Mafalda, de Quino |
También
recuerdo, le digo a Zalabardo, que yo, siguiendo aquel sistema con que me
enseñaron, pedía a mis alumnos redacciones que pudiesen resultarles más amenas.
Les decía, por ejemplo: “Tenéis que contar, en 400 o 500 palabras como mínimo, una
situación, real o inventada, que haya tenido gran trascendencia en tu vida”.
Pero,
lo que son las cosas, los copiados, los dictados y las redacciones (cada ejercicio
tenía su momento y su nivel) han ido cayendo en desuso. Empezaron a verse como
métodos desfasados. Como no quiero escurrir el bulto, confieso que también yo
caí en las garras de las modas. Y también comencé a agobiar a los alumnos con más atracones de teoría que
con amena y positiva práctica. En actividades que requieren poner en práctica
la creatividad, hoy parece no preocupar que el alumno recurra a Internet (lo
cual no es malo) y se limite a la socorrida práctica de copiar y pegar (lo que
es desalentador). El resultado está a la vista. Un alumno de secundaria tiene
dificultades para componer un texto que llegue a diez líneas. No digamos ya de
500 palabras. El problema, para nuestra vergüenza, afecta a la propia Universidad.
No creo que haya echarles la culpa, como algunos hacen, a las redes sociales, a
los escuetos mensajes propios de twitter,
whatsaap y demás formas de mensajería
rápida. La culpa no es de estos mensajes ni de las nuevas tecnologías; nada nuevo
tiene por qué ser malo. La culpa es de los sistemas y de las formas de enseñar.
Las
deficiencias en el dominio de una gramática básica, y la dificultad para adquirir
un estilo personal y un léxico medianamente fluido las vemos cada día en personas
cuyo instrumento de trabajo es el lenguaje. Quienes se dedican al periodismo o
han de servirse habitualmente del lenguaje tienen hoy a su alcance herramientas
para aclarar dudas que en otro tiempo no había: los libros de estilo de cada
medio, el Diccionario Panhispánico de Dudas, de la RAE, El libro del español correcto, del Instituto Cervantes, La gramática descomplicada, de Álex Grijelmo, o el Libro
del estilo urgente, de la Agencia
EFE. Hay más, pero no parece que sirvan de mucho.
Porque
son muchos los periodistas de hoy que, sin rubor, arrastran sus vergüenzas lingüísticas por las páginas de los periódicos. El domingo pasado, en El País, SUR, de Málaga, y As
pude recolectar las siguientes perlas. Una experta en modas trufaba un
brevísimo reportaje con una insufrible sarta de extranjerismos evitables. El
núcleo del reportaje era el auge que está alcanzando el uso del culotte,
prenda que no es ninguna novedad. Ignoro si esta persona conoce que ya en el
siglo xix se llamó así a una falda
dividida en dos perneras que permitía a la mujer cabalgar sin tener que hacerlo
en la forma que se llamaba “a mujeriegas”. O que la palabra francesa culotte,
en español culote, siempre designó una prenda interior femenina, la que
nosotros llamamos calzón o bragas, o que más tarde sirvió para
designar el pantalón corto elástico y ajustado utilizado por deportistas,
hombres o mujeres, especialmente ciclistas. Pero el pecado no está en el culote. Lo malo está en que en las escasas líneas del reportaje, con
más fotos que texto, proliferaban términos como sporty, boysh,
oversize,
outfits
o top
crops, que no son otra cosa que deportivo, línea masculina, talla
supergrande, conjunto o equipo y blusa
corta. La moda no debiera estar reñida con el buen hablar.
En
otro periódico se decía que un helicóptero había sido aterrizado. Por lo visto,
quien dijo o escribió esto ignora que aterrizar es verbo intransitivo y
que, por lo tanto, no admite ni pasiva ni complemento directo. Es decir, una aeronave
aterriza; pero ni es posible que yo aterrice una aeronave ni que una aeronave
sea aterrizada. Decir eso es una barbaridad. Y en otro periódico se daba
cuenta del feo gesto de un futbolista respecto a otro por limpiarse las fosas
nasales delante suyo. ¿No es bien sabido acaso que el adverbio, palabra
de forma invariable, no admite que se le unan posesivos y, menos aún, en forma
concordada? O sea, que no se dice delante mío/mía, sino delante
de mí; como no se dice detrás suya, sino detrás
de él/ella.
Conejo frustrado, de Mike Bonales |
Ese
mismo día, el citado Álex Grijelmo
publicaba un artículo en el que criticaba el mal empleo (¿con conciencia de
ello?) que hacen los políticos del modo subjuntivo, que es el modo de la
virtualidad, de la irrealidad, de lo que no existe. Así, para evitar reconocer
los errores cometidos, no dicen, los ejemplos están recogidos del artículo citado,
los
errores que hemos cometido, sino los errores que hayamos cometido. La
diferencia es muy notable. Lo primero indica a las claras que tales errores han
tenido lugar y se reconocen; en cambio, lo segundo pretende convencernos de que
tal vez no existieran.
Un
hablante medianamente culto debería saber cómo se usan los tiempos y los modos
de los verbos. El indicativo es para lo que percibimos como real, con independencia
de que hablemos del pasado, del presente o del futuro. Si digo el
mes que viene voy a Madrid, empleo el indicativo
porque quiero dejar sentado que, aunque se trate de algo no acaecido aún, lo
siento como real, objetivo; y al escoger un presente para hablar
de un futuro, doy a entender que estoy tan seguro de lo que digo que lo actualizo
en mi discurso. Aun así, pudiera ser que mañana me parta un rayo y no vaya a
ninguna parte (pudiera, parta y vaya son subjuntivos,
es decir, virtualidad, ausencia de confirmación de lo que se dice). Porque, cuando hablo, no cuento con que eso pase.
Pero
ya digo. Hoy está mal visto hacer copiados, con lo que difícilmente mejoraremos
nuestro estilo; parece feo y anticuado hacer un dictado, con lo que las faltas
de ortografía sobreabundarán peligrosamente; y no se hacen redacciones, con lo
que al alumno se le priva de la posibilidad de expresar lo que lleva dentro.
Así, ante una guerra, o o un desastre natural (seísmo, inundación...), no debe extrañarnos oír o leer la barbaridad catástrofe
humanitaria. Humanitario no significa, como muchos
creen, ‘que afecta a muchas personas’, sino muy al contrario, ‘que
mira o se refiere al bien del género humano’ o ‘benigno, caritativo, benéfico’
o ‘que tiene como finalidad aliviar los efectos que causan la guerra u otras
calamidades en las personas que las padecen’. Por tanto, puede hablarse de acciones,
ayudas
o gestos
humanitarios.
Pero no hay nada menos humanitario que una catástrofe.
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