Recuerdo que,
en mis años de bachillerato, mi profesor de geografía nos enseñó detalladamente
la diferencia entre la España seca y la España húmeda.
Supimos de la existencia de lugares en que la lluvia caía con regularidad y sus
habitantes disfrutaban de campos siempre verdes y de ríos de caudal constante.
Otras zonas, en cambio, eran poco menos que secarrales cruzados, si acaso, por
arroyos casi siempre secos y la lluvia un meteoro más o menos exótico. Si
miraba por la ventana, descubría que mi pueblo pertenecía a este segundo grupo.
También aprendimos a reconocer las estaciones y lo que correspondía a cada una.
Pero, le digo a
Zalabardo, aquellos conocimientos adquiridos nos sirven cada vez menos, porque,
en mi pueblo y en todo el planeta, el clima, eso que definíamos como conjunto
de condiciones atmosféricas propias de una región y cuya acción influye en la
existencia de quienes la habitan, parece haberse vuelto loco, no obedecer a
ninguno de los principios que nos hicieron aprender. Así, vemos que ahora
llueve donde no acostumbraba a hacerlo y los viejos prados verdes se tornan
amarillentos; o llueve en época en la que no se espera que lo haga; o cae en un
día toda el agua que debería caer repartida en un año. Lo mismo puede decirse
de la temperatura que, implacablemente, aumenta hasta el punto de que se nos están
fundiendo los hielos polares.
Hoy parece que
no se habla tanto de las Españas seca y húmeda, pues
vamos perdiendo la segunda. Ahora, los medios de comunicación conceden mayor
espacio a hablar de otro fenómeno que no sé si se estudiará en los centros
escolares: el de la despoblación. Sergio del Molino escribió un libro en
2016 titulado La España vacía, en el que analizaba las razones por
las que regiones y pueblos españoles van perdiendo población hasta el límite de
quedar vacíos. La expresión España vacía pareció instalarse con
firmeza. Al menos, hasta que han surgido movimientos indignados por la
pasividad con que se afronta el problema y han pasado de describir a denunciar.
Y en esa denuncia exigen que se sustituya el adjetivo vacía, que
es una mera descripción, por vaciada, que comporta una actitud de
rebeldía y de señalar que hay culpables.
Zalabardo se
extraña y me pregunta si no es lo mismo una cosa que otra. Debo decirle que no
y le recuerdo que no hace mucho hablé de la dificultad para encontrar
verdaderos sinónimos. Siempre, decía entonces, habrá matices que expliquen por
qué hay dos o más palabras y no una sola para determinados conceptos. Trato de hacerle
ver que el adjetivo vacío señala un estado puntual, una situación
sin más: una botella está vacía porque no contiene nada; una casa,
porque en ella no encontramos a nadie.
Frente a esto, vaciado
supone la constatación de que un proceso tiene una determinada causa que ha
terminado por provocar un efecto, y que detrás de ese proceso hay una
intervención externa: una piscina ha sido vaciada para su
limpieza; un tomate, en la cocina, ha sido vaciado para proceder
a rellenarlo. Y así todo.
¿Por qué los
activistas que luchan contra la despoblación piden ese cambio? Porque son conscientes
de que hablar de un pueblo vacío se refiere solo a la ausencia de
habitantes y no entra a conocer las razones de esa despoblación, de ese
abandono. La verdad es que, en la mayoría de los casos hay causas (ausencia de
servicios bancarios, sanitarios o educativos; deficientes vías de comunicación,
incluyendo teléfono e internet; desindustrialización y falta de rentabilidad de
los cultivos; falta de proyectos que ilusionen a la juventud, etc.) que hacen
muy dura la vida de los habitantes de una región o un pueblo, hasta obligarlos
a buscar en otra parte lo que allí no se les da. Ese pueblo, quién lo duda, queda
vacío porque ha sido vaciado.
Le respondo que
ese caso no es único. Que algo semejante sucede con otra pareja de aparentes
sinónimos: desertificación y desertización. En este
caso, además, nos encontramos con curiosas paradojas. Por ejemplo, el Diccionario
de la Academia, en 1992, solo admitía la forma desertizar
como ‘convertir en desierto, por distintas causas, tierras, vegas, etc.’ Sin
embargo, en la última edición, aun aceptando la validez de ambos términos,
considera preferible desertificar, ‘transformar en desierto
amplias extensiones de tierras fértiles’. Contra esta opinión, el Diccionario
del español actual, de Manuel Seco, sigue considerando más
adecuado desertizar, ‘transformar en desierto un lugar’. Según a
quién acudamos, al buscar desertizar, la Academia nos
remite a desertificar; y si buscamos desertificar, Seco
nos remite a desertizar.
Por suerte, hay
un diccionario, Clave, que intenta atender a los matices
diferenciadores. Nos dice que desertización es la ‘transformación
de un terreno en desierto’; y desertificación es ‘esa
transformación, causada específicamente por el ser humano’. O sea, que son
sinónimos, pero no tanto. Es lo que decía de vacío y vaciado:
la descripción de un fenómeno en un momento dado o la explicación del proceso
por el que se ha llegado a ese estado.
Llevando el
asunto a un plano no filológico, sino al de la realidad del mundo que habitamos,
el Diccionario del Medio Ambiente dice que desertización
alude a la ‘pérdida gradual de población en un área geográfica’ y desertificación
a la ‘pérdida de la cubierta vegetal de un territorio’; o sea, la desertificación
lleva a la desertización. En esta línea, observamos que la página
oficial de la ONU anuncia un programa para el Día Mundial contra la
Desertificación y la Sequía. En ese documento se habla solo de desertificación
y se señalan algunas de sus causas: la desaparición de la cubierta vegetal por
culpa de la tala incontrolada para la obtención de madera, combustible o
tierras de cultivo; el sobrepastoreo que impide la regeneración de las plantas;
o la agricultura intensiva que agota los nutrientes de las tierras. Es decir,
se atiende antes a las causas para prevenir los efectos.
Zalabardo se
queda otra vez serio y acaba por decirme: tenemos delante un panorama realmente
oscuro: la grave despoblación que atestiguamos en nuestras tierras (la media
europea es de 177 h/km2; la de Alemania es de 233 h/km2;
y la de España, de 92 h/km2, con el dato preocupante de que en
Castilla y León se cae hasta 26 h/km2) y las innegables señales,
pese a los negacionistas del cambio climático, de que estamos degradando el
planeta a pasos agigantados. ¿No sería mejor ocuparse en buscar soluciones que
perder el tiempo discutiendo si vacío y vaciado o desertización
y desertificación son o no sinónimos?
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