Hasta donde me alcanza la memoria, la primera novela que recuerdo haber leído
completa, de un tirón, y haberme sentido arrastrado por cuanto en ella sucedía,
es La isla del tesoro. De ella aprendí muchas cosas: el
poder de la voluntad, el valor de la amistad y del tesón, que junto al bien
siempre cohabita el mal, que no hay que dejarse vencer, que la suerte hay que
merecerla… Si a ello se une el atractivo de la aventura que se desarrolla de
principio a fin, estaría todo dicho. Era bastante joven, un niño aún, y leía
más cosas, la mayoría de forma fragmentada. He dicho muchas veces, lo repito,
que yo casi aprendí a leer con el Quijote. Pero pasarían
bastantes años antes de sumergirme por completo, con conciencia de lo que leía,
en la novela de Cervantes, a la que vuelvo de forma recurrente. A
la novela de Stevenson se fueron añadiendo las de otros
autores: Verne, Salgari, Twain…; pero, aun fascinado por
las aventuras que leía, ninguna me caló tanto como la que enfrenta al
pequeño Jim Hawkins y al malvado John Silver en
la búsqueda del tesoro enterrado por el pirata Flint en
una remota isla. Con los años, fueron llegando otras lecturas, que me
entusiasmaban, aunque de diferente manera. Y, según crecía, hubo en mi vida
momentos marcados por autores diversos: un momento Saroyan, o un
momento Melville, un momento Conrad o un momento Kafka…,
sin que el orden en que cito refleje una línea cronológica.
Reflexionaba sobre este asunto, le digo a Zalabardo, tras leer hace días un
artículo de Javier Marías titulado Literatura de
penalidades o de naderías. Tal vez Marías sea algo
exagerado y no poco severo cuando adjetiva el momento literario como “época de
narcisismo” y denuncia que un significativo número de escritores actuales no
hacen otra cosa que “contar sin más su biografía, porque, como es la suya,
es importante”. Por ello, declara, lee tan pocos libros contemporáneos. Dice
echar de menos “a los autores que inventaban historias
apasionantes con un estilo ambicioso, no pedante ni lacrimógeno”. Días después,
me topé con otro artículo, este de Fernando Savater, en el que se
dice, hablando de literatura fantástica, que “de este género solo se salvan las
narraciones que cautivan por su imaginación y nervio, dejando a un lado su
mensaje”. Los dos coinciden en nombres como Conrad, Faulkner, Flaubert, Brönte, Huxley, Bradbury…
Marías de
que hoy solo se escriban naderías; hay muy buenos autores y muy buenas novelas,
pero también veo que las estanterías de las librerías rebosan de libros insustanciales,
aunque vengan apoyados por una fuerte industria editorial interesada en lanzar
al mercado éxitos efímeros sin que importe la calidad. No son poco los premios
literarios que caminan por esa senda.
No sé en qué grado, pero debo admitir que no les falta algo de razón, aun
admitiendo el nivel de subjetividad que hay que conceder a cada lector.
Zalabardo sabe que cada día leo menos literatura actual y busco refugio en la
relectura de obras anteriores. Por supuesto, no comparto la idea de
Le digo a Zalabardo que no quiero incluir en este apunte a los clásicos porque
los considero un mundo aparte en el que es posible hallar respuesta a cualquier
problema actual que imaginemos. Eso los convierte en imprescindibles. Pienso en
novelas escritas a partir del siglo xix.
Mi conclusión, y no olvido lo que dije al principio sobre la subjetividad, es
que se han escrito pocas novelas se escriben que hagan sombra a Madame
Bovary a La regenta o a Crimen
y castigo, por citar solo tres casos. Y si me acerco a nuestros días y me
fijo solo en novelas escritas en español, creo que pocas resisten la
comparación, en contenido y estilo, con Pedro Páramo, En
la orilla, Tu rostro mañana, Ayer no más, La
ciudad y los perros… La lista se podría ampliar, pero no sería
demasiado extensa.
Dar nombre de autores a los que uno admira es difícil; son muchos los factores
que intervienen. Para mí, a los de las novelas antes citadas podría unir los
de Faulnerk, McEwan, Virginia Woolf… Pero
no debo callar que vuelvo bastante a Proust, a Poe,
a Orwell, a Borges… Y me hago muchas veces, ante el
empeño de muchas editoriales por crear solo superventas, esta pregunta:
¿cuántos nombres de hoy, con el tiempo, se librarán del olvido? A esos libros
de laboratorio, a esas sagas tan en boga, les doy por completo la espalda. Y no
soportaría, tampoco yo, la lectura de esa novela dividida en seis libros, con
un total de 3500 páginas, en la que el autor se limita a contar su vida. Un
buen amigo, José Francisco Martín Caparrós, opina que hay que
ponerse en guardia ante una novela que precise más de 300 páginas para atraer
el interés del lector. Estoy con él, aunque pueda haber, y las hay,
excepciones.
Por eso, le digo a Zalabardo, tengo mis islas del tesoro, en
las que busco cobijo de vez en cuando. No las llamo novelas juveniles porque no
tengo claro que haya una literatura para jóvenes y otra para adultos. ¿Quién
puede mantener que la Alicia de Carroll,
por ejemplo, sea un libro juvenil? Creo más bien que cada libro tiene su época
y su edad para ser leído; lo que no depende, de manera exclusiva, ni del libro
ni del lector.
Mis otras islas del tesoro, a las vuelvo cada cierto tiempo,
son bastantes: Las aventuras de Tom Sawyer, Colmillo
blanco, La llamada de lo salvaje, La
cabaña del Tío Tom, Los tres mosqueteros, Robinson
Crusoe, Mujercitas, El mundo perdido, Viaje
al centro de la Tierra, Los viajes de Gulliver, Ivanhoe…
Me pregunta Zalabardo si acaso desprecio sagas como las de Harry
Potter o El señor de los anillos y otros
libros más actuales. Y le contesto que no, que son lecturas tan válidas como
las otras. Pero que, por mi edad y por el ambiente en que se desarrollaron mi niñez y primera juventud, me sigue
resultando más fácil identificarme con Jim Hawkins que con el joven mago
de Hogwarts o con los conflictos de la Tierra
Media. En cualquier caso, lo que pretendo decirle a Zalabardo es que,
hoy, la literatura que puede llevar a los jóvenes a ser lectores adultos ofrece
menos títulos que en otras épocas y están más plagadas de prejuicios. Y en esto
coincido plenamente con Marías, la culpa es de esa sociedad a la
que no parece interesarle una literatura que “muestre las ambigüedades y
complejidades de la vida y de las personas”.
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