Como si viviésemos un eterno retorno, todo se nos repite y nos encontramos con que ya ha pasado la Navidad, ya ha pasado la Nochevieja y ya ha pasado 2024. Ayer tarde, en la consulta del médico, una doctora joven ―por el cansancio de las fiestas o el exceso de trabajo― se armó un lío con las recetas; en una escribió 2 de diciembre, en lugar de enero, y, en la otra, 2024 en lugar de 2025. En la farmacia descubrieron los fallos y se hizo necesario acudir a me hicieran recetas nuevas y correctas. Cuando se lo cuento a Zalabardo, se me echa a reír en la cara y me dice: «¿Año nuevo? ¿Vida nueva? ¿Tiempo nuevo? No sé la pobre doctora, pero tú sigues perteneciendo al grupo de los ilusos que piensan que las cosas cambian cuando la realidad no es otra que quienes cambiamos, si acaso, somos nosotros».
Lo que más me extraña es ese si
acaso que introduce en su discurso, porque yo me veo cambiado. Y se lo digo.
Con no sé bien si incredulidad sobre sus propias palabras o desencanto, me
contesta: «Solo en eso aciertas. En lo demás, tendemos a creer que el tiempo
pasa, que los años pasan y que las cosas pasan, y que solo nosotros nos
mantenemos incólumes y constantes. Nos equivocamos al no pensar que somos
nosotros los que pasamos por el tiempo, que no tiene ni principio ni fin y,
para colmo, nos deja tirados en la cuneta en cuanto que le parece».
Creo que mi amigo se está poniendo
muy filosófico y que no hay que tomar las cosas así. Pretendo que piense en la
cantidad de nuevos propósitos, de deseos de felicidad, de mensajes alegres que
la gente intercambia estos días. Sin darme tiempo a seguir, mi amigo continúa:
«¿Ves lo que te digo? ¿Tú has leído cuando Manrique nos advierte del
engaño de pensar que lo que se espera durará más que lo que ya pasó, o que solo
es sabio quien no duda en dar lo venido por pasado? ¿Tú has leído al emperador Marco
Aurelio cuando nos pide recordar que se vive solo en el momento presente,
un breve lapso, pues el resto es vida pasada o futuro incierto? ¿Tú has leído a
Horacio aconsejarnos que no concedamos crédito al futuro, pues mientras
hablamos se habrá fugado el tiempo? ¿Tú has leído a Quevedo decir que ayer
se fue y mañana no ha llegado? Todo ello se resume en el famoso carpe
diem, o sea, vive el presente, consejo tan manido como poco seguido por
muchos».
Me quedo pensando en todo ello mientras Zalabardo se levanta a coger algo. Es un periódico de hoy, viernes, día 3, tercer día del nuevo y ―deseado― venturoso año 2025. Lo abre y me lee fragmentos de un artículo de Juan José Millás: «Se sigue matando a las mujeres, continúan naufragando cayucos, el hambre sigue haciendo estragos por doquier […] No somos capaces de imaginar cómo es morirse congelada a los veinte días de nacer».
Reacciona así Millás ante la tragedia de
que, entre los refugiados de Gaza, haya muerto a causa del frío un bebé de
veinte días. Zalabardo ―en quien ya no voy viendo incredulidad ni desencanto,
sino rabia poco contenida― casi me grita: «¿Año nuevo, vida nueva, tiempo nuevo,
felicidad y prosperidad? Mira las noticias: sigue el genocidio palestino por
parte del Estado de Israel, sin que nadie le ponga freno; sigue la guerra en
Ucrania, promovida por un dictador con delirios imperiales; siguen sin poner
solución honrosa al problema de los inmigrantes; siguen los atentados
terroristas por parte de mentes intolerantes y fanáticas. ¿Qué nos trae el
cambio de año?»
Pero Zalabardo no se detiene: «Y, si nos vamos ya al terreno de los comportamientos ridículos, ahí sigue una organización ―fanática e intolerante, a más de hipócrita― llamada Hazte oír y que más bien debiera llamarse Ponte al día, escucha y comprende la realidad. Tiene la desfachatez de denunciar a una actriz cómica por mostrar una estampita que, según ellos, ofende sus principios y creencias religiosas ―aunque por una estampita que santifica a una política de su cuerda no se sintieron ofendidos―. Los miembros de esa absurda institución podrían ser denunciados cuando se atiborran de carne de cerdo o de solomillos de ternera porque con ello ofenden las creencias y principios religiosos de musulmanes e hindúes. O podrían ser denunciados por enriquecimiento injusto en negocios de alquileres y construcción. O por acaparar productos alimenticios para conseguir alzas de precios. O por negarse a un divorcio que ellos consiguen con otras prácticas o un aborto que realizan de maneras disimuladas en caras clínicas…».
Me siento apabullado por las palabras
de Zalabardo, siempre tan comedido. No sé siquiera si debo hablar, pero me
atrevo y, pese a cuanto me dice, le pregunto si ve mal que la gente se desee
paz, prosperidad y unos mejores tiempos. Mi amigo guarda silencio, parece
meditar y, finalmente, me dice: «¡Pues claro que no me parece mal! Lo que me
molesta es la despersonalización en que caemos casi sin pensarlo. Internet nos
tiene tan comido el coco que no sabemos dar un paso sin recurrir a ella». Ahora
resulta que mi amigo la toma con Internet. Y le pido que me lo aclare, porque
lo encuentro hoy bastante sulfurado. «Mira» ―me dice― «Internet es uno de los
mejores inventos de los últimos tiempos. Nos ofrece posibilidades casi sin
cuento e inimaginadas hace solo treinta años. Pero nos volvemos tan vagos que
solo cogemos de ella lo malo».
Hoy soy yo quien escucha y Zalabardo quien habla. Por eso le ruego que, con brevedad, me aclare sus últimas palabras. Y lo hace: «Conectiva, una compañía dedicada al estudio de las patologías cerebrales, ha publicado recientemente un análisis que concluye en que el uso inapropiado de Internet provoca problemas de atención, de memoria, de aprendizaje, de comportamiento, de interacciones… ¿Te pongo un ejemplo? En otro tiempo, llegadas estas fechas, alguien ―que podías ser tú― compraba una tarjeta de felicitación en la que escribía un breve mensaje, la metía luego en un sobre, escribía una dirección y esa tarjeta llegaba a su destinatario ―yo, por ejemplo―. Con las redes sociales, un sujeto escribe un mensaje despersonalizado que envía, mediante un clic, a todos sus contactos ―¿100, 200, 300, 1500…?― de los que posiblemente no conozca más que a una decena. Eso sí, añade una foto muy bonita de un belén, un paisaje nevado, unas copas de cava…, que ha sacado también de la red. Y ya no digo nada cuando lo que se envía es uno de esos dichosos reenviados muchas veces. O sea, que Pepito, o Manolita, no pierden siquiera el tiempo en decirme: ‘Hola, Zalabardo, que lo pases bien’; ni siquiera escriben el nombre del destinatario. Envían algo que alguien envió a otro, y este a otro, y este a otro… y, así, hasta el infinito y más allá. ¿Vale la pena perder el tiempo en ver un reenviado?»
Creo que tengo que callar y no añadir nada. Si acaso, sugerir que reflexionemos sobre las palabras de mi amigo.