Espero
que el chico del 13,95 que aspira a ser ingeniero de caminos haga una
buena carrera profesional; no espero que use bien el subjuntivo, pero eso ya
casi nadie lo hace. Si hasta García Márquez aboga por la desaparición de
la c porque, según él, es una letra sobrante. Procuraré, sin embargo, no pasar
por los puentes que construya por si les falta algún acento sobre el que sujetarse
debidamente.
Y seguiré añorando el tiempo en que los ingenieros de caminos españoles
escribían novelas tan hermosas como Volverás a Región, con acentos y todo. (Elvira Huelbes, 2010)
El chico de esa anécdota no consiguió llegar a la nota máxima, 14, por fallar en la colocación de las tildes. Conoce muy bien Zalabardo mi actitud estricta ante determinadas cuestiones. Todo cuanto esté sometido a libre interpretación, cuanto dependa de la perspectiva que cada uno tome, es respetable y válido, aunque el criterio propio no coincida con el ajeno. Pero hay veces en que es preciso plantarse y, como en este caso, poner el acento en ello. Es decir, hacer hincapié en el asunto de que se trate y mantener que, aunque discutamos hasta dentro de un año o más, al final, dos más dos seguirán sumando cuatro.
Algo así pasa con el acento
y con las tildes, que, aunque los tomemos como sinónimos, no son lo
mismo. Pero no es mi intención discutir eso; nada grave hay en que los
consideremos sinónimos si sabemos de qué hablamos. Y, sobre todo, si los empleamos
como es debido.
No voy a hablar aquí de las reglas
de acentuación, ni de qué son palabras agudas o llanas ni nada de eso. Deberíamos
saberlo; y, si no, podrá encontrarlo en la Ortografía de la lengua española, de
la Real Academia, en El
libro del español correcto, del Instituto
Cervantes, en tantísimos libros escritos a tal efecto o en las innumerables
páginas de Internet que hablan de ello. Me voy a detener en intentar aclarar
qué es el acento y por qué debemos prestarle la atención debida.
Cuando hablamos, no todas las
sílabas de las palabras se perciben con el mismo relieve. Hay una diferencia de
pronunciación que establece un contraste entre unas sílabas y otras, A eso es a
lo que llamamos acento; percibimos diferencia entre canto y cantó. La sílaba que percibimos con mayor intensidad es la que
lleva el acento y la llamamos tónica; las demás son átonas.
Nuestro sistema ortográfico dispone de un signo diacrítico, una rayita oblicua
que baja de derecha a izquierda (´), llamado tilde. Con él se marca la
sílaba tónica, aunque no siempre, ya que no todas han de llevarlo. Estarán
obligadas a portar la tilde solo las que, según un criterio
de economía, determinan las llamadas reglas de acentuación. Una
estadística nos diría que son minoría. ¿Por qué entonces este descuido en su
empleo?
El acento es consecuencia de
la variación de una serie de parámetros fonéticos que no en todas las lenguas
se manifiesta del mismo modo. Hay lenguas, por ejemplo el francés y el finés,
de acento
fijo, porque ocupa siempre la misma posición dentro de la palabra; hay
lenguas de acento condicionado, el latín, porque este acento depende de un
factor concreto: si la penúltima sílaba es larga (aurīga), su acentuación será
llana (au-ri-ga), pero si la penúltima vocal es breve (modĭcus),
su pronunciación será esdrújula (mo-di-cus); por fin, hay
lenguas de acento libre (español, italiano, inglés…), ya que el acento
puede ocupar diferentes posiciones sin que ello venga determinado por otros
factores. En español puede recaer en la última sílaba (farol), en la penúltima
(leve), en la antepenúltima (médico) y, muy raramente, en alguna
anterior (cómpratelo). Quizá ya
solo por esto deberíamos prestarle atención.
Pero lo peculiar del acento
español, lo que nos lleva a hacer hincapié en la importancia de colocar las tildes
del modo debido es, entre otras cosas, que cumple tres importantes funciones: contrastiva,
porque permite diferenciar las sílabas tónicas de las átonas (rá-pi-do,
ca-mi-no,
cul-ti-var); distintiva,
porque permite diferenciar palabras que solo se distinguen por la presencia o
ausencia de tonicidad (de,
preposición / dé, verbo) o por el lugar que esa tonicidad ocupe (prác-ti-co
/ prac-ti-co / prac-ti-có);
y la culminativa,
porque permite percibir los diferentes grupos acentuales, es decir, los conjunto
de sílabas átonas que, en el discurso, se apoyan sobre una tónica
y se pronuncian juntos (Si te acuerdas, | mándamelo). Para el hispanohablante de nacimiento, esto puede parecer
una simpleza; pero no lo es para quien haya de aprender la lengua.
Aun con lo dicho, es preciso añadir
que no siempre se ha utilizado la tilde en nuestra lengua. En el
latín, nuestra base, no existía, por lo que no pudimos heredarla. Ha sido,
pues, un proceso histórico el que nos ha llevado hasta determinar la
conveniencia, y necesidad, de su uso. Tampoco en eso me voy a detener mucho;
solo señalaré que, de manera irregular, se comenzó a utilizar en la segunda
mitad del siglo xvi y comienzos
del xvii y que su generalización
no vendría hasta el xviii.
No obstante, le digo a Zalabardo,
tal vez habría que insistir en que usar o no la tilde no es un capricho, sino
una obligación. Y, repito, sin entrar en un repaso de nuestras reglas de acentuación,
sí quiero aclarar dos cosas. Una, que la escritura en dispositivos electrónicos
y la redacción de mensajes cortos (hoy que se ha impuesto la mensajería
mediante twitter, whatsapp, periscope, etc.) no está exenta de su empleo. Como tampoco se eximen
de ese uso las mayúsculas; no existe ni ha existido nunca una regla que diga
que a las mayúsculas no se les coloca la tilde.
Le digo a mi amigo que se podrían
recordar algunas cosillas más, pero, de acuerdo a lo dicho antes, hay lugares
sobrados a los que acudir en caso de duda; y pensemos que escribir una breve
rayita supone muy poco trabajo.
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