En
el caso del arte nuevo la disyunción se produce en un plano más profundo que
aquel en que se mueven las variedades del gusto individual. No se trata de que
a la mayoría del público no le guste la obra joven y a la minoría sí. Lo que
sucede es que la mayoría, la masa, no la entiende. (José Ortega y Gasset)
Consultando el Diccionario de temas y símbolos artísticos
(1987), de James Hall, me he topado
con que, en la introducción, Kenneth
Clark se lamenta de que hacia 1930 y 1940 nació una corriente defensora del
abandono en la pintura de los temas para dar importancia a la forma y al color.
Eso desembocó en que el hombre de la calle fuese perdiendo su capacidad de
reconocer esos temas y, como consecuencia, de entender el significado de las
obras del pasado.
Recordé entonces, así se lo dije a
Zalabardo, que ya en 1925 había dicho algo parecido Ortega en La deshumanización del arte. Lo que
dicen Ortega y Clark, siendo parecido, no es exactamente lo mismo. Este último no
se detiene ya solo en el hecho de que se entienda o no el arte nuevo; lo que le
preocupa es que no seamos capaces de entender el arte de otras épocas porque
desconocemos los temas. Esos temas de que habla se construyen en gran medida
con lo que llamamos símbolos. Y la conexión entre el hombre de hoy y los temas
—sean bíblicos, mitológicos o legendarios— se ha cortado. Por ejemplo, ¿por qué
un león alado simboliza al evangelista Marcos,
una paloma la paz o un gallo Francia?
Antoni Tápies |
Invierno. Parque de Málaga |
Me pregunta Zalabardo si hay una
razón que explique esto. Le contesto que yo tengo mi propia teoría. En otros
tiempos, el artista se enfrentaba al reto de explicar a una multitud inculta e
iletrada asuntos (religiosos o no) a los que difícilmente tenían acceso. Y el
símbolo es un recurso muy adecuado. La primavera podría representarse como una
joven coronada con una guirnalda y flores o el invierno como un anciano
cubierto con pieles. Hoy tenemos más información a nuestra disposición;
distinto es que nos sirvamos o no de ella.
El origen de los símbolos que
representan a los evangelistas hay que buscarlo en el profeta Ezequiel, cuando habla de la visión de
cuatro seres alados semejantes, cada uno de ellos, a un buey, un león, un
hombre o un águila. La unión cada evangelista con una de las figuras surge de
una tradición posterior. Mateo es el
hombre porque su evangelio comienza con la genealogía de Cristo; Marcos el león
porque empieza hablando de la voz que grita en el desierto; Lucas será el buey, ya que lo primero
que nos cuenta es el sacrificio del sacerdote Zacarías; y Juan, el
águila porque, de los cuatro, es quien más se aproxima a la visión de Dios.
Metropolitan Museum. N.Y. |
Una salamandra, o el ave Fénix, son
símbolos del fuego y de la resurrección. Una balanza simboliza la justicia,
etc. La relación entre Francia y el gallo se remonta hasta Suetonio que fue el primero que llamó la atención acerca de que el término
latino gallus designaba tanto al
gallo como a los galos.
Todo esto requiere unos
conocimientos transmitidos de edad en edad en una comunidad dada. Y eso es lo
que, según Clark, hemos perdido, la
capacidad de entender el sustrato cultural que, a través de los tiempos ha
hecho que relacionemos dos elementos aparentemente alejados. Conocimientos y
capacidad que nos daban las disciplinas que se engloban bajo el nombre de
humanidades (filosofía, arte, literatura, griego, latín…) y que vamos dejando
arrumbadas. ¿Quién entiende hoy el sentido de El jardín de las delicias,
de El Bosco? Ese no entender los
símbolos, le digo a Zalabardo, es perder gran parte de nuestra cultura o, a lo peor,
renunciar a lo que siempre hemos entendido por tal y dar entrada a una cultura
de bases y objetivos completamente diferentes. Quizá haya que pensar que lo que
ha dejado de interesarnos es el hombre. O que comenzamos a valorar símbolos de
otra naturaleza. O, tal vez, que hoy, más que el símbolo, nos interesa el mito,
lo que nos lleva a una nueva pregunta, ¿qué mito? Tal vez otro día hablemos de
ello.
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