Los
escritores de mi temple tenemos un principio en común con los pintores. Cuando
una copia exacta hace que nuestros cuadros sean menos llamativos, exageramos lo
menos malo o mal menor y juzgamos más perdonable faltar a la verdad que a la belleza.
(Laurence Sterne: Tristram
Shandy)
El abrazo, de Juan Genovés. |
En otros tiempos, si dos personas de
diferente sexo entablaban un trato que superaba lo meramente amistoso, se decía,
en un primer momento, que se hablaban; si llegaban a
congeniar, establecían relaciones; y si se veía que había una fuerte
empatía entre ambos, se hacían novios.
Hoy, los cambios sociales no han
dejado de tener su influencia en las formas de trato entre las personas. No me refiero ya a
la superación de tabúes, prejuicios y marginaciones de toda clase que eran
frecuentes. Bien está que se hayan superado y dejemos la mojigatería a un lado.
Pienso únicamente en lo que es la conexión interpersonal. Todo se ve afectado
por la urgencia y la vorágine. Igual que ya nadie escribe una carta sino los
minúsculos tuits o whatsapps, se evita cualquier proceso que pueda entenderse
largo o que suponga cierta dosis de compromiso. No se habla de noviazgo,
ni de matrimonio. Por supuesto, cada día se utilizan menos las
palabras esposo/esposa; se cree, mal, que remiten a ‘atarse’
(cuando, en realidad, el latín sponsus significa ‘promesa’). Ni
siquiera se habla de ligazón o lío. Todo se reduce a tener
una pareja o una relación. Son conceptos vagos. Al
menos, consuela ver que se ha inventado el amigovio. Por supuesto, creo que
todos estos cambios reflejan tanto el cambio social acaecido como la capacidad
de la lengua para adaptarse a cada situación.
“¿Me quieres decir —me interrumpe
Zalabardo— qué tiene que ver con eso la frase de Sterne de la cabecera?” Entonces le digo que a las personas, con el
lenguaje, nos ocurre algo parecido, que preferimos faltar a la verdad (procuramos
utilizar términos que disimulen lo que pensamos) antes que faltar a la belleza
(pues preferimos las palabras que deslumbren antes que las adecuadas).
Como veo que no me entiende, o que
no logro hacerme entender, busco un ejemplo. Tenemos, le digo, tres palabras cuya
relación es tal que, incluso, en ocasiones se emplean como sinónimas: amigo,
compañero
y conocido.
Sin embargo, entre ellas hay mucha diferencia.
Mis tres mejores amigos y yo. Sevilla, febrero 1964 |
Amigo procede de amicus
(y este de amo, ‘amar’). Indica una relación muy estrecha entre dos seres.
Al amigo
se lo ama, se haría lo que hiciese falta por él. Amigos hay pocos (nada
que ver con los que se cuentan en facebook) y se los elige por decisión personal y se les guarda fidelidad.
Su número puede aumentar, aunque difícilmente disminuye.
Compañero está en otro nivel; viene
de panis
con la preposición cum; compañero es ‘quien comparte el pan
con alguien’. Al compañero se le debe lealtad y respeto; y, si este compartir el
pan y la sal se dilata en el tiempo, es posible que alguno cambie su condición por la de amigo. Compañeros hay más y nos vienen dados,
no los elegimos. Entre amigos y compañeros, por el continuado
y directo trato que hay, pueden producirse roces (hasta en las mejores familias
se discute), que nunca afectarán (o no debieran) al afecto y lealtad existente
entre ellos. ¿Recordáis aquellas palabras de un crítico de cine que solía decir
de algunos “mi compañero y, sin embargo,
amigo”? Estos roces son más
llevaderos entre amigos que entre simples compañeros.
Por fin, conocido es algo muy
diferente; deriva de gnosco, ‘aprender a conocer’. Conocido
es cualquiera de quien sabemos o vamos sabiendo algo, aunque no tengamos
contacto. Podríamos decir que la relación con él es de indiferencia, sin que
esto signifique menosprecio. Por eso, puedo decir que conozco a Machado porque sé quién fue, qué hizo,
qué escribió; e, incluso, puedo llegar a sentir admiración extrema hacia su persona
y su obra. Como, del mismo modo, digo que conozco a Belén Esteban, aunque de ella no sepa sino que sale en televisión.
No obstante lo anterior, utilizamos amigo
y compañero
—sobre todo estos dos— o conocido, faltando más a la verdad
que a la belleza, es decir, pretendiendo que se infiera algo inexistente. Porque
llamamos a alguien compañero y le somos desleales en cuanto que vuelve la espalda,
o declaramos ser su amigo cuando no pocas veces anteponemos el rencor al amor. Con
ello, faltamos a la verdad porque queremos ocultar lo que somos y lo que
sentimos; y, a la belleza, porque desnaturalizamos el recto sentido de las
palabras. Cuando caemos en esta bajeza, merecemos ser despojados del noble
título que supone ser amigo o compañero de alguien.
La culpa de que esto sea así no es
del lenguaje, por supuesto, sino del uso espurio que de él hacemos. Pero el
lenguaje, que prefiere tanto la verdad como la belleza, nos deja retratados y
desairados cada vez que lo empleamos con engaño.
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