Don Quijote vela sus armas, por G. Doré |
Son
muchas las ciudades y los lugares cuya geografía nos sabemos de memoria aun sin
haber transitado por ellas más que a través de los libros: Yonville, Guermantes,
Mágina…
Zalabardo
sabe de mi ya antigua ansia por pisar los caminos que presenciaron las correrías
de
don Quijote. A mi recuerdo acude un momento ya lejano, de hace
cincuenta años, en que, después de leer La ruta de Don Quijote, de Azorín, me encontré diseñando sobre un
folio el camino seguido por el caballero desde que, sin dar parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le
viese, una mañana, antes del día, que era uno de los más calurosos del mes de
julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral
salió al campo (Don Quijote, parte I, cap. 2). ¿Con qué intención hacía
aquello? Por supuesto, con la de recorrerlo.
Ruta trazada por Tomás López en 1765 |
Es
costumbre inveterada mía guardar muchos papeles, que dejo metidos en carpetas,
en libros, en cajones… Pero por más que he buscado aquel mapa que entonces
tracé, para incluirlo en este apunte, no he conseguido hallarlo. O lo he roto
en uno de esos trances de limpieza que a uno le entran de vez en cuando o anda
tan extraviado que no logro dar con él. Porque, ahora sí, aprovechando que
estamos en el cuarto aniversario de la publicación de la segunda parte de la
novela, y antes de que la edad me lo impida, me he propuesto hacer la ruta
de don Quijote.
No
voy a decir que yo aprendiera a leer con el Quijote. Mentiría, pero
no incurro en falsedad si digo que leyéndolo (son varias las lecturas completas
que del libro he hecho y con frecuencia vuelvo a alguno de sus capítulos) he ido
aprendiendo muchas cosas: que cada uno construye su propia realidad y nada debe
hacernos renunciar a ella porque cada uno
es hijo de sus obras (parte I, cap. 4), que hay que confiar en las personas
y dar por hecho que si alguien promete algo lo cumplirá, que no hay que dudar
de que una vez, tal vez muy remotamente, hubo una edad venturosa en la que
quienes en ella vivían ignoraban estas
dos palabras de tuyo y mío (parte I, cap. 11); que hay que amar y cuidar a
los hijos porque los hijos son pedazos de
las entrañas de sus padres y, así, se han de querer, o buenos o malos que sean,
como se quieren las almas que nos dan vida (parte II, cap. 16); o que, si alguna
vez (o muchas) hemos sido locos, no debemos tener reparos para reconocer que en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño
(parte II, cap. 74). La lista sería interminable.
Pero,
en este propósito mío, me he llevado una gran sorpresa. Nadie en nuestro país
se ha tomado la molestia de trazar lo que pudiese ser la ruta oficial del Quijote.
Los caminos por los que anduvieron don Quijote y Sancho existen en gran
medida, pero la desidia de las administraciones ha ido consintiendo que intereses
privados se apoderen de ellos y, poco a poco, hayan sido roturados e integrados
en parcelas de regadíos. No importa que las ventas de las que hablaba Cervantes fueran o no reales, como Venta
Quesada, cerca de Villarta de San Juan, donde fue armado caballero, o
la Venta
de Juan Palomeque, donde Sancho sufrió el humillante manteo;
o que los batanes que tanto miedo infundieron una noche en caballero y escudero
sean los de los molinos cercanos a Villanueva de la Fuente; o que la casa del Caballero
del Verde Gabán, el gentil don Diego Miranda, fuera la que en la
actualidad llaman Casa de Don Diego en Villanueva de los Infantes (aunque algunos
digan que no es esa, sino la de La Solana). La mayor parte de los lugares que
cito son hoy tristes despojos. Pero Quevedo,
que murió en Villanueva de los Infantes, ya dijo aquello de serán despojos, mas tendrán sentido.
Paradójicamente,
hay muchas rutas del Quijote. Pero lo peor es nadie demuestra tener
interés en poner orden sobre el asunto. Por eso, lamentablemente, hemos de aceptar
que La
Mancha de don Quijote no es el Dublín de Leopold Bloom. Y a las
pruebas me remito.
Ruta propuesta por la Asoc. Amigos del Campo de Montiel |
En
mi intento de recorrer esos caminos, Zalabardo es testigo del silencio con que han sido acogidas las muchas cartas que he enviado a organismos oficiales de la Junta de Castilla-La Mancha y
ayuntamientos de la zona recabando información sobre el estado de los mismos,
pues mi sueño es rehuir las carreteras modernas y enfrentarme a aquellos cruces
de caminos ante los que don Quijote se quedaba dudando cuál
elegir hasta que dejaba que fuese Rocinante quien decidiera. Tres
personas son la excepción a lo que digo: Inés
Brezales, de Villanueva de los Infantes; Pilar (ignoro su apellido), de Argamasilla de Alba; y Lola Villalta, de Membrilla. Sus
informaciones me han orientado bastante sobre los viejos caminos que deseaba
conocer. Parte del éxito de este viaje se lo deberé a ellas. Y a falta de más datos
fiables, aquí estoy, sirviéndome del camino propuesto por Justiniano Rodríguez Castillo, de la Sociedad de Amigos del Campo de
Montiel y peleándome con los mapas del Instituto Geográfico del Ejército,
tratando de localizar por dónde dirigir mis pasos sin perderme. Para más inri, tengo
que organizar el viaje durante un fin de semana, cosa que no es de mi agrado, a
causa de que la sociedad que controla la Cueva de Montesinos solo permite
visitarla, en estas fechas, sábados y domingos.
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