Voy
a escribir ya; pero llego a este párrafo y no escribo. Que no es injurioso, que
no es libelo, que no pongo anagrama. No importa; puede convencerse el censor de
que se alude aunque no se aluda. ¿Cómo haré, pues, que el censor no se
convenza? Gran trabajo: no escribo nada. (Mariano José de Larra)
Tengo la impresión, le comento a
Zalabardo, de que cada día somos más intolerantes a la hora de emplear el
lenguaje con la naturalidad que se merece. Y todo, así lo creo, porque buscamos
un chivo expiatorio con el que excusar defectos que no son más que nuestros. De
un tiempo a esta parte, hemos emprendido una especie de cruzada, sin reparar en
que los idiomas son instrumentos que nos sirven para relacionarnos con los demás,
para intercambiar emociones, afectos, sentimientos. También, claro, con la lengua
insultamos y ofendemos. Pero olvidamos que suele ser porque nuestra mala conciencia
acaba convirtiendo en malas cosas que podrían ser buenas (y que posiblemente lo
sean por naturaleza). ¿Es el martillo una herramienta útil y provechosa? Claro
que sí. Pero si lo utilizamos para agredir, se torna arma peligrosa. ¿Dónde
está el mal, en el martillo o en el uso que hacemos de él?
Con la lengua sucede igual. Las
palabras significan lo que significan, aunque esto parezca una perogrullada.
Pero, además, han de cargar con todas las connotaciones —peyorativas o
meliorativas— que queramos añadirles. Veamos un ejemplo: si decimos ¡Qué listo es el muy cabrón!, parece
quedar claro que elogiamos a alguien. En cambio, si decimos ¡El
muy cabrón me ha engañado para quedarse con mi puesto!, la intención es
muy diferente. Y así en todo. El diccionario, a fin de cuentas, se limita a
recoger los usos que damos a las palabras.
Hablaba antes de que somos intolerantes.
Me reitero en ello; creo que nos movemos entre la hipocresía y la cursilería. Casi
siempre por ignorancia. Por eso, unas veces nos empeñamos en condenar y poner
en cuarentena palabras que, en sí mismas, son inocuas; otras, las tapamos o sustituimos
porque eso es más fácil que solucionar el problema que tras las palabras pudiera
esconderse.
Veamos el primer caso. Son muchas
las personas que consideran ofensivas, despectivas e incluso socialmente
rechazables palabras absolutamente neutras. Y no cesan de aparecer asociaciones
que solicitan que la Real Academia las
retire del diccionario. Leo en un texto: Hoy
día, los términos discapacitado, minusválido, inválido, minusvalía, retrasado, tullido o incapacitado
deben ser sustituidos/eliminados de nuestro lenguaje y utilizar otros más
correctos. Lo ideal sería sustituirlos por persona
con discapacidad o persona con
diversidad funcional. Según esa
tesis, no debe decirse negro, sino afroamericano o subsahariano,
según proceda; y no debemos decir ciego, sino invidente, ni cojo,
sino persona
de movilidad reducida. Y así, todo lo que ustedes quieran. En otro
texto, leo esta perla: ciego, sordo, aun siendo
correctamente empleados, pueden ser considerados despectivos o peyorativos.
Lo que estas personas no piensan es
que, si para evitar las palabras que consideran incorrectas hemos de usar discapacitado
o disminuido
se sigue insistiendo en lo mismo que condenan, ya que el prefijo dis-
en nuestra lengua significa ‘negación, dificultad o anomalía’. Y dado que capacidad
significa ‘aptitud, talento, cualidad que dispone a alguien para el ejercicio
de algo’, hablar de discapacidad no es sino negarles la aptitud o el talento.
Vayamos a lo otro, lo de sustituir o
esconder palabras en lugar de corregir lo que señalan. Nos acordaremos todos de
cuando se sustituyó criada por empleada del hogar o portero
por empleado
de fincas urbanas. La moda no ha desaparecido. Cercano tenemos el caso
de un presidente de gobierno que negaba la existencia de crisis defendiendo que lo
que había era una desaceleración económica. Y se habla de incrementos negativos en
lugar de reconocer que hay pérdidas; como se habla de centros
de reinserción para no decir cárcel.
Le pregunto a Zalabardo si, teniendo
en cuenta tantas admoniciones como hoy se hacen, tendríamos que reescribir el
tratado primero del Lazarillo para no hacerlo mozo de un ciego, si estará mal
visto llamar a Cervantes manco
de Lepanto, recordar que Beethoven
vivió aislado los últimos años de su vida a causa de su sordera o seguir llamando
a Vulcano el dios cojo. ¿Y qué hacemos
para narrar a nuestros nietos el cuento de Blancanieves y los siete enanitos?
¿Decimos las siete personas pequeñas?
Zalabardo y yo nos reímos pensando
que Nebrija, en 1495, ya citó la
macrología como vicio del lenguaje que consiste en decir con un largo rodeo de
palabras lo que se puede decir con brevedad. Pero el afán censor de nuestro
tiempo, el ansia por poner en cuarentena determinadas palabras no es
consecuencia más que de la ignorancia e incapacidad de solucionar los problemas
que nuestra sociedad plantea. Porque, actuando sobre el lenguaje, lo único que
logramos es tranquilizar nuestra conciencia.
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