Se
vive más de oídas que de lo que vemos. Vivimos de la fe ajena. El oído es la
segunda puerta de la verdad y la principal de la mentira. De ordinario la
verdad se ve y excepcionalmente se oye. (Baltasar Gracián)
El título, no lo niego, me lo ha
sugerido un texto del periodista Javier
Gallego. Y no creo que se moleste, ya que acepto y defiendo su misma tesis. Le digo a Zalabardo que ya Fernando Savater se refirió al envés del
lenguaje y escribió: El lenguaje no sirve
para revelar el pensamiento, sino para ocultarlo. También pienso que podría
empezar recordando aquello de que los árboles no nos dejan ver el bosque, pues no
son pocas las veces en que nos preocupamos de las palabras no para serles
fieles, sino para convertirlas en envoltorio vistoso de lo que queremos ocultar.
Por ello, si resultan falaces, la culpa no es suya, sino de quien las emplea de
modo torcido.
Desde hace un tiempo, como si se
tratase de películas, canciones, libros o programas de televisión sujetos a las
modas del momento, se organizan certámenes para elegir “la palabra del año”. Fundéu hacía una relación de las diez merecedoras
de este honor para 2016. Algunas, en efecto, han sido ampliamente usadas: youtuber,
abstencionismo,
cuñadismo,
populismo,
videoarbitraje
o sorpaso.
Gana terreno bizarro, que, aunque italianismo antiguo que significa ‘valiente,
esforzado, arriesgado, generoso, espléndido’, se nos va imponiendo con el sentido
que tiene en determinados países americanos: ‘extraño, insólito, raro’. Encuentro
dos que, así se lo digo a Zalabardo, no había oído nunca: una, phubbing, ‘actitud de quien concede
mayor atención a su móvil que al entorno en que se encuentra, incluidas las
personas’ y para la que Fundéu
propone ningufoneo; y otra, elegetebefobia (o LGTBfobia),
‘rechazo al colectivo de lesbianas, gais, transexuales y bisexuales’.
Y llegamos a posverdad. La gran
palabra del 2016. Incluso el Diccionario Oxford le ha concedido esa
gloria. No hay articulista, crítico, presentador, entrevistador, columnista,
tertuliano que no la emplee. Se diría que les pagan un plus por cada vez que lo
hacen. Sobre todo, a partir de la victoria de Donald Trump y la aparición de su consejera Kelly Conway aduciendo “hechos alternativos” para demostrar que la
investidura de su jefe había congregado más público que la de Obama.
¿Pero qué es la posverdad? Conviene
comenzar aclarando algunas cosas. Primero, que no es palabra tan nueva, pues se
documenta en 1992 en un artículo sobre el caso Watergate. Segundo, que el
prefijo pos- tiene un significado temporal, ‘lo que sigue’, pero también
espacial, ‘lo que está detrás’ y por eso no se ve. Este matiz lleva a que Javier Gallego la considere sinónima de
mentira
y de simulación.
También pudiera ser un eufemismo, como aquellos de cese
temporal de convivencia para no decir separación; línea
de crédito, para evitar rescate; desaceleración para esconder
crisis;
o derecho
a decidir, para ocultar independencia. Y tercero, que lo que
con ella se expresa tiene siglos de existencia. El profesor de la Universidad
de Málaga Manuel Arias Maldonado, en
un reciente artículo, recordaba que ya Maquiavelo
consideraba virtud de los gobernantes la deslealtad con lo prometido, por lo
que escribió: Pero esta naturaleza hay
que saberla disfrazar bien, y ser gran simulador y disimulador, pues como los
hombres son tan simples […] quien engaña encontrará siempre a alguien que se
deje engañar. (El príncipe, cap. xviii).
¿Por qué, entonces, este repunte de posverdad, de
reminiscencias tan orwellianas? Simplemente porque en estos días la han traído
a primer plano una acumulación de acontecimientos políticos (el triunfo de Trump, el Brexit, el proceso
independentista de Cataluña, entre otros muchos). Y ya podemos encarar su sentido:
Arias Maldonado dice que con ella
indicamos que la propia noción de verdad, y más concretamente de verdad
pública, ha dejado de tener sentido. Fundéu sostiene que describe que, a
la hora de modelar la opinión pública, los hechos objetivos influyen menos que
los llamamientos a la emoción y a la creencia personal. Alguien la ha llamado verdad
emotiva, pues nace de una apelación a las emociones en lugar de a
las realidades objetivas. Javier Gallego
es el más claro, pues se deja de rodeos y zarandajas y afirma que posverdad
es lo que constantemente hacen la política, la propaganda, la publicidad y cierto
tipo de periodismo que no merece ese nombre: apelar más a los sentimientos que
a la verdad. Pero eso, continúa, tiene ya un nombre: mentira y manipulación.
Simulación hay cuando nos quieren
hacer creer que con una simple píldora de ingredientes más que dudosos perderemos
la grasa y ganaremos una esbelta figura. Manipulación, cuando de un reloj, un
detergente, un coche, un televisor que aparecen en la tele se nos afirma que es
el mejor producto que podemos comprar, y se emplea un lenguaje que nos incita a
desearlo escamoteándonos la opción de plantearnos si objetivamente lo necesitamos.
Quien más rédito pretende sacar de
las posverdades
es el mundo de la política. No hay más que hacer un breve repaso de los medios.
Se nos ha hecho creer que Pedro Sánchez
fue una víctima del IBEX 35 sin que haya una realidad que lo demuestre; se adjudicó
a Mariano Rajoy una naturaleza
eterna de plasma cuando lo cierto es que solo una vez lo utilizó; se enardece
el espíritu nacionalista catalán con el eslogan España nos roba siendo la única verdad hasta ahora contrastada que
quienes han esquilmado Cataluña son los que con mayor tenacidad defienden el
soberanismo; un diputado poco escrupuloso, Cañamero,
luce una camiseta con la frase Yo no voté a ningún Rey con el nada
noble propósito de deslegitimar que el 87% de los españoles que refrendaron la Constitución
de 1978 sí lo hicieron; o, en fin, ante el actual conflicto venezolano, Pablo Iglesias pontifica sin rubor que
un flagrante golpe de estado no es sino un simple choque entre instituciones democráticas.
Por esto, le digo a Zalabardo, creo
que haríamos mejor si en lugar de hablar de posverdades hablamos de mentiras.
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