Con esa expresión queremos manifestar nuestro desengaño por no ver reflejado en un texto lo que consideramos verdadero y también la usamos para censurar a quien falta a la verdad cuando refiere un suceso.
En la parte IV de la General Estoria
de Alfonso X leemos un relato bastante novelesco de la muerte de Alejandro
Magno. No se le puede censurar nada, teniendo en cuenta la época y la
dificultad de acceder a documentación fiable. Se dice ahí que Yolas,
hijo de Antípatro, que sentía inquina hacia Alejandro, le
proporcionó durante un banquete un veneno disuelto en vino. Enterados los generales
macedonios de que su caudillo agonizaba, exigieron verlo y le dijeron «Gran
emperador nuestro, queremos que nos digas quién nos gobernará tras tu muerte». Alejandro
les respondió: «Caballeros y amigos míos. Os declaro libres de todo vasallaje y
sometimiento a mi persona, por lo que, a mi muerte, será vuestro señor aquel a
quien elijáis». Acaba el Rey Sabio la narración de este episodio
diciendo que los caudillos macedonios solicitaron a Alejandro que allí
mismo nombrase sucesor suyo a Pérdicas.
Le digo a Zalabardo que en este
relato se observa muy claramente la dificultad de escribir la Historia de
manera objetiva ―por razones muy diversas― y que en su construcción actúan
desde la justificable ignorancia hasta los intereses más innobles que podamos
imaginar. Alfonso X, por la época en que vivió, carecía de la suficiente
y necesaria documentación y se debía servir de relatos muchas veces legendarios.
Así, en el relato alfonsino se da por segura una muerte por envenenamiento
cuando la historiografía más reciente y fiable piensa que murió víctima de
paludismo. Y ―por otra parte― se lee la magnanimidad del héroe al nombrar heredero
y la aceptación de sus caudillos cuando los estudios posteriores demuestran que
la muerte de Alejandro acarreó una dura lucha por el poder y la
decadencia del imperio macedónico.
«¿Me quieres decir ―pregunta Zalabardo― que la Historia no es creíble?». Por supuesto, le niego tal tesis. Me limito a decirle que la Historia exige una continuada y estricta revisión porque el primer relato lo hacen siempre los vencedores, los conquistadores, los colonizadores, los interesados en dejar una versión de los hechos acorde a sus intereses. Por tanto, esa primera versión nace ―casi siempre― matizada por una óptica subjetiva e interesada. Si a esto unimos los errores que puedan deslizarse por la ausencia de documentación de los hechos o por una inadecuada interpretación, el resultado final puede ser bastante desalentador. Por eso, siempre habrá que someterlo a revisión y estudio.
Me pide Zalabardo que le aclare esto
algo más, pues no acaba de entenderme. Recurro a la estricta actualidad. Por
ejemplo, el conflicto de Ucrania no lo cuenta del mismo modo un ruso que un
ucraniano; o el de Gaza no lo ve igual un israelí que un palestino. Haría falta
un distanciamiento para contar los hechos de forma desapasionada. Incluso ―en
ocasiones― el distanciamiento tiene que ampliarse. En la narración de nuestra
historia, una perspectiva sostiene que la guerra civil se inició con un golpe
de estado y derivó hacia un largo periodo de dictadura. En cambio, para otros
se inició como un necesario alzamiento salvador que se continuó con un proceso de
pacificación y modernización del país. Un análisis objetivo ―que en la
construcción de la Historia de la España del siglo XX está tardando― podría
poner reparos a ambas interpretaciones, porque no es cuestión de hablar de
buenos y malos, sino de contar fríamente la verdad y reparar cualquier
injusticia que aún no haya sido reparada.
Pero le sugiero a Zalabardo que nos
remontemos a tiempos más lejanos. ¿Cómo se nos contó en nuestros años escolares
el episodio de la Armada Invencible? Durante muchos años ha prevalecido una
visión casi romántica defendida por nostálgicos de la España imperial que
sostenía que nada se hizo mal y que las condiciones meteorológicas adversas se
confabularon contra nuestros barcos. Y en ese relato, lo que más destacaba era que
un rey abatido, Felipe II, al tener noticia del desastre, dijo
solemnemente: «Yo mandé mis barcos a luchar contra hombres, no contra los
elementos». Queda bonito, pero es mentira, ya que el rey jamás dijo tal cosa.
La historiografía seria se pone en
marcha y descubre que la frase, al parecer, se difundió a partir de que un
historiador del XIX, Modesto Lafuente, la incluyese en su monumental Historia
General de España. ¿Fue, entonces, invención suya? Siempre hay quien no
acaba de estar de acuerdo y un buen día apareció otro investigador que nos daba
la verdad fetén: que un comediógrafo, Juan Pérez de Montalbán
(1602-1638), seguidor de Lope, en su obra El segundo Séneca de
España, ponía en boca de Felipe II estas palabras: «Yo la envié
contra hombres, no contra mares y vientos». Llegados a esto, ¿qué dijo entonces
nuestro rey, si es que dijo algo? Busco y parece que no hay acuerdo, pues si en
un lugar se declara que dijo: «Pido a Dios que me lleve para sí por no ver
tanta mala ventura y desdicha», en otra parte podemos leer que dijo: «Debemos
loar a Dios por cuanto Él ha querido que ocurriera así».
Sería posible que ―tras lo que
llevamos hablado mi amigo y yo― alguien soltara lo de ¡Así se escribe la Historia!
¿Pero quién fue el autor de esta última frase? Por suerte ―le digo a Zalabardo―
existe un documento que nos lo aclara. Una carta escrita en septiembre de 1766 por François-Marie
Arouet, más recordado como Voltaire, a su amiga la Marquesa de
Deffaud. En ella le cuenta que el rey de Prusia le envió cien escudos
para socorrer a una familia necesitada y le pidió que, además, les ofreciera
asilo en Wessel, a lo que Voltaire respondió que con gusto hubiese querido
él mismo presentárselos. El rey de Prusia leyó esta respuesta en presencia del
embajador inglés, que no entendió bien lo que decía. Y esto es lo que Voltaire contaba a su amiga: «El
joven Tronchin, que no piensa que tengo ya setenta y tres años y no
puedo salir de mi casa, imagina que voy a encontrarme con el rey de Prusia y
así se lo traslada a su padre; este lo cuenta por todo Paris; y los
gacetilleros no paran de hablar del asunto. ¡Y así es como se escribe la
Historia; a ver quién se fía luego de los verdaderos historiadores!».
Esta anécdota del siglo XVIII nos vale para observar que entonces, como ahora, la prensa ya tenía predicamento suficiente para poner las bases de un relato que ―pudiera ser― algún día resultase difícil de aclarar. En Theodoros, la reciente novela de Mircea Cǎrtǎrescu, vemos este curioso caso: «Como suele ocurrir, los periodistas hurgaron en su pasado y le fabricaron una historia que, convertida en leyenda, ha resultado después difícil de verificar». ¿Podríamos estar contemplando en la España de hoy la presencia de unos medios empeñados en crear una historia que se tornará leyenda y que, más tarde, dará pie a que la gente común ponga en duda lo que los historiadores honorables nos cuenten?
1 comentario:
Perspectiva y objetividad; para ello hace falta tiempo y estudio. Me considero un buen galdosiano, prefiero la historia revelada como un relieve impreciso de una época. Cada vez creo menos en los historiadores,
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