Personas
absolutamente impreparadas para su función se asoman a pantallas y usurpan
micrófonos o columnas de prensa, expresándose muchas veces de modo ajeno al que
emplean en el trato personal, porque piensan que coram populo deben hilar más fino. Estas palabras no
son mías; las escribió en 1992 Fernando
Lázaro Carreter. Pero, vamos, digo a Zalabardo, no tengo inconveniente en
firmarlas.
Bastantes veces he sido crítico con
lo que ha dado en llamarse libros para niños. En no pocos de estos productos, y
en adaptaciones de los clásicos, se simplifican el léxico, los razonamientos y
las historias hasta límites insospechados. El objetivo (algunos lo consideran
muy sano y educativo) es facilitar la tarea a los niños. Aunque con frecuencia
se incurre en un error: partir de la base de que los niños son tontos.
Y es que nos empeñamos en la
equívoca idea de que hay que predeterminar a qué edad un niño está capacitado
para utilizar tal o cuál palabra o para entender tal o cuál libro. Con ello, le
impedimos que acceda a los vocablos de forma natural, que se sumerja en la
realidad sin cortapisas ñoñas. Se destrozan sin pudor los tradicionales cuentos
infantiles y no pocos textos clásicos que, en otro tiempo, los niños leíamos
sin sufrir ningún trauma.
Con esa manía destrozamos, a la vez,
literatura y lengua, porque vedamos a los niños su libre uso. Y, así, cada día
hay más niños y adolescentes con dificultades para leer esos u otros libros (de
Verne, de Salgari…). Como tienen
dificultades para leer un simple periódico o seguir la exposición de algún tema.
Puede que esté equivocado, pero temo
que caminamos hacia un empobrecimiento del léxico. Porque este tratar de acercarles
los libros expurgados acaba por condenarlos a un menor bagaje léxico. ¿Cuántos
defensores de esta tendencia que digo entregarían el texto original de Pinocho,
Alicia
en el país de las maravillas o La llamada de lo salvaje a un niño
que esté finalizando la Primaria o en los primeros años de la Secundaria? Y así
nos va.
De todo lo anterior se deriva el
juicio de Lázaro Carreter y la
pobreza léxica de nuestros universitarios, profesionales, periodistas,
políticos… Eso provoca, a mi juicio, la fácil entrega al extranjerismo que se
acaba de aprender, al extraño neologismo con que se intenta sorprender a
nuestro interlocutor, la caída en la total falta de precisión cuando hablamos coram
populo, es decir, en público.
Aurelio
Arteta, profesor de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco,
inició una especie de cruzada hacia 1995 contra la moda de los archisílabos,
palabras que alargamos inútilmente (porque existen otras más cortas y correctas
que significan lo mismo), pensando que con ellas damos una mejor imagen. Casi
todos los ejemplos los tomo de sus artículos, aunque cualquiera puede ampliar
la lista ad infinitum: hoy no vemos,
sino que visualizamos, no culpamos, sino que culpabilizamos,
no concretamos,
sino que concretizamos, no nos enfrentamos a un problema, sino a una problemática,
nos recetan una analítica y no un análisis, no hacemos las cosas sin intención,
sino sin intencionalidad, no aplicamos un castigo ejemplar, pues mejor será
uno ejemplarizante.
Y no sigo por no cansar.
Si hiciésemos la prueba, ¿cuántos de
estos términos encontraríamos en la prensa utilizados con propiedad?
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