Hay ocasiones en que el hablante se encuentra precisado a comportarse como un verdadero funambulista ―los motivos son de muy variada naturaleza― a la hora de generar o interpretar un mensaje. Zalabardo me trae dos ejemplos para que le ayude a analizarlos. Una información de la Agencia EFE dice: Un centenar de futbolistas piden a la FIFA romper el patrocinio con la petrolera saudí Aramco. El otro ejemplo lo toma de un faldón (esa línea, por lo general en la parte inferior de la pantalla, que recoge un comentario o lo esencial de una información) de un programa televisivo: La única presidenta autonómica que planta a Sánchez.
Reconozco que mi amigo tiene razón y
a veces tenemos que movernos por una estrecha superficie o procurar ser hábiles
para desentrañar un mensaje de forma pertinente. Por eso ―le digo― es tan
importante ser cuidadosos con lo que se dice o escribe y precisos en el momento
de expresarnos. El primer ejemplo pudiera confundirnos porque, al ser futbolista
una palabra de género común ―con una única terminación y necesitadas del
artículo para diferenciar su género― el titular no nos permite interpretar el contenido
de la noticia hasta habernos metido en su lectura, porque quienes hacen esa
petición son únicamente mujeres en protesta por la flagrante violación de
derechos humanos, en especial contra las mujeres, en ese país. Y debiera
rebelarnos que en la lista no aparezcan hombres.
En el segundo ejemplo, las dudas son
de otro tipo. Al ser el femenino, en español, el elemento marcado en el sistema
del género ―es decir, que significa eso y nada más― se induce al lector a creer
que la oposición a Sánchez la ejercen solamente mujeres ―en la
actualidad hay cinco que ostentan la presidencia de su Comunidad Autónoma― y no
los hombres. ¿Significa esto que los hombres sintonizan más con el presidente?
Me pide Zalabardo que le aclare algo más lo que le digo. Lo intentaré. En la lengua existen elementos marcados y elementos no marcados. Los segundos podríamos decir que son más indefinidos en cuanto que agrupan a todos los seres designados por una palabra. En el español ―o la española― es valiente puedo estar refiriéndome a una sola persona de esta nacionalidad; pero también al conjunto formado por españoles y españolas. Es así porque el singular es elemento no marcado del sistema de número; incluye todo y no excluye nada. Sin embargo, cuando coloco la -s del plural, los españoles ―o las españolas― son valientes, nadie dudará de que hablo de un conjunto; por eso, el plural es el elemento marcado de nuestra lengua.
Con el género sucede exactamente lo
mismo. En mi gato me tiene arañados los muebles, señalo a un
animal, pero aporto el dato de si es macho o hembra. En cambio, en mi
gata me tiene arañados los muebles queda meridianamente claro que me
refiero es una hembra. El femenino es, por tanto, el elemento marcado en
nuestra lengua en el sistema del género gramatical.
Aun así, entre nosotros ha ido
imponiéndose ―parece que como solución más simple― la de la duplicación de las palabras
para dejar claro que no excluimos a nadie por razón de su sexo. Eso nos ha
llevado usos del tipo los alumnos y las alumnas / los niños
y las niñas / los españoles y las españolas / los
trabajadores y las trabajadoras, etc. Pero ―le digo a Zalabardo― no
reparamos en que aplicamos tal criterio solo con las personas y no con los
animales ―no hablamos de una bandada de palomos y palomas ni de una
piara de cerdos y cerdas―, como tampoco lo aplicamos a la hora de
emplear adjetivos. Y decimos los trabajadores y las trabajadoras están
intranquilos, con olvido del intranquilas que debería
aparecer.
Lo que trato de razonarle a
Zalabardo es que ―dado que la lengua es evolución― no me escandaliza este uso,
aunque contravenga el principio de economía lingüística ―decir lo más posible
con el menor número de elementos posibles―. Me preocupa más que, en la sociedad
más igualitaria que pretendemos, conseguir la plena visibilización ―por
emplear un término muy querido por muchos y muchas― de la mujer se quede en
modificar la lengua ―lo que también puede ser preciso―, sin que de una vez por
todas erradiquemos la naturaleza patriarcal que sustenta nuestra sociedad.
Que en esta sociedad persisten modos
y vicios patriarcales y machistas creo que es algo que ofrece poca duda. No es
cosa de ahora ni solo afecta a la sociedad española ni a un núcleo restringido
de ella. Estos días estamos viviendo el poco gratificante «caso Errejón».
Son muchos los siglos de patriarcado que nos han conducido a la situación
presente. Que a algunos ―y algunas― les parezca importar más meter tijera y
mano en el lenguaje me chirría más.
Porque tampoco es de hoy que esa conciencia
de preeminencia de un sexo sobre otro. Basta con repasar las fuentes de nuestra
lengua. El griego disponía de anthropós, derivado de la raíz
indoeuropea ner-, ‘fuerza vital’, para designar a los seres
humano, sin diferenciar su sexo. Junto a esta palabra, estaban andrós,
‘hombre’ y gyné, ‘mujer’. El latín nos presenta una serie más
amplia. Homo, ‘hombre’, del indoeuropeo dhghem-
significa ‘tierra’ y designaba en origen al ‘ser humano’ ―como anthropós―.
Luego tenía vir y varo, base de ‘varón’ o ‘virilidad’,
ambos procedentes del indoeuropeo wi-ro, ‘fuerte, valiente,
esforzado’; y mulier, ‘mujer’, posiblemente se derive de mollis,
‘muelle, flojo, débil’, lo que pudiera estar en el origen de ‘sexo débil’. Anthropós
ha quedado como elemento culto en algunas palabras ―antropología―
y homo ha desplazado a vir y varo.
Que hombre remitía a un sentido de mayor jerarquía sobre la mujer sometida queda visible en otra pareja de términos: macho procede de masculus, ‘que tiene los órganos sexuales necesarios para fecundar’ y hembra procede de femina, ‘la que amamanta’. El sometimiento de la mujer queda patente incluso en las falsas etimologías que circulaban en la Edad Media. San Isidoro dice que fémina viene de femur, ‘arranque de los muslos’ porque ahí se distingue su sexo del de los varones y es lo que la hace más libidinosa que los machos, pareciéndose por ello más a los animales. No menos arbitraria es la opinión que sostienen los inquisidores autores del libro Martillo de brujas, que dicen que fémina es la unión de fe y menos, porque ellas son más descreídas y observan menos fidelidad en todo.
Con todo lo anterior ―ruego que
cualquier entendido en lenguas clásicas corrija mis posibles errores― le digo a
Zalabardo que para lograr una sociedad más justa e igualitaria no hay que
quedarse en la alteración del lenguaje, porque eso es solo un acto de
funambulismo con el que se disimula la realidad. Lo que necesitamos es una verdadera
actuación sobre las conciencias, un darle la vuelta, con auténtico sentido
pedagógico, a esta sociedad necesitada de que tantos malos hábitos adquiridos a
través de los siglos sean desterrados.