El lenguaje no lo hace el poder, no lo hace
la academia, no lo hacen los escritores. Lo hacen los cazadores, los
pescadores, los campesinos, los caballeros, es el lenguaje del alba, es el
lenguaje de la noche, hay que acudir a las bases donde se forma la lengua (Jorge L. Borges)
Esquema de la santabárbara (1 y 2) de un buque |
Mis charlas con Zalabardo son
pausadas, tranquilas. Nada nos impone prisas. No se parecen a las que cada día
abundan más en las redes sociales. Él suele decirme: “Las conversaciones, como
las comidas, bien masticadas, para digerirlas mejor”. Hablamos de todo. Hace
unos días, le decía, pensando en el pasado,
que me alegro de haber estudiado en mi bachillerato seis años de latín y tres
de griego, aparte de filosofía; de que lengua y literatura fuesen asignaturas
distintas, lo mismo que la historia, la geografía y el arte. También le confesaba
mi agradecimiento hacia los profesores que me proporcionaron una formación humanística, me hicieron amar la mitología, ayudaron a que en mi espíritu despertase
la curiosidad por la naturaleza y por el pasado, fomentaron mi afición por
la lectura y me inculcaron el deseo de ser cuidadoso en el uso del idioma, al
hablar y al escribir, mostrando en todo momento respeto por la ortografía, la
sintaxis y el léxico, que debía procurar enriquecer. Lo que haya conseguido, le
digo a Zalabardo, lo pongo en el haber de esos maestros; en cambio, los fallos
que sin duda sigo cometiendo solo se me pueden imputar a mí.
Esta especie de “profesión de fe”
nacía de la preocupación que me causa ver cómo en los planes de estudios se
desprecia cada día más las humanidades. Latín, griego y filosofía son
asignaturas en peligro de extinción; es difícil encontrar, incluso en alumnos
de niveles universitarios, una mínima formación humanística; se escribe, y se
habla, de manera lamentable y hay muchos que se escandalizan si se pide que una
expresión deficiente (sintaxis incoherente, falta de fluidez léxica, ignorancia
de la ortografía) pueda ser motivo de rebaja en la calificación. Consecuencia:
escriben mal los alumnos y lo que es peor, escriben mal bastantes profesores.
Como escriben y hablan mal políticos, locutores, periodistas…
El lenguaje, como todo en esta vida,
cambia casi sin que nos demos cuenta. Hay palabras que desaparecen mientras
se nos van haciendo visibles otras nuevas. Eso es lo natural y deseable. Aunque deberíamos
estar atentos a los cambios, porque lo grave es descuidar es el uso que del idioma hacemos. Le cuento a mi amigo la anécdota de alguien que abusa de *palafranero
sin saber que lo correcto es palafrenero. Todo, no cabe duda, porque
ignora que su origen está en una palabra casi extinta, palafrén, ‘caballo manso
que solían montar las damas y, también, reyes y príncipes’, de la que deriva palafrenero,
‘mozo que cuidaba de los caballos o que los llevaba cogidos del freno para
evitar percances’. Hoy, el término se emplea para referirse, de modo despectivo,
a la persona excesivamente servil que renuncia a sus propios criterios e ideas
y se pliega a los de un superior jerárquico. Con tacto, para intentar no herir su sensibilidad, pues es difícil saber
cómo reaccionará alguien cuando se le hace una corrección, aun bien intencionada,
le comenté la forma y origen del término. ¿Creen que me hizo caso? Empeñado
sigue con su *palafranero.
Guardacartuchos y otros pertrechos artilleros |
Intento decir que meditamos
poco lo que decimos y, no pocas veces, ignoramos por qué lo decimos. En estas, se me ocurre preguntar a Zalabardo si sabe de dónde viene eso de acordarse de Santa Bárbara solo
cuando truena. Como niega con la cabeza, le cuento algo de esta
santa, que vivió, creo, en el siglo iii
y murió por haberse hecho cristiana y rechazar matrimonio con la persona que le
proponía su padre. Condenada a ser decapitada, su propio padre la ejecutó. En
el momento de dar muerte a su hija, cayó un rayo del cielo y lo fulminó. Esta
es la razón de que acudamos a ella en solicitud de ayuda durante las tormentas.
Pero también de que se la considere patrona de los artilleros y de los mineros
(por el uso que, en la antigüedad, hacían de explosivos).
¿Y por qué se llama santabárbara,
en una embarcación, al pañol en que se almacena la pólvora? Pues porque, en
tiempos, era costumbre colocar una imagen de esta santa en la puerta de estos
polvorines.
Quevedos |
No es el único caso en nuestra
lengua en que vemos cómo un nombre propio acaba convirtiéndose en común. Es un
simple ejemplo de metonimia. En la misma línea, a una alcahueta la llamamos celestina
por el personaje de Rojas; simón
a un tipo de carruaje tirado por caballos por un cochero madrileño del siglo xviii llamado Simón Tomé; a los porteros de fútbol se les llama cancerberos
en recuerdo del mítico Cerbero; moisés es una cesta para
recién nacidos que recuerda el abandono de Moisés
en aguas del Nilo; la rebeca es una prenda usada por un
personaje de película que tenía ese nombre; calepino es un diccionario
de latín en recuerdo de Ambrosio Calepino;
a la mantis solemos llamarla santateresa y, en México, tatadiós,
que es una forma afectiva y a la vez respetuosa de referirse a Dios. Y podríamos citar catón,
tenorio,
bermudas,
quevedos,
sambenito…
“¿Y el sanjacobo?”, me pregunta
Zalabardo, que va teniendo ganas de comer. A lo mejor un día de estos lo comentamos.
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