Mi paisano Francisco Rodríguez Marín, erudito, reconocido cervantista, poeta, estudioso de la literatura popular e insigne paremiólogo, definió el refrán como «dicho popular, sentencioso y breve, de verdad comprobada, generalmente simbólico y expuesto en forma poética, que contiene una regla de conducta u otra enseñanza». Y Cervantes puso en boca de don Quijote: «Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la misma experiencia».
Como suele decirse ―viene bien aquí
echar mano del refranero― que algo tendrá el agua cuando la bendicen,
los refranes han atraído la atención de muchos estudiosos, tanto antiguos como
modernos. Apenas nadie se opone a mantenerlos en el altar en que por lo general
son colocados. Sin embargo ―le digo a Zalabardo― ninguno de los elogios que se
les aplican evita que topemos con algunos ―y no son pocos― que resultan a todas
luces contradictorios. Decimos que a quien madruga, Dios le ayuda
y, no obstante, a la vez damos por bueno que no por mucho madrugar amanece
más temprano; frente a la intención es lo que cuenta
tenemos por seguro que el infierno está lleno de buenas intenciones;
y aunque aceptamos que la cara es el espejo del alma, nadie tiene
dudas de que ―en no pocas ocasiones― las apariencias engañan. ¿Acaso
esto prueba que esa «sabiduría popular» no es tan de fiar?
Ni mucho menos. Mi amigo y yo somos fervorosos
defensores del refranero. Pero en la vida no todo el monte es orégano
y no faltan ocasiones en que se nos vuelva alcaravea. Por eso no
debe escandalizar que haya refranes no ajustados a «verdades comprobadas» ni
que más de uno no sean fruto «de la misma experiencia». Hay refranes de cuya
enseñanza se duda y que, a poco que meditemos, manifiestan más una superstición,
«creencia contraria a la razón», cuando no una superchería, «engaño o falsedad
flagrante». Por ejemplo, ¿qué experiencia sustenta la creencia del carácter
aciago de los martes? Si aplicamos lo dicho más arriba sobre las paremias
contradictorias, tenemos aquí un buen campo de análisis. Contra el martes se
alinean, entre otros muchos: En martes, ni te cases ni ye embarques;
En martes, ni tu hija cases ni tu marrano mates; Si quieres
que tu gallina buenos pollos saque, ni le pongas trece huevos, ni la eches en
martes. Aunque contra esta vulgar creencia podemos reunir otra amplia
lista en que se mantiene que tan malo puede ser el martes como cualquier otro
día: Buenos y malos martes los hay en todas partes; Cada
martes tiene su domingo; En todos los tiempos y en todas partes
hay domingos que son martes.
Le hago saber a Zalabardo que no pretendo que desarrollemos aquí un estudio de los refranes. Pero sí podríamos entretenernos un poco buscando la razón por la que se considera que el martes ha de ser más funesto que cualquier otro día. En nuestro apoyo podemos acudir a la opinión de un gran erudito del siglo XVIII, Benito Jerónimo Feijoo. En los ocho volúmenes de su Teatro crítico universal, publicados entre 1726 y 1740, y en los cinco de las Cartas eruditas y curiosas, que fueron apareciendo desde 1742 a 1760, reúne este fraile benedictino una gran cantidad de ensayos que se imponen como objetivo rebatir supersticiones y errores muy comunes en su tiempo. En uno de estos ensayos, titulado Días aciagos, se detiene precisamente en la creencia sobre el mal agüero de los martes. Con su ironía y conocimientos, desmonta la tesis de dos historiadores, Juan de Mariana y Jerónimo Zurita, que, haciendo más caso de habladurías y leyendas que de certezas históricas, defienden que se comenzó a considerar nefasto el martes porque en tal día de 1276 sufrió una derrota Jaime el Conquistador. Tiempo después, Diego Clemencín, en su edición del Quijote de 1833, incluye una nota en el capítulo X de la segunda parte en la que sugiere que esta superstición se inició a raíz de la derrota de Alfonso el Batallador en la batalla de Fraga, en 1134.
En el ensayo de Feijoo
leemos: «La observación del martes como aciago pienso que es particular a
España; pero, debajo de la generalidad de reputar tales o tales días faustos o
infaustos, es manía muy antigua y muy repetida en el mundo». Y pone como
argumento un libro, Dies geniales, del italiano Alessandro Alessandri,
que dedica un capítulo completo a explicar cómo en todas las culturas se
señalan días felices o infelices sin que exista una causa cierta que ampare tal
costumbre.
¿Cuál es la base ―me pregunta entonces Zalabardo― de que en España consideremos nefasto el martes? Le digo que eso no sucede solo en España, sino en otros muchos países y que ya mi paisano Rodríguez Marín, en Los Refranes del Almanaque, afirmaba que era una superstición de clara filiación gentílica. En efecto, tenemos que remontarnos a la mitología griega. El nombre de ese día de la semana, martes, procede de que era el dedicado a Marte, dios de la guerra, causante de violencia y conflictos. Creyentes griegos y romanos de la influencia de los dioses en la vida cotidiana, el martes no se consideraba día adecuado para bodas, actividades o negocios que requerían buenos augurios.
¿Y por qué se asocia también este
día con el número trece? En este caso ―le digo a Zalabardo― hay una relación estrecha
entre superstición y religión. Una tradición sin fundamento sostiene que Cristo
fue crucificado un día 13; en la última cena eran 13, y este puesto
correspondió a Judas, el apóstol traidor; en el capítulo 13 del Apocalipsis
se habla del Anticristo y de la bestia de trece cabezas; en la Cábala,
son 13 los espíritus malignos; en la mitología vikinga, al banquete de Valhala
acuden 13 dioses y este puesto corresponde a Loki, dios
traicionero y caótico…
Feijoo escribe en el ensayo citado acerca de la
naturaleza aciaga del martes: «Lo peor no está en que esta observación es falsa
sino que sobre todo es supersticiosa, y lo mismo digo de la observación de otro
cualquier día, o de la semana o del año, como fausto o infausto, y asimismo
como apto o inepto para que alguna operación o diligencia tenga buen efecto […]
Es supersticioso observar qué tiempo, verbigracia, si lluvioso o sereno, hizo
en los días de San Vicente, San Urbano y de la conversión de San Pablo, para
colegir de ahí si la cosecha será buena o mala». Le pregunto a Zalabardo si
sabe que Feijoo ―el del siglo XVIII, no el de ahora― fue denunciado ante
la Inquisición por sus ideas renovadoras y que se salvó gracias a una
pragmática de Fernando VI en la que se declaraba que las obras del benedictino
eran «del agrado de su real majestad».
Zalabardo se ríe y me dice que, por lo que le cuento, parece que nunca han faltado manos blancas que no reparan en la suciedad propia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario