Si hay algo peor que la censura, no cabe duda de que es la autocensura. Nos enterábamos Zalabardo y yo hace unos días de que Ann Telnaes, caricaturista estadounidense, Premio Pulitzer de Caricatura Editorial en 2001, ha dimitido de su puesto en The Washington Post porque le han censurado una viñeta en la aparecían Jeff Bezos, dueño del diario y de Amazon, Mark Zuckerberg, dueño de Meta/Facebook, y otros grandes magnates arrodillados ante Donald Trump y ofreciéndole donaciones para su campaña.
Zalabardo, que tiene una memoria más
fiable que la mía, me recordó que, siendo presidente del Gobierno Mariano
Rajoy, en mayo de 2018, durante una visita a Valencia en que fue abucheado
por un grupo de pensionistas, Carmen Martínez de Castro, Secretaria
de Estado de Comunicación, sin observar que estaba siendo grabada,
comentó al Presidente: «¡Qué ganas de hacerles un corte de mangas de cojones y
decirles: ‘Pues os jodéis’!». Muy poco después, la Editora de Informativos de TVE
en Valencia, Arantxa Torres, dimitió porque le censuraron la grabación y
no le permitieron emitirla en la cadena pública.
Telnaes y Torres son
ejemplos de periodistas que tienen la dignidad de dimitir de un trabajo antes
que dejar que sus superiores amordacen su libertad de expresión, opinión y
actuación y censuren un trabajo con el que los dejan en evidencia. No son muy
frecuentes estos casos. A muchos les cuesta mantener la rectitud y no dudan en
decir ―como Groucho Marx―: «Si no le gustan mis principios, no se
preocupe, tengo otros» y no se ruborizan al ponerse ellos mismos la mordaza.
También resulta fácil comprobar cómo hoy en muchos medios ya no se recurre a la
censura porque se considera más efectiva la información sesgada.
Hablando de estos casos, no podemos olvidar que Darío Villanueva, director de la RAE entre 2014 a 2018, escribió en 2021 Morderse la lengua, un libro en que denunciaba cómo en nuestra sociedad se ha ido instalando la desinformación, sobre todo recurriendo a dos técnicas mendaces: la corrección política y la posverdad. Si la primera pudo en sus inicios ser digna de elogio, pues pretendía evitar el lenguaje que pudiese ser ofensivo, excluyente y marginador hacia grupos desfavorecidos, ha terminado, por desgracia, convirtiéndose en recurso para callar lo que pueda ser interpretado como ofensivo por cualquiera. Y la posverdad es la distorsión de la realidad ―dirigiéndose a las creencias y emociones antes que a la razón― manipulándola con el fin de influir en la opinión pública mediante la creación de lo que cínicamente llaman verdades alternativas.
De morderse la lengua
es tal vez de lo que hablaba Mariano José de Larra en su durísimo
artículo contra la censura Lo que no se puede decir no se debe decir,
publicado en octubre de 1835: «…Voy a escribir ya; pero llego a este párrafo y
no escribo. Que no es injurioso, que no es libelo, que no pongo anagrama. No
importa, puede convencerse el censor de que se alude, aunque no se aluda. ¿Cómo
haré, pues, que el censor no se convenza? Gran trabajo: no escribo nada…»
Este afán censor reina hoy por todas
partes. En multitud de actuaciones ―artísticas, sociales, comunicativas―
siempre hay quien encuentra razones ideológicas, religiosas o políticas para
sentirse ofendido y pedir la supresión, incluso la condena penal, de lo que no
le gusta. La gran paradoja es que este ataque a la libertad de expresión se
hace, precisamente, amparándose en el argumento de la libertad de expresión.
Los censores intolerantes no se dan cuenta ―o aunque se den no hacen caso― de
que las creencias y los sentimientos propios no tienen por qué coincidir con
los de los demás. Y que es posible que esos sentimientos que se consideran
ofendidos podrían ser causa de ofensa para otros sentimientos distintos.
Así, morderse la lengua
ha llegado a ser una locución que en nuestro idioma significa ‘contenerse al
hablar, callando aquello que se quisiera decir’. También tenemos un refrán, En
boca cerrada no entran moscas, con el que manifestamos la ‘utilidad de
estar callado, pues el silencio excusa de muchas necesidades’. A propósito de
este refrán, le cuento a Zalabardo cuál podría ser su origen, que no tiene que
ver con lo que hoy entendemos. Se dice que, en el siglo XVI, hizo una visita a
Calatayud el emperador Carlos I, que padecía prognatismo ―esa
deformación del maxilar inferior que lo hace que mantenerse más adelantado que
el superior, lo que obliga a estar con la boca semiabierta―. Un labriego que se
le acercó le dijo: «Cerrad la boca, majestad, que las moscas de este reino son
traviesas».
Hoy abundan quienes pretenden que nos mordamos la lengua, quienes ―sin la ironía del labriego― nos incitan a mantener cerrada la boca. Persiguen tal cosa ―Zalabardo me hará ver que se ha dicho un poco más arriba― quienes buscan coartar nuestra libertad de expresión haciendo cuanto esté en sus manos para implantar, desvergonzadamente, la suya. Zalabardo sabe que no soy defensor de la tesis que sostiene que, en una reunión, no debe hablarse de política, ni de religión, ni de fútbol. ¿De qué hablamos, entonces, si somos animales políticos, si desde el comienzo de la humanidad preocupa el sentimiento religioso, si el fútbol es el deporte más extendido y el que mayor cantidad de público atrae? Podríamos preguntarnos de qué política, de qué religión, de qué fútbol desean que no hablemos. ¿Vamos a vivir toda la vida mordiéndonos la lengua? ¿Mantendremos permanentemente cerrada la boca ―aunque no padezcamos de prognatismo― mientras los más intolerantes lenguaraces son las moscas que revolotean ―amparados en su poder y sus riquezas― intentando que nos dobleguemos ante las reglas que ellos inventan?
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