El
estilo precioso no solo ha infestado París, sino que también se ha extendido
por las provincias y nuestras ridículas doncellas han absorbido buena dosis
(Molière)
Hace unos días, mientras paseábamos
extrañados por este raro otoño de que disfrutamos —a alguien oí emplear la
palabra veroño—, recordábamos Zalabardo y yo la pequeña delicia
titulada Las preciosas ridículas. En ella, Molière satiriza el desprecio por la naturalidad tanto en la
expresión como en los sentimientos. Lo hablamos porque parece que hemos entrado
de nuevo en una era en la que, más que lo que decimos, nos importa la manera de
decirlo, las palabras que utilizamos. No nos preocupa ser entendidos, lo que
fácilmente se consigue de la mano de la naturalidad y la sencillez, sino que
nos afanamos en buscar el decir retorcido, el barroquismo con el que epatar a
nuestros interlocutores. Mientras tratábamos del tema, me di cuenta de mi manera
de expresarme y le dije a Zalabardo: “¿Lo ves? Yo mismo acabo de caer en lo que
criticamos, ya que, disponiendo de deslumbrar o asombrar he recurrido, no
obstante, al galicismo epatar, más desconocido por la gente
común. Por tanto, he actuado como un precioso ridículo”.
Y es que son muchos los preciosos
ridículos que se asoman a las pantallas de nuestros televisores, se hacen oír
en las emisoras de radio, pretenden ser leídos en las páginas de los diarios o
lanzan mítines y mensajes políticos. Pero también, no se olvide, hay muchos,
personas que caminan a nuestro lado y no disponen de tan poderosos medios de
difusión, que se comportan como esos preciosos ridículos. Creemos que no se nos
tendrá en cuenta si no buscamos la palabra llamativa, la frase extensa, la
reiteración del concepto. Viendo esta semana en televisión un partido de
fútbol, un comentarista, ese profesional que cree que ha de contarnos todos y
cada uno de los detalles de lo que ya estamos viendo, tuvo la ocurrencia de
soltar esta frase: El Sevilla no solo
necesita golear, también necesita meter goles. ¡Bravo por la elocuencia!
Molière,
en la obra anteriormente citada, ponía en boca de uno de sus personajes: No hay nada más asequible hoy en día que la
cultilocuencia. La afirmación sigue siendo tan o más valiosa en nuestra
época. El francés utilizaba bel esprit, que el traductor
trasladó al término cultilocuencia, en lugar de altilocuencia, quizá para
reforzar ese sentido de retorcimiento del habla; tal vez lo hizo acordándose de
aquella culta latiniparla, que dijo Quevedo. También Cervantes,
en el capítulo xxvi de la segunda
parte del Quijote, hace decir a Maese Pedro: Llaneza muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala.
Y todo esto viene porque hoy nos ha
acometido una de esas ansias de meter en cualquier discurso una palabra, en este
caso el verbo empoderar,
sin la que, pensamos falsamente, ningún parlamento tendrá sentido. En un
documento sobre actuación educativa me encuentro, en un apartado que recoge
objetivos, que se señala como uno de ellos: Empoderar al alumnado en la construcción de
su aprendizaje. Confieso a Zalabardo que no entiendo qué se pretende
con esa expresión, qué es lo que se quiere decir. Pero vayamos por partes. Lo
primero será dejar claro que empoderar es un verbo español. Lo
que sucede es que es tan sumamente antiguo que había caído en desuso. Ya Covarrubias, en 1611, decía que es un
‘vocablo antiguo castellano. Vale dar en poder o entregar’. Si consultamos
diccionarios clásicos vemos que no aparece. En el de Autoridades, de 1726, lo
encontramos y se dice que es ‘dar poder a uno y facultad y como constituirle y
hacerlo dueño de una cosa’. En 1925 nos lo encontramos en el Diccionario
de la Academia, donde se comienza por indicar que es desusado y
equivale a apoderar, ‘dar poder a una persona para que otra la represente
o poner en poder de uno alguna cosa’. Y creo que todos entendemos qué es apoderar:
facultar a otro para que nos represente y actúe en nuestro nombre. Tienen apoderados
los toreros, los artistas, los escritores… A veces, se utiliza en su lugar representante;
otros prefieren hablar de manager.
Y avanzamos hasta nuestros días. El Diccionario
del Español Actual, de Seco,
que solo incluye términos que estén documentados a partir de la segunda mitad
del siglo xx, no lo recoge
siquiera. ¿Qué ocurre entonces? Pues es muy fácil: que alguien se ha encontrado
en cualquier texto de agencia o redactado en inglés el verbo to
empower y el sustantivo empowerment. Y, claro está, no ha
tenido reparo en traducirlo por empoderar y empoderamiento. En el Diccionario
de Oxford me encuentro que el término puede traducirse en español por
‘conferir poderes, otorgar o autorizar’. Más explícito es el Collins
que dice que, de modo general, se puede traducir por ‘autorizar a alguien’, aunque
aplicado a mujeres, obreros y minorías, habría que entenderlo como ‘atribuir
poderes’. De ahí que el DRAE lo haya recogido en su última
edición como ‘hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo social
desfavorecido’. Se ajusta al ejemplo que encuentro en uno de los diccionarios
ingleses: La Unesco anima la iniciativa
que promueve el empoderamiento de las mujeres.
Pero es que no veo por ninguna parte
que los alumnos de un centro educativo sean una minoría ni una clase
desfavorecida a la que haya que empoderar. ¿Tiene el conjunto
de los alumnos de un centro educativo poder para decidir cuál debe ser la línea
del sistema educativo? Por supuesto que no; eso es responsabilidad de otros estamentos.
Sin embargo, ¿hay que contar con ellos, tener en cuenta sus opiniones y sus
intereses a la hora de diseñar esos sistemas? Aquí, la respuesta es
rotundamente sí. Y ahí voy a parar, le digo
a Zalabardo. Para eso, ese viejo rejuvenecido empoderar, después de
pasar por clínicas inglesas, no creo que sea el procedente, pues ya tenemos
otro que significa mejor lo que queremos decir: implicar. El DRAE
nos dice que significa ‘hacer que alguien participe o se interese en un
asunto’. Ese sí sería un objetivo loable: Implicar (comprometer, hacer partícipes…) a
los alumnos en/de su proceso de aprendizaje. Eso lo puede entender cualquiera.
Lo otro, quizá no lo entiendan ni quienes han redactado la frase.
Ese es el problema de los preciosos
ridículos de hoy, que se elaboran una lista de palabras que hay que decir sí o
sí para parecer más modernos y progresistas. Y resulta que, por lo común, el
tiro les sale por la culata.
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