El
Diccionario no juzga la Historia,
solo la refleja. El mero hecho de que no nos gusten algunas definiciones no nos
autoriza a desterrarlas, como un periodista no podrá omitir la existencia de
Augusto Pinochet aunque le desagraden sus vómitos logorreicos (Álex Grijelmo, 1998)
El pasado día 8 de marzo, Día de la
Mujer, comentando una de las preguntas, y su correspondiente respuesta, el
presentador de un concurso televisivo decía, e insistía, de forma muy engolada,
que aquello no lo decía él, sino que lo decía la RAE. En la vehemencia de su argumentación afirmaba: “Que no soy yo,
quede claro, que es la propia RAE
quien lo dice.” No recuerdo ahora, porque no estaba atendiendo a lo que se
emitía, de qué palabra hablaba. Podía estar hablando, imagino teniendo en
cuenta la marcada tendencia actual a considerar machista el Diccionario oficial, de zorra,
sexo
débil, la sexta acepción de femenino, la tercera de masculino,
coñazo,
cojonudo
o cualquier otra por el estilo.
Zalabardo me solicita que procure
ser más claro. Lo intento. ¿Que en el DLE encontramos un buen surtido de
definiciones de fuerte tono sexista o abiertamente machista? Pues claro que sí;
no seré yo quien lo niegue. ¿Que deberían desaparecer y amoldarse las palabras
o sus significados a los necesarios niveles de tolerancia y respeto hacia
determinados colectivos? También y, no sé si al ritmo adecuado, creo que el Diccionario
se va poniendo al día. Pero entiéndase que los colectivos que pudieran sentirse
molestos, ofendidos o insultados, por el tono de ciertas definiciones, son más
numerosos y variados de lo que algunos piensan.
Dicho esto, no debe olvidarse, sin
embargo, que se equivocan, y muy gravemente, quienes gritan su condena por lo
que la RAE dice en su Diccionario.
Porque, le señalo a Zalabardo, la verdad es que la RAE no dice nada ni impone nada. La RAE tiene unas funciones específicas y su Diccionario es solo un reflejo del habla social, no hace más que
recoger los usos idiomáticos de un momento que, en gran parte, vienen justificados
por los convencionalismos sociales y culturales citados antes. La RAE no sostiene en ningún momento, son
dos ejemplos, que zorra sea la ‘mujer liberal, deshonesta’, etc., etc., o que una
judiada
sea una ‘mala pasada o acción que perjudica a alguien’. Eso lo dice, o lo
decía, me gustaría creer que ya no, la gente. El Diccionario se limita a recoger
ese uso, a dar cuenta de en qué piensa la gente cuando habla de sexo
débil, de coñazo y cosas así.
Si entendemos lo anterior,
deberíamos entender que ha de ser la sociedad la que cambie. Que ni la lengua
ni el Diccionario son machistas o antijudíos; son simplemente, fedatarios
de lo que se habla en la calle. ¿Qué una palabra deja de emplearse o su sentido
pasa a ser otro o su forma se altera? La RAE
hace la modificación pertinente. A veces, no lo olvidemos, incluso cuando se
rompe la más elemental norma sobre la que un término pueda sustentarse. No es
ya que la RAE no diga nada; es que
no puede siquiera hacerlo cuando surgen voces que se lo piden. La lengua es del
pueblo y es el pueblo quien debe cambiar. La RAE comenta, aconseja o desaconseja. Lo que de ninguna manera puede
hacer es imponer. Es tan democrática la lengua, que no lo permitiría. Sus
cambios, así han sido siempre a lo largo de la historia, se producen desde
abajo, nunca desde arriba. Agustín
García Calvo, hablando de la transformación histórica del latín hasta lo
que hablamos hoy, decía que el latín nos
enseña que el poder no es capaz de hacer nada en los resortes profundos de la
lengua, que pertenece al pueblo. Y si un día aparece un término nuevo,
aunque sea una barbaridad, véase el caso de portavoza, nada ni nadie
podrá imponerlo ni prohibirlo; ni la RAE
ni los políticos que, haciendo demagogia, pretenden, vanamente, obtener con
ello notoriedad o el favor de los votantes. Será el pueblo quien dicte su
veredicto. Si el término se generaliza en su uso, entrará con naturalidad en el
DLE.
En caso contrario, desaparecerá por las cloacas y, como mucho, servirá de ejemplo
de la divertida ocurrencia de alguien que no sabía muy bien cómo funciona el
lenguaje. Que en este proceso la lengua gane o pierda es harina de otro costal.
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