Y aquí, para entre los dos,
si hallo harto paño, en efeto,
con muchísimo respeto
os he de ahorcar, juro a Dios.
(Calderón de la Barca)
Cuando yo era pequeño, y de eso hace
ya demasiados años, Le digo a Zalabardo que en los colegios se impartía una
materia llamada Urbanidad. El DLE define el término como
‘Cortesanía, comedimiento, atención y buen modo’. Me gusta más la definición de Seco: ‘Buena educación o buenos
modales’. Porque eso es lo que nos enseñaban: que hay que ser respetuoso con
los demás y, en especial, con los mayores y los más necesitados, que siempre
hay que guardar las formas y no hacerse notar por comportamientos inadecuados.
Cosas que, diríamos, casi no habría que insistir sobre ellas pero que, quizá
por no haberlo hecho, hoy se echan de menos.
El otro día, tras una charla sobre
libros, un asistente se me acercó y me dijo: “Lo que más me ha gustado es que has
hablado de muchas cosas sin meterte con nadie”. Meterse con alguien es,
como bien se sabe, ‘atacar o censurar’. Le contesté que procuro ser así
siempre; de hecho, aquel día censuré conductas de instituciones, reclamé mayor
y mejor atención para algunas cosas. Pero, eso sí, puse mucho cuidado de mirar
en todo momento hacia los cargos o instituciones, sin caer en el insulto u
ofensa personal, porque se pueden discutir ideas o rechazar acciones, pero a
las personas siempre hay que respetarlas.
Por desgracia, eso es algo que se va
perdiendo y las redes sociales se utilizan, a veces como burladero desde el que
tirar la piedra y esconder la mano, como trinchera desde la que atacar estando
protegidos. Hablo de redes sociales, pero estas conductas poco respetuosas se
dan en todos los ámbitos. No hay más que ver, por poner un ejemplo sencillo, lo
que una persona a la que todos consideraríamos normal, fundida en una masa, es
capaz de gritar a un árbitro de fútbol por una decisión que no comparte.
No hace mucho, inserté en Facebook
un brevísimo comentario en el que declaraba mi extrañeza por la tardanza de los
obispos vascos y navarros en pedir perdón por su respaldo a ETA. Alguien, mi Facebook
está abierto a quien lo quiera leer, escribió: “La Iglesia Católica es difícil
de entender, pero con estos hijos de puta, aún cuesta más trabajo.”
Naturalmente le afeé sus palabras y, aunque estaba en desacuerdo con el proceder
de los obispos, jamás recurriría a esos calificativos ofensivos, pues el respeto
a la persona debe estar por encima de todo. Días después, también en la misma
red, incluí un comentario sobre el “asunto Cifuentes”.
Una persona que respeto mucho, y que fue mi profesora durante un corto tiempo, Julia Uceda, escribió a propósito: “Anoche
me pasmé de lo guapa que era antes de ponerse bonita”. No se puede decir más
con menos palabras. Julia Uceda, se ve a las claras, es una persona con clase,
educada y, seguro, de pequeña recibió clases de urbanidad. El modo en que
contrapone el adjetivo guapa, ‘persona cuyo físico, y en
especial la cara, responde a unos cánones de belleza’, con bonita, que por un lado
puede ser un sinónimo, pero que, a la vez, con matiz irónico, y en la locución ponerse
(alguien) bonito es una ‘manera de criticar la inconveniencia o
inoportunidad de una conducta’ es un ejemplo de fina ironía, de uso de la
llamada dilogía o silepsis para, criticando procederes, ser cuidadosa para no
ofender. Julia Uceda sabe guardar
las formas.
Todo es, pues, cuestión de guardar
las formas. No hay que echar mano de palabras gruesas. Unas palabras simples e
inocentes pueden encerrar juicios duros. Recordemos si no la que se armó en
aquel programa radiofónico de 1975, Directísimo, en el que un torero, Palomo Linares se levantó airado ante
otro, Paco Camino, gritando: ¡A mí
no me llames muchacho!
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