¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guardatelá.
(Antonio Machado)
Nuestro refranero parece tener una
riqueza sin fin. Además, en no pocas ocasiones permite enfocar una cuestión
desde diferentes perspectivas. Así, recordábamos Zalabardo y yo hace unos días dos refranes
sobre los que estuvimos un rato comentando: Quien no tiene opinión, se
aprende cualquier canción es uno y De sabios es cambiar de opinión es
el otro. El primero se usa para dejar en entredicho a la persona de poco
criterio, que se queda con lo primero que oye sin ser capaz de analizarlo. El
segundo, en cambio, alaba a quien es capaz de modificar su postura ante algo.
Decía mi amigo que nunca como en
nuestros días se ha tenido tanta oportunidad de manifestar la opinión. La prensa
digital concede a los lectores la ocasión de expresar su punto de vista sobre
cualquier información. Las radios y televisiones nos ofrecen hasta la náusea
programas en que bastantes “conocedores de todo y especialistas de nada” lanzan
al aire lo que piensan sobre el tema que se tercie. Y lo bueno (o lo malo, me
apostilla Zalabardo) es que todos lo hacen desde la firme convicción de que lo
que dicen es lo que en realidad vale. Se basan en un principio que, enunciado
de esa manera, es innegable: la democracia es opinión y debate. Lo malo que es
que hay mucho de lo primero y demasiado (y reiterativo) de lo segundo, con la agravante de que se
confunde opinión con verdad.
Hace unos días leímos una columna de
Máriam Martínez Bascuñán en la que
decía: Este fetichismo de la opinión
reduciría la libertad de expresión a la única posibilidad de pronunciarse
libérrimamente sobre cualquier cosa, incluso sin argumentos. ¡Cuánta razón
tiene esta mujer! Y es que no podemos dar por bueno que opinar sea la mera
expresión de una idea, sin más. Y menos, si lo hacemos convencidos de que lo
que decimos es la verdad. La democracia nos permitirá decir cuanto queramos, lo
que no significa que avale lo que decimos.
Es verdad que el DRAE
nos dice que opinión es el ‘juicio que se forma una persona respecto de algo
o alguien’. Pero también es verdad que tal definición debe ser matizada. Por
ejemplo, ya Covarrubias, en 1611, escribía:
Distinguen los filósofos la opinión de la ciencia, porque la ciencia
dice cosa cierta e indubitable y la opinión
es cosa incierta. El Diccionario de Autoridades, de 1737,
nos aclara que la opinión es el ‘dictamen, sentir o juicio que se forma de alguna
cosa, habiendo razón para lo contrario’. En el siglo xix, Pedro Olivé,
en su Diccionario de Sinónimos de la Lengua Castellana, de 1855,
relaciona opinión con pensamiento y sentimiento, y define opinión
como ‘juicio que se forma con algún fundamento’. En esta línea, nos dice que el
sentimiento
se impugna o sostiene, que el pensamiento se desaprueba o
justifica y que la opinión se combate o se defiende. Por fin, pocos años después,
José Joaquín de Mora, en su Colección
de Sinónimos de la Lengua Castellana, de 1855, sitúa la opinión
en la familia del parecer y el dictamen. Señala que la opinión
es un ‘juicio que se forma sobre cualquier objeto o asunto’, que el parecer
es ‘una opinión que resulta de un examen detenido’ y que el dictamen
es ‘el parecer del hombre de carrera o ciencia’.
Visto todo lo anterior, le digo a Zalabardo
que vale, que todos podemos emitir una opinión, pero que la prudencia nos
aconseja pensar bien lo que vamos a decir, buscar argumentos con que defenderlo,
examinar con detenimiento aquello sobre lo que vamos a opinar y, sobre todo, no
olvidar nunca que nuestra opinión es tan buena o tan mala como
la de los demás y pudiera ser perfectamente rebatida. Por eso son tan buenos
los refrenes citados al principio: el hombre sabio no tendrá inconveniente en
cambiar de opinión en cuanto surjan argumentos que mejoren los suyos; pero
el necio, que tendrá una opinión poco sólida, se quedará con
cualquier estupidez que oiga o se le ocurra. Y de eso, por desgracia, hay mucho por ahí.
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