sábado, abril 26, 2025

AL TORO, QUE ES UNA MONA

 

No pasan los espectáculos taurinos por buen momento. Muchas son las voces que gritan contra ellos y solicitan su desaparición. El argumento en que se apoyan los detractores ―el de la crueldad contra un animal― tal vez sea el de mayor peso, pero es el único. Zalabardo y yo nos consideramos amantes de los animales y no somos especiales admiradores de los espectáculos taurinos. Sin embargo, y sentado lo anterior, creemos que hay algo que no cuadra del en esta actitud prohibicionista.

            Tenemos la sensación ―que es casi certeza― de que en nuestra sociedad reina una fuerte tendencia ―que no sé cómo calificar― a organizar y difundir en las redes campañas contra todo aquello que no nos gusta, con el único objetivo de alcanzar su prohibición. Pedimos que se prohíban ―porque no se ajustan a nuestro modo de pensar― películas, espectáculos teatrales, conciertos, libros… Lo peor de todo en esta fiebre prohibicionista es la falta de coherencia, porque dejamos de ser conscientes de que aquello cuya desaparición solicitamos no difiere mucho de otras cosas que ―al mismo tiempo― defendemos con tenacidad.

            Muchos antitaurinos no consideran maltrato animal los toros de fuego ni los correbous, así como son muchos los animalistas que no se oponen a la tenencia de mascotas exóticas, animales silvestres, a los que se saca de su hábitat natural ―serpientes, aves, tortugas…― cuyo maltrato se multiplica no solo por esto sino cuando, pasado el capricho de tenerlas, se nos vuelven incómodas y las abandonamos lejos del lugar que les correspondería. Lo que crea, además, un peligro para las especies autóctonas. Me recuerda Zalabardo una canción de Cuco Sánchez que oíamos de pequeños en la voz de Miguel Aceves Mejía, Grítenme piedras del campo, en la que se decía: «Soy como pájaro en jaula […]. Aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión». Por esa y más razones, ni Zalabardo ni yo somos partidarios de tener animales en casa, porque les robamos su libertad.


            Pero le digo a Zalabardo que nos estamos separando de la cuestión, pues lo que pretendo en este apunte no es una defensa de la tauromaquia ni hablar del maltrato animal. A fin de cuentas, el asunto de la prohibición de corridas de toros no es algo de ahora ni cosa de unos cuantos. El Concilio de Trento, las Cortes de Valladolid de 1555, las Cortes de Madrid de 1567, el papa Pío V en 1567, Felipe V en 1740, Fernando VI en 1754, Carlos III en 1790… ―se podría seguir― se pronunciaron a favor de la prohibición. Y en este juego alternante entre de abolición y permisividad, los espectáculos taurinos han seguido adelante.

            Porque lo que aquí me interesa ahora ―aviso a mi amigo― no es el espectáculo en sí, sino la fuerza con que el lenguaje taurino ha venido calando en todas las facetas de la vida cotidiana. Nuestra lengua se halla plagada de términos y expresiones que proceden del léxico taurino y utilizamos con naturalidad. Por ejemplo, la que da título a este apunte: Al toro, que es una mona. Con esta frase se anima a una persona a enfrentar una tarea de la que se supone que ha de salir fácilmente triunfador. ¿Y cuál es su origen? Hubo un tiempo en que a los toros que carecían del trapío suficiente y no parecían peligrosos se les llamaba despectivamente monas. Y los apoderados y subalternos del torero lo animaban a que aprovechara la coyuntura y se empleara a fondo, porque poco era el riesgo que correrían.

            Pero hay muchos más ejemplos. Cuando alguien critica la actuación de otra persona desde una posición de privilegio y sin que sobre él recaiga ninguna responsabilidad ni redunde ningún daño, se le responde que es fácil ver los toros desde la barrera. Prestar ayuda a alguien para sacarlo del apuro en que se encuentra decimos que es echarle un capote. Si fracasamos en el momento de enfrentarnos con alguien en un debate o no conseguimos convencerlo con nuestros argumentos, hemos pinchado en hueso. Tras una actividad fatigosa en la que hemos perdido muchas energías, quedamos para el arrastre. Y cuando nos dejamos envolver en un debate que no nos interesa llevados por mañas de un oponente, decimos que hemos entrado al trapo.

            ¿Y cuál es la razón de que frente a una situación que nos resulta excesivamente enojosa y grave digamos que la cosa pasa de castaño oscuro? Hay afirmaciones ―sabido es― que aunque se acepten de manera generalizada como válidas no siempre pueden darse por ciertas. Así, nadie sostiene como verdadero el refrán que dice que tiempo pasado, siempre loado. Pues eso sucede con lo de castaño. Es creencia que los toros de este pelo son especialmente bravos y peligrosos, por lo que hay que andarse con cuidado frente a ellos. Y cuanto más castaños sean ―es decir, pasen de castaño oscuro―, mayor será su peligrosidad.

            Pero de cuantas expresiones voy mencionando, a Zalabardo le atrae una de manera especial: Coger el toro por los cuernos. Cualquier diccionario nos indica que con ella se alude a la acción de enfrentarse resueltamente con una dificultad. El significado le queda claro, pero ya no tanto cuál sea la relación que la locución tiene con el espectáculo taurino. Le tengo que explicar que yo conocí su origen leyendo la Tauromaquia o arte de torear de José Delgado Guerra, Pepe-Hillo. Junto con Costillares y Pedro Romero, Pepe-Hillo (1754-1801) pasa por ser uno de los toreros que contribuyó a fijar las reglas y estilo con que discurre una corrida de toros.


            En el libro citado, Pepe-Hillo habla de una suerte ―cada uno de los lances que se practican en una corrida― llamada suerte de mancornar. Este lance ―que dejó de practicarse hace muchos años― según el Vocabulario taurómaco, publicado en 1880 por Leopoldo Vázquez Rodríguez, es la «suerte que se ejecuta colocándose frente al animal, citándole, y al llegar se le hace un cuarteo, se coloca el diestro de costado, y al mismo tiempo de hacer un empuje sobre el brazuelo, se agarra el cuerno derecho con la mano derecha y el izquierdo con la mano izquierda, apretando de fuera adentro, hasta poder derribar la res».

            Lo que no he logrado saber ―aunque esto tenga poco que ver con la mona del principio― es por qué se llama así, mona, a la protección metálica articulada que lleva el picador en su pierna derecha. Pepe-Hillo, en el libro citado, dice de tal protección ―que en su origen era mucho más pequeña que la actual― que el primero en utilizarla fue don Gregorio Gallo, razón por la que recibió el nombre de gregoriana. Sin embargo, más tarde perdería este nombre para pasar a llamarse mona, como se conoce en la actualidad.

sábado, abril 19, 2025

QUIZÁ LOS DOS NOS EQUIVOQUEMOS


Me pregunta Zalabardo si me he percatado de lo difícil que resulta escuchar a alguien reconocer que ha errado al opinar sobre alguien o al sostener una conducta improcedente. Da igual su nivel social o la función que desempeñe. Y hablando de esa manera de proceder, sacamos a relucir dos historias que reflejan la diferencia de talante que en sus protagonistas se encuentra.

            La primera es una anécdota acaba con la frase Quizá los dos nos equivoquemos, que unos aplican a un enfrentamiento entre Jacinto Benavente y Valle-Inclán y otros al de Voltaire y el fisiólogo suizo Albrecht von Haller. Sucediesen o no ―aunque eso importe poco para lo que hablamos mi amigo y yo― la verdad es que su origen hay que buscarlo en un cuentecito de Juan de Timoneda (siglo XVI) recogido en Sobremesa y alivio de caminantes. Se habla en él de un tejedor y un sastre que, habiendo sido amigos, acabaron por enemistarse. Pero mientras el tejedor seguía hablando bien del sastre, este no hacía sino maldecir del tejedor. Una señora conocedora de la situación preguntó al tejedor cómo, si el otro solo decía maldades de él, le respondía de una manera totalmente contraria, a lo que el tejedor contestó: «Quizá mintamos los dos».

        La otra historia la sacamos de Las mocedades del Cid, drama de un casi contemporáneo suyo, Guillén de Castro. Tras haber ofendido el conde Lozano ―padre de Jimena― a Diego Laínez ―padre del Cid―, en una conversación que mantiene con Per Ansures, el conde dice que siempre hay que mantener una opinión que sea honrada, pero que, si por acaso fuese errada, lo que procede es «defendella y no enmendalla».

            En el primer caso ―le digo a Zalabardo―, el tejedor admite que los dos pueden estar errados en su proceder y ninguno acierte en lo que dice, pues tal vez su contrincante no sea merecedor de las palabras que le dedica ni él de las que recibe. La respuesta, si meditamos sobre ella, está cargada de ironía, pero ―y esto es importante― parte del principio de que todos podemos equivocarnos.

            En el segundo caso, en el conde Lozano se advierte una gran dosis de soberbia. Si bien parte de una verdad incontestable, que debemos procurar que nuestra opinión sea honrada para, con ella, acertar en lo principal, la conclusión no puede ser más cínica, pues sostiene que, si por el contrario uno ha errado, hay que sostener el error hasta sus últimas consecuencias.

            Le surge la duda a Zalabardo sobre si ese defendella y no enmendalla puede ser equiparable a otras expresiones como no dar el brazo a torcer o mantenerse en sus trece. Le doy a mi amigo una respuesta «a la gallega», pues sin dar por buena la similitud, tampoco se la niego. Naturalmente, eso me exige tener que explicarme, ya que la realidad es que tanto una como otra expresión tienen más de una interpretación.



            Dar el brazo a torcer
parece ―según todos los indicios― ser expresión muy antigua, nacida de un tipo de competición o entretenimiento, pulsear o echar un pulso, que consiste en probar dos contrincantes su fuerza, cogiéndose de la mano y apoyando el codo sobre una superficie firme, hasta conseguir que uno de ellos abata ―haga torcer― el brazo del otro. De aquí surgió que dar el brazo a torcer es «rendirse o desistir de un dictamen o propósito». Y la forma negativa, no dar el brazo a torcer, significó en los inicios, «resistir, no rendirse ante la fuerza de otro», para, más tarde, pasar a significar, «mantenerse obstinadamente en una opinión, sin desdecirse de ella». En este segundo caso, coincidiría con defendella y no enmendalla, pero no en el primero.

            Mantenerse en sus trece, sin embargo, ofrece mayores dificultades de interpretación, puesto que se le señalan tres orígenes diferentes. Una de las tesis que se mantienen es que mantenerse en sus trece tiene su origen en el momento en que ―en España― se exige la conversión de los judíos. Esto suponía abjurar de los trece principios básicos del judaísmo que ya había expuesto Maimónides. Quien no renegaba de su fe, es decir, se mantenía en sus trece, se exponía a la expulsión e incluso a la muerte. Por ello, mantenerse en sus trece es «persistir en algo, mantener a todo trance una opinión». Bien mirado, era una actitud equiparable a la de los antiguos cristianos que se mantenían firmes cuando se le pedía renunciar a su fe. Otra tesis defiende que el dicho procede de un juego de naipes, la escoba o el quince, en el que había que ir reuniendo cartas hasta aproximarse lo más posible a los quince puntos, pero sin pasarse. Como el juego actual de las siete y media. Quien se mantenía en sus trece renunciaba a coger más cartas por considerar suficiente trece puntos y por miedo a pasarse. Según esto, la expresión podría ser señal de «cautela, miedo o prudencia ante la posibilidad de perder lo que se tiene».



            Y, por fin, hay una tercera opinión. A la muerte del papa Gregorio XI, en 1378, los cardenales estaban profundamente divididos en tres facciones ―los lemosinos, los galicanos y los romanos―. Convocado el cónclave, surgió el temor de que pudiese salir elegido un papa no italiano. Para evitar tal supuesto, no esperaron la llegada de los cardenales que estaban en la corte de Aviñón y eligieron a Urbano VI, lo que precipitaría el Cisma de Occidente. Como reacción, los cardenales menospreciados eligieron al español Pedro Martínez de Luna ―el papa Luna― que asumió el papado como Benedicto XIII. Hubo un largo proceso en el que la Iglesia buscó la reunificación. Las opciones de solución contemplaban que Luna renunciase, de lo que en algunos momentos se mostró partidario. Pero, al final, siempre se negaba y se obstinaba en mantenerse en el puesto. Incluso condenado y declarado antipapa, terminó por refugiarse en Peñíscola, donde vivió hasta su muerte sin renunciar jamás al papado. Por su nombre, Benedicto XIII, se dice que surgió la expresión mantenerse en sus trece para significar «persistir de forma obstinada en un error u opinión». Esta tercera es la que más se parece a la actitud del conde Lozano.

            Me pregunta Zalabardo cuál de esas tesis tiene mayor verosimilitud y le contesto que no lo sé, aunque le sugiero que él se acoja a la que mejor le parezca. Me pregunta, luego, si creo que hoy hay mucha gente a la que le cuadre este persistir tozudamente en el error manteniéndose en sus trece. Le hago otra sugerencia: que mire detenidamente a su alrededor, porque podrá encontrar ejemplos entre empresarios, políticos, jueces, comunicadores… Quizá más de lo que sería deseable. 

sábado, abril 12, 2025

TIRAR DE LA MANTA Y DESCUBRIRSE EL PASTEL

 

Pudiera pensar alguien que en estos apuntes cito reiteradamente a mi paisano Francisco Rodríguez Marín, pero es que, en lo que se refiere a los temas que con frecuencia trato, es una autoridad no solo nacional, sino internacional. Otra figura de gran talla, Antonio Machado Álvarez, Demófilo, padre los poetas, dice en una introducción a la monumental Cantos populares españoles (1883), que es «la [obra] de más importancia nacional que actualmente se publica en la península». Pues bien, entre esos cantos aparece uno que dice: «Tú me estás dando lugar / de que eche la capa al toro / y que tire de la manta / y que se descubra todo», cantar que más tarde volvía a citar Melchor de Paláu en su libro Cantares populares y literarios, publicado en Barcelona en 1900. Traigo aquí ese cantar porque Rodríguez Marín le añade una nota en la que dice que tirar de la manta significa ‘descubrir, revelar lo que está oculto’, añadiendo como prueba estos versos de otro cantarcillo: «Tiró el diablo de la manta / y se descubrió el pastel». Se unen ahí dos locuciones aparentemente diferentes, pero que significan lo mismo: ‘poner al descubierto algo que antes no se sabía’, aunque el diccionario académico dice de la primera que lo que se hace público ‘es algo escandaloso’.

            Como Zalabardo me hace notar que muy poca gente habrá que no sepa el significado de dichas locuciones, me veo obligado a responderle que, siendo verdad lo que me dice, traigo aquí el asunto por la sencilla razón de que extraña que Rodríguez Marín considere preciso utilizar esa nota aclaratoria. Hacerlo ―le digo a mi amigo― tal vez responda a que consideraba que la locución, aun siendo antigua, podía haber adquirido un sentido nuevo respecto al original. La explicación a todo ello, supongo, podría estar en que ya para esa época ―finales del siglo XIX y principios del siglo XX― los hablantes tuvieran dudas acerca de la manta de que se tira o del pastel que se descubre. Porque para el común de los hablantes la manta es la ‘pieza de lana, algodón u otro material, de forma rectangular, que sirve de abrigo en la cama’ y el pastel es ‘cualquier tarta, bizcocho o dulce’.

            Pero no siempre fue así. El andaluz Nebrija, en diccionario de 1495, traduce el término latino aulaeum como manta de pared, que se corresponde con lo que hoy llamaríamos tapiz. Y en el Diccionario de autoridades, de 1737, entre los significados de manta encontramos el siguiente: ‘cubierta que para el abrigo se pone en la pared, como los paños de corte u otros’. ¿Tiene esto algo que ver con tirar de la manta? Pues sí y, además, con la situación de los judíos en España desde que los Reyes Católicos decretaron la expulsión de quienes no se convirtieran al cristianismo. Muchos judíos emigraron hacia tierras del norte, donde existía mayor tolerancia.



            Pasado un tiempo, esta tolerancia fue decayendo y los judíos se vieron forzados a convertirse. Aquí surgen entonces dos teorías en torno a qué hay que pensar que sea la manta. Una dice que, para preservar la pureza de sangre de los cristianos viejos, se ordenó hacer un censo de judíos conversos, con el fin de evitar los matrimonios mixtos. Estas nóminas que daban cuenta de quiénes tenían una ascendencia judía quedaba reflejada en mantas ―las que Nebrija llamó de pared― que se colgaban en lugares visibles de los templos. Se cita como una de las más conocidas la llamada Manta de Tudela, colocada en una pared de la Capilla del Perdón de su Catedral.

            La otra teoría ―que implica también a los judíos― se asocia con el sambenito o manta que la Inquisición imponía a los condenados por judaísmo, en la que quedaba reflejado su «delito». Cuando se consideraba que había cumplido su castigo, el antiguo judaizante entregaba su manta o sambenito a una iglesia, que iba componiendo un tapiz con estos lienzos. Se dice que llegó un tiempo en que se consideró procedente tapar estas mantas o sambenitos con una manta (de pared) mayor. Esto hacía que, si alguien quería conocer quiénes pertenecían al linaje de un condenado por la Inquisición, tuviese que destapar o tirar de la manta para conocer lo que la vergüenza ocultaba.

            Aunque nada tenga que ver con esta historia, le digo a Zalabardo que, en algunos países de América del Sur sigue usándose la palabra manta como ‘tela larga y rectangular en la que se pintan eslóganes y mensajes comerciales.

            «¿Y qué relación tiene esto con descubrirse el pastel?», me pregunta Zalabardo. Le cuento a mi amigo la curiosa historia que ha llevado a esta locución a significar ‘hacer público y manifiesto algo que se procuraba ocultar o disimular’. Y es que pastel, en un principio era una ‘composición de masa de harina, manteca y carne picada que se hace formando una caja de dicha masa y poniendo en ella la carne, se cubre con otra masa más delicada, que llaman hojaldre’. Aquellos pasteles se correspondían más con lo que hoy llamamos empanadas, pues, para los actuales, la palabra común era confite, de donde procede confitería.



            La literatura del siglo XVII está llena de alusiones a estos pasteles. Concretamente sobre los llamados pasteles de a cuatro, Fernando Cabo Aseguinolaza, en nota a una edición de La vida del Buscón, de Quevedo, comenta la mala fama que arrastraban por admitir en sus rellenos, aparte de carne de ínfima calidad, moscas, cabellos o cualquier otra materia inmunda. Incluso en tono burlesco se los acusaba de que en ellos se utilizase carne humana. En el capítulo cuarto del libro segundo de esta novela, asistimos a una escena entre cómica y macabra: «…después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con su réquiem aeternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes». Alonso Ramplón, verdugo de Segovia y tío de Pablos, le dice después de haber abierto un pastel y descubrir la calidad de su relleno, que aquella carne pudo pertenecer a su padre, recién ajusticiado.

            Esta anécdota aclara que solo levantando la tapa de hojaldre del pastel era posible cerciorarse de su calidad, o sea, que había que descubrir el pastel para conocer lo que ocultaba en su interior, del mismo modo que solo levantando la manta ―o tirando de ella― se podía tener seguridad del linaje de alguien. Todo lo anterior explica que hoy, si queremos hacer pública la vergonzosa conducta de alguien lo amenacemos con tirar de la manta; o que, si algo que se pretende mantener oculto sale a la luz, digamos que se ha descubierto el pastel.

sábado, abril 05, 2025

EL ESPETO Y LA PAELLA

 

Hablo con Zalabardo sobre las maneras de que se vale la lengua para crear nuevas palabras o significados. Existe en la retórica un recurso o figura llamado tropo que consiste simplemente en un desvío ―así lo califica el Diccionario de Lingüística, de Jean Dubois― del sentido de una palabra. Es decir, tenemos un tropo cuando se produce un desplazamiento significativo y utilizamos una palabra con un sentido que, inicialmente no le corresponde. Lo que ocurre es que ―por múltiples razones― a veces un tropo se fosiliza y deja de ser un simple recurso ―más o menos decorativo― para incorporarse a la lengua como nuevo elemento.

            Quizá el tropo por excelencia sea la metáfora, que identifica dos términos que, aun siendo distintos, aceptamos utilizar el uno por el otro para reforzar lo que deseamos decir. Por eso, cuando empleamos estrellas en lugar de ojos o llamamos asno a una persona, entramos en el juego de elogiar esa parte de la anatomía o de hacer patente la torpeza de una persona.

            Otro tropo notable es la metonimia, que aparece cuando entre las cosas significadas por las palabras intercambiadas se da una relación bastante directa. Si hablamos de tomar una copa, sabemos que usamos continente por contenido; si de comprar una bella porcelana, sabemos que la palabra que designa una materia la usamos para significar el objeto que con ella se crea. Y así sucesivamente.

            Pero ―como le he dicho a Zalabardo―, hay tropos, en este caso metonimias, que se fosilizan y sobrepasan lo que sean puros efectos lingüísticos para adquirir una dimensión diferente. Eso es lo que ocurre con espeto y con paella. Hablar de la costa malagueña y parte de la occidental granadina es casi imposible si no sale a relucir el espeto. Y, para muchos extranjeros, hablar de Valencia ―y por extensión del resto de España― no es posible si no aparece la paella.

            Sin embargo, ni el espeto ni la paella son lo que en sus orígenes se entendía por tales términos. Si acudimos al más clásico de nuestros diccionarios, el Tesoro de la lengua castellana o española (1611), de Sebastián de Covarrubias, leemos que el espeto no es otra cosa que el hierro con que se ensarta o atraviesa la carne para asarla en el fuego. Por su función y tamaño, al espeto se le llamó también espada; se hablaba de espetar al hecho de atravesar la carne con el asador y de espetera para referirse al vasar donde se cuelgan los espetos cuando no se usan.



            Y si vamos a paella, nos llevamos la sorpresa de que no es palabra castellana. Covarrubias habla de padilla, palabra derivada de la latina patella, ‘plato pequeño’, que en Castilla pasó a designar una sartén pequeña, baja y con asas. Pero esa palabra latina, en valenciano dio paella, que es el actual recipiente, sartén no ya necesariamente pequeña, de poco fondo y con asas.

            La situación actual es que la paella ha pasado a designar la modalidad de preparar el arroz en ella porque lo que en principio se cocinaba, según se observa en libros de cocina era arroz en paella. Y esa receta tenía su manera estricta de ser preparada, los ingredientes, el tiempo y el modo preciso de preparación. Hoy, en cambio, cualquier modalidad imaginable de esa receta ―y hay algunas horribles― recibe el nombre de paella y el recipiente en que se prepara ha pasado a ser la paellera, palabra de nuevo cuño que sustituye a la original.

            Algo semejante ―le digo a Zalabardo― ocurre con el espeto que, al menos en esta zona mediterránea del mar de Alborán, ha pasado a ser ‘conjunto de sardinas atravesadas con una caña y alineadas convenientemente para ser asadas’. Los cambios no son banales, no se reducen a una simple metonimia, sino que hay mucho más. Por lo pronto, al primitivo pincho para ensartar la carne, en el caso de asar sardinas ya nadie llamará espeto, sino caña, porque es inconcebible que se use cualquier material que no sea este, una caña de las que tanto abundan en las riberas.

            La caña exige su preparación. En realidad, lo que se emplea es media caña, de entre 30-50 centímetros de longitud, que se talla a modo de lanceta y se le desbastan los bordes. La razón de que se emplee caña en lugar de metal se debe al modo de resistencia de este material al calor y, además, a que, teniendo esta caña forma semicilíndrica, su curvatura crea un efecto chimenea que ayuda a asar mejor el interior de la sardina.



            En el caso que le comento a Zalabardo llama la atención el amplio campo semántico aparecido. Por un lado, tenemos que para ese conjunto de sardinas asada existen dos términos, espeto y espetón, aunque el primero sea más común. Y para la operación de asar el espeto existe el nombre de moraga que, a su vez, sirve también para designar la reunión festiva nocturna que tiene lugar en la playa y cuyo fin principal es comer espetos. Por fin, hay otros dos términos: espetero y amoragador, que, aunque en ocasiones se confundan, designan funciones diferentes. El espetero es la persona que prepara el espeto, que ensarta las sardinas y las deja dispuestas para asar; en cambio, el amoragador es la persona que tiene como función asar esos espetos ya preparados.