sábado, abril 05, 2025

EL ESPETO Y LA PAELLA

 

Hablo con Zalabardo sobre las maneras de que se vale la lengua para crear nuevas palabras o significados. Existe en la retórica un recurso o figura llamado tropo que consiste simplemente en un desvío ―así lo califica el Diccionario de Lingüística, de Jean Dubois― del sentido de una palabra. Es decir, tenemos un tropo cuando se produce un desplazamiento significativo y utilizamos una palabra con un sentido que, inicialmente no le corresponde. Lo que ocurre es que ―por múltiples razones― a veces un tropo se fosiliza y deja de ser un simple recurso ―más o menos decorativo― para incorporarse a la lengua como nuevo elemento.

            Quizá el tropo por excelencia sea la metáfora, que identifica dos términos que, aun siendo distintos, aceptamos utilizar el uno por el otro para reforzar lo que deseamos decir. Por eso, cuando empleamos estrellas en lugar de ojos o llamamos asno a una persona, entramos en el juego de elogiar esa parte de la anatomía o de hacer patente la torpeza de una persona.

            Otro tropo notable es la metonimia, que aparece cuando entre las cosas significadas por las palabras intercambiadas se da una relación bastante directa. Si hablamos de tomar una copa, sabemos que usamos continente por contenido; si de comprar una bella porcelana, sabemos que la palabra que designa una materia la usamos para significar el objeto que con ella se crea. Y así sucesivamente.

            Pero ―como le he dicho a Zalabardo―, hay tropos, en este caso metonimias, que se fosilizan y sobrepasan lo que sean puros efectos lingüísticos para adquirir una dimensión diferente. Eso es lo que ocurre con espeto y con paella. Hablar de la costa malagueña y parte de la occidental granadina es casi imposible si no sale a relucir el espeto. Y, para muchos extranjeros, hablar de Valencia ―y por extensión del resto de España― no es posible si no aparece la paella.

            Sin embargo, ni el espeto ni la paella son lo que en sus orígenes se entendía por tales términos. Si acudimos al más clásico de nuestros diccionarios, el Tesoro de la lengua castellana o española (1611), de Sebastián de Covarrubias, leemos que el espeto no es otra cosa que el hierro con que se ensarta o atraviesa la carne para asarla en el fuego. Por su función y tamaño, al espeto se le llamó también espada; se hablaba de espetar al hecho de atravesar la carne con el asador y de espetera para referirse al vasar donde se cuelgan los espetos cuando no se usan.



            Y si vamos a paella, nos llevamos la sorpresa de que no es palabra castellana. Covarrubias habla de padilla, palabra derivada de la latina patella, ‘plato pequeño’, que en Castilla pasó a designar una sartén pequeña, baja y con asas. Pero esa palabra latina, en valenciano dio paella, que es el actual recipiente, sartén no ya necesariamente pequeña, de poco fondo y con asas.

            La situación actual es que la paella ha pasado a designar la modalidad de preparar el arroz en ella porque lo que en principio se cocinaba, según se observa en libros de cocina era arroz en paella. Y esa receta tenía su manera estricta de ser preparada, los ingredientes, el tiempo y el modo preciso de preparación. Hoy, en cambio, cualquier modalidad imaginable de esa receta ―y hay algunas horribles― recibe el nombre de paella y el recipiente en que se prepara ha pasado a ser la paellera, palabra de nuevo cuño que sustituye a la original.

            Algo semejante ―le digo a Zalabardo― ocurre con el espeto que, al menos en esta zona mediterránea del mar de Alborán, ha pasado a ser ‘conjunto de sardinas atravesadas con una caña y alineadas convenientemente para ser asadas’. Los cambios no son banales, no se reducen a una simple metonimia, sino que hay mucho más. Por lo pronto, al primitivo pincho para ensartar la carne, en el caso de asar sardinas ya nadie llamará espeto, sino caña, porque es inconcebible que se use cualquier material que no sea este, una caña de las que tanto abundan en las riberas.

            La caña exige su preparación. En realidad, lo que se emplea es media caña, de entre 30-50 centímetros de longitud, que se talla a modo de lanceta y se le desbastan los bordes. La razón de que se emplee caña en lugar de metal se debe al modo de resistencia de este material al calor y, además, a que, teniendo esta caña forma semicilíndrica, su curvatura crea un efecto chimenea que ayuda a asar mejor el interior de la sardina.



            En el caso que le comento a Zalabardo llama la atención el amplio campo semántico aparecido. Por un lado, tenemos que para ese conjunto de sardinas asada existen dos términos, espeto y espetón, aunque el primero sea más común. Y para la operación de asar el espeto existe el nombre de moraga que, a su vez, sirve también para designar la reunión festiva nocturna que tiene lugar en la playa y cuyo fin principal es comer espetos. Por fin, hay otros dos términos: espetero y amoragador, que, aunque en ocasiones se confundan, designan funciones diferentes. El espetero es la persona que prepara el espeto, que ensarta las sardinas y las deja dispuestas para asar; en cambio, el amoragador es la persona que tiene como función asar esos espetos ya preparados.