Lo que es un país está vinculado con los países que 'no son' ese país
[…]. Así que, para ser un país como otro, no solamente tiene que ser igual que
la existencia del otro sino también tiene que […] tener la significación de que
es algo igual que todo lo que no es. Tiene que tener el significado del todo.
(Turgay Turgut)
Siempre
he procurado soslayar en esta Agenda cuestiones en las que, no pocas
veces, el elemento sentimental se sobrepone al racional. Porque, como leo en un artículo de Jorge Marirrodriga, cuando los sentimientos entran por la puerta,
la razón salta por la ventana. Pero Zalabardo me pide mi opinión sobre el procés independentista català y sobre las
propuestas de un Estado plurinacional o una Nación de naciones.
Sobre
lo primero, le digo que me parece que el asunto se ha llevado mal por todas
partes y que, si hace tiempo se hubiese aceptado la realización de una consulta
en Cataluña, hubiesen ganado con facilidad las tesis no soberanistas. Y, sobre
lo segundo, le respondo que, desde una óptica puramente lingüística, me parecen
expresiones inadecuadas que encierran una contradicción, que se dirigen a los
sentimientos, con desprecio de la razón, y que emplean las palabras de manera
premeditadamente engañosa. Pero ese deseo de no sobrepasar los límites de ese
análisis me exige al mismo tiempo tener que apoyarme en consideraciones de
carácter histórico.
Las
múltiples definiciones de nación pueden resumirse, según mi
criterio, en básicamente dos: 1. Conjunto de personas que comparten vínculos
diversos (étnicos, históricos, religiosos, culturales, idiomáticos) y un
territorio; en este sentido, nación sería equivalente a pueblo
o etnia.
2. Comunidad social que comparte una organización política, un territorio y
unos órganos de gobierno, y que es soberana e independiente políticamente de
cualquier otra comunidad; a eso llamamos también país y al entramado
organizativo que lo rige, estado. Sinceramente, creo que esta
segunda definición es la que hoy más se asemeja a lo que entendemos por ser una
nación.
Y
aunque a lo largo del tiempo las ideas van cambiando, es sumamente indicativo
ver que, a pesar de los pesares, estos dos modos de entender los conceptos
permanecen. Los romanos, por ejemplo, ya distinguían entre natio y civitas.
Natio
(nación),
se entendía como pueblo, raza, clase, secta…
Nación
era cualquier pueblo no integrado en el Imperio. En cambio, civitas
(ciudad)
tenía un valor más alto, el de estado, derecho de ciudadanía. Lo
que hoy llamamos ciudad era la urbs. Así ha de entenderse cuando Cicerón, en una de sus Filípicas,
afirma: Omnes nationes servitutem
possunt; nostra civitas non potest, lo que viene a decir, ‘Todas las naciones
pueden ser sometidas a servidumbre; nuestro derecho de ciudadanía
no’. El Imperio romano, integrado por muchas provincias, era, sin embargo, una
sola civitas,
es decir, un solo país. Adriano nació
en Hispania; Septimio Severo, en
África; y Caracalla, en Galia. Originarios
de provincias muy diferenciadas, los tres coincidían en poseer idéntica ciudadanía
romana.
Con
el tiempo, el concepto nación no ha dejado de fluctuar
entre esa consideración ‘política’ y la que llamaríamos ‘cultural’. La Constitución
de los Estados Unidos, la Revolución Francesa, la Constitución
de Cádiz o, ya más tarde, la Declaración de los Derechos Humanos,
coinciden en que una nación nace de la voluntad de un
conjunto de individuos por constituirse en comunidad política, lo que los
despoja del rango de súbditos para convertirse en ciudadanos libres e iguales
ante la ley. El Romanticismo, en cambio, basa su concepto de nación
en el hecho de que todo pueblo tiene unos rasgos que lo
definen, una personalidad cultural diferenciada, una esencia propia. Vemos
reflejadas, pues, las concepciones política y cultural citadas, la racional y
la sentimental.
En
España, la crisis de 1898 hizo eclosionar los procesos nacionalistas. Andrés de Blas y Pedro Antonio González en el Diccionario político y social del siglo xx español, opinan que, curiosamente,
los nacionalismos vasco y catalán, eran conservadores en sus inicios, contrarios
al liberalismo, a la democracia y al parlamentarismo. Y también resulta
curioso, lo leo en el mismo libro, que una persona tan conservadora como Marcelino Menéndez y Pelayo, enfrentándose
a un ambiente hostil, defendiese el valor de la pluralidad regional en la
noción de nación española: El
regionalismo egoísta es odioso y estéril, pero el regionalismo benévolo y
fraternal puede ser un gran elemento de progreso y quizá la única salvación de
España.
Siguen
pasando los años y llegamos a la Constitución de 1978. Creo no equivocarme
si digo que hay gran consenso en considerarla un punto de encuentro para las
diferentes aspiraciones al utilizar los términos nación, nacionalidad y región, aunque se eche en falta, y
no es idea original mía, algo más de valor para reconocer con firmeza la pluralidad
cultural del Estado y hacer cooficiales,
citándolas por sus nombres, las cuatro lenguas de ese Estado. Con ello, todas
las aspiraciones sentimentales habrían quedado plenamente recogidas en el
proyecto político.
Esa
carencia, y tal vez una falta de voluntad política, nos ha llevado a esta aberración
de la pluralidad multinacional o de la nación de naciones. No
soy el único que juzga contradictorias estas expresiones. Joaquim Coll, catalán e historiador, califica de grave error
constitucionalizar sentimientos y dice que, hablando de España, la única pluralidad objetivable son sus
lenguas y sus culturas. Y Francesc
de Carreras, catalán y jurista, nos hace ver que, aunque el Tribunal Constitucional reconozca que nación también puede admitirse como una realidad
cultural, histórica, lingüística, sociológica y hasta religiosa, no es
posible usar ese sentido en una Constitución y defiende que solo es nación,
en el sentido político, el conjunto de personas vinculadas entre sí por unos
derechos y unas leyes, en la línea que ya defendía la Constitución de Cádiz.
Por
fin, Manuel Rivas, en su artículo El
triunfo de la desinteligencia, recordando una anécdota del rey Segismundo de Luxemburgo, dice que si estamos por encima de la gramática, es
difícil afrontar el proceso que se plantea en Cataluña. Es decir, que desde
el punto de vista de la lógica lingüística no tiene sentido hablar de Estado
plurinacional ni de nación de naciones, pues nunca una
parte puede ser igual que el todo en el que se integra. Si queremos ser
racionales, hablemos de Estado pluricultural y plurilingüístico,
que eso sí es lógico.
Me
ha quedado un poco largo este apunte. Pido disculpas. Y aviso que, como cada
vez que llega el verano, esta Agenda se tomará un descanso. Felices
vacaciones para todos.
1 comentario:
Es una pena no poder seguir disfrutando de tu agenda por un tiempo, que espero sea breve.
Feliz verano.
Publicar un comentario