, en el origen significaba ‘almacén o depósito’ en el que, más adelante, comenzaron a venderse toda clase de productos, incluidos los que podían considerarse remedios curativos, pues, en el principio, la medicina era una actividad mágico-religiosa practicada en los templos o por curanderos ambulantes.

        En griego, además, había otras dos palabras, muy parecidas y que, tal vez por su semejanza, acabaron fundida en una sola. Pharmakós, la más antigua, designaba la víctima de un sacrificio ―lo que podemos llamar también chivo expiatorio― que se ofrecía para purificar a una comunidad y liberarla de las faltas cometidas contra los dioses. Era un remedio que sanaba el mal cometido. Más tarde apareció el phármakon, que era una sustancia, obtenida mediante la mezcla de otras muchas, que alteraba la naturaleza de un cuerpo. Tal vez por la vieja creencia popular de los efectos del veneno de las serpientes, esta alteración podía buscar tanto un efecto benéfico como nocivo, razón por la que phármakon significaba a la vez ‘remedio’ y ‘veneno’.



        El fármaco lo elaboraban en los primeros tiempos los propios curanderos y quienes decían tener la facultad de sanar. Fueron muchos los autores antiguos ―en Grecia, en Roma, en Oriente…― que escribieron libros sobre plantas y sus propiedades curativas. Concretamente un malagueño, de Benalmádena, Ibn al-Baytar, escribió el Libro de los alimentos y medicamentos simples. Pero no pasaría mucho tiempo antes de que las boticas comenzasen a conocer las propiedades de plantas y otros productos con valores curativos y los preparasen en sus propios establecimientos. Sin embargo, parece que sería en Italia, en un monasterio, Santa María Novella, hacia 1221, donde se montase el primer laboratorio y dispensario de productos específicamente curativos; es decir la primera Farmacia europea. Y la primera española, que aún se conserva, aunque como museo, se abrió en 1415, en Llívia, pueblo de Girona.

            Lo que puede llamar la atención ―le digo a Zalabardo― es que tal vez sea el castellano la única lengua románica que mantuvo la palabra botica para designar lo que en el resto de la latinidad se llamó farmacia. Sin embargo, esta última ha ido imponiéndose y es la que mayormente se utiliza.

sábado, octubre 05, 2024

INFORMACIÓN Y VERDAD

 

«La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero». Así inicia Antonio Machado su Juan de Mairena. Arturo del Villar, en un estudio de la obra del sevillano, interpreta que, con esa proposición, Machado está defendiendo la existencia de una verdad inconmovible de la que emanan todas las verdades comunes. Sin embargo, mientras Agamenón asiente, su porquero no acepta el argumento. Agamenón y el porquero sostienen visiones diferentes, incapaces de armonizar su pensamiento. Le digo a Zalabardo que he comenzado la lectura de Nexus (Una breve historia de la información), último libro de Yuval Noah Harari. ¿Qué llevo, cincuenta o sesenta páginas? Suficiente ―le digo a mi amigo― para reconocer que estoy de nuevo ante ese espíritu crítico que ya reflejaba el autor en Sapiens. De hecho, en la primera página nos suelta una frase que conmociona: «Si los sapiens somos tan sabios, ¿por qué somos tan autodestructivos?»

            Cuesta poco echar una ojeada a nuestro entorno, sea el más cercano u otro algo más alejado, para comprobar la verdad de este aserto: somos una sociedad más predispuesta a la autodestrucción que a la convivencia armónica. El punto de partida de Harari es la pregunta sobre cómo la acumulación de tanta información ―lo que debería ser considerado como avance― se convierte en una especie de maldición que pudiera llevarnos a la extinción. Tal vez por eso comience previniéndonos contra lo que él llama idea ingenua de la información, que sostiene que «algo es información si se usa para intentar descubrir la verdad». Si esto fuese cierto, no sería difícil que la información de que disponemos nos llevara hasta un punto común de encuentro. Pero no. Lo inmediatamente constatable es que vivimos sometidos a una situación de caos y crispación que no sabemos en qué concluirá


            Años antes de Juan de Mairena, en uno de los proverbios incluidos en Nuevas canciones, Machado había escrito: «¿Tu verdad? No. La Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela». ¿No hay entonces una verdad única en la que podamos coincidir todos o es que la verdad se la inventa cada uno a su antojo? Un repaso a la historia del pensamiento humano nos revela la dificultad de hallar una noción clara de qué sea la verdad. Para Sócrates, «la verdad se identifica con el bien moral»; por tanto, lo que sea bueno ha de ser verdadero. Platón, próximo a esta idea, la ampliaba: «la verdad es el bien, emparentado con la felicidad». Santo Tomás de Aquino, recogiendo el testigo de Aristóteles, decía que «la verdad es la relación de correspondencia entre el entendimiento y la cosa, es decir, la realidad». Frente a ellos, Kant es más pesimista y dice que «la verdad es intersubjetiva, puesto que no existe acceso a la verdad absoluta». Podríamos seguir hasta quienes niegan que exista algo que podamos llamar verdad.

            En el arranque de su libro, Harari parece coincidir con la idea aristotélica puesto que afirma que la verdad debe entenderse «como algo que representa de manera precisa determinados aspectos de la realidad». Aceptar esta afirmación ―nos dice― exige aceptar que existe una realidad universal. ¿Qué significa esto? Que las personas, las naciones, las culturas pueden ser diferentes y tener opiniones incluso enfrentadas, pero que de ningún modo podrán presumir de poseer verdades contradictorias. «Aquel que rechaza el universalismo rechaza la verdad», concluye.

            Si contemplamos nuestro mundo, el ambiente en que nos movemos, ¿cuál es el mayor problema? El de la representación precisa de la realidad, que, aunque sea una, es contemplada desde muchos puntos de vista. ¿Es la realidad que defienden los palestinos la misma la misma que defienden los israelíes? ¿Es la misma la que contemplan los rusos que la que miran los ucranianos? ¿Qué noción de realidad defienden las distintas religiones para proclamarse ―todas ellas― la única verdadera? ¿Es la realidad de que habla Sánchez la misma de la que habla Feijóo? ¿Comparten realidad semejante Trump y Harris? ¿Concluiremos en que en hay realidades distintas? Sin embargo, yo creo que debe existir esa realidad universal, por muy compleja que se nos muestre.

 


           Harari responde en parte a mis dudas al sostener que, por una parte, la realidad que pretendemos representar «incluye un nivel objetivo con los hechos objetivos que no dependen de las convicciones de un particular». Que todo el mundo tiene derecho a una vivienda digna es un hecho incontrovertible; nadie lo discute. Pero, al mismo tiempo, «la realidad que pretendemos representar incluye un nivel subjetivo con hechos subjetivos como las opiniones y los sentimientos de personas diversas». Por eso no se alcanza un acuerdo sobre cómo hacer posible que a nadie falte esa vivienda digna, hecho que consideramos realidad universal.

            La experiencia nos muestra ―le digo a Zalabardo― que lo que para mí es bueno otros lo consideran malo. Ahí está la razón que conduce a esa noción ingenua de ver la información como el intento de representar la realidad, porque abundan los casos en que la información no representa bien la realidad. ¿Nos vale la información que transmite Maduro para conocer la realidad de Venezuela tras las elecciones? ¿Cuál de las diferentes visiones que se dan sobre el hecho migratorio en la sociedad española representa la realidad y, en consecuencia, deberíamos considerar como la verdadera?

            En este punto es en el que hay que analizar qué información es base sólida para representar la realidad, es decir, la verdad. Porque, frente a lo que sea la recta información, nos enfrentamos a una información errónea y a la desinformación. La primera la produce una «equivocación involuntaria que tiene lugar cuando alguien intenta representar la realidad, pero la entiende mal». La segunda se da cuando nos topamos con «una mentira deliberada que se produce cuando alguien pretende distorsionar conscientemente nuestra visión de la realidad». La información errónea pudiera disculparse.  De la desinformación, en cambio, se valen personas o grupos que la supeditan la obtención de beneficios de los que solo ellos disfrutan.

            Si eso es lo que sacas de esas primeras cincuenta páginas ―me dice Zalabardo― y te quedan aún por delante cuatrocientas, parece que el libro de Noah Harari, aparte de mostrarnos una situación turbadora, se presenta interesante.