Hace unos días,
andaba yo por el monte, por el Cerro Tío Cañas, y me vino a la memoria un
episodio de La regenta, de Clarín. Se lo cuento a
Zalabardo y se echa a reír. Me pregunta si no tengo bastante con el esfuerzo o
con disfrutar mirando el paisaje como para, además, dirigir mi atención a otras
cosas. Le contesto que, a mí, el senderismo, aparte del ejercicio físico y el
placer contemplativo, me ayuda a ordenar las ideas.
El pasaje que
recordé es uno en que don Santos Barinaga,
borracho, despotrica contra don Fermín de Pas, magistral y
provisor de la Catedral, hombre codicioso de poder que fluctúa, indeciso, entre
sus funciones religiosas y sus ambiciones mundanas; aparte de otras cosas, de
Pas regenta, de forma clandestina, una tienda de objetos de culto con
la que ha conseguido arruinar a don Santos, que tiene un negocio
similar. Santos Barinaga, en mitad de la calle, califica al
provisor de carcunda, oscurantista, simoníaco, rapavelas,
comehostias y no sé cuántas cosas más. En su desesperación, grita a un ausente
magistral: Usted ha arruinado a mi familia… Usted me ha hecho a mí hereje…,
masón. El pobre don Santos acusa al indigno sacerdote de
haberlo incitado a alejarse de la religión. Y yo, mientras subía por una cuesta
pedregosa, pensaba que el cura que, con su conducta, aleja a sus feligreses de
la fe no es cosa del pasado, sino que todavía podemos encontrarlo.
Zalabardo me
pregunta qué peregrina cuestión me ha arrastrado a ese recuerdo y a ese
pensamiento. Y le contesto que ha sido una palabra, carcunda, que
hoy no parece tener mucha relevancia pero que designa un modo de ser que
subsiste. Le hablo a mi amigo, se lo he dicho infinidad de veces, de que el léxico
de una lengua no es un cuerpo inamovible, estático, sino que se va renovando
con el tiempo, pues hay palabras que comienzan a pedir paso, mientras otras
caen en el olvido. A veces he utilizado la imagen del árbol que, al tiempo que
pierde hojas, ve cómo le nacen otras. También le hablo de las que podrían
llamarse palabras guadiana, que desaparecen para, transcurrido un tiempo,
volver a presentarse ante nosotros.
En ocasiones,
aunque una palabra pudiera parecer fuera del circuito del habla, algo nos la
devuelve a un primer plano. Eso es lo que me ha ocurrido estos días con carcunda.
Según nos explica muy bien Joan Corominas, le aclaro a Zalabardo, carcunda
o corcunda, es un término portugués que significa ‘joroba y
jorobado’ y, metafóricamente, ‘avaro, mezquino, egoísta’. Su sentido
indudablemente despectivo se fue acentuando en el país vecino cuando se comenzó
a utilizar, en el siglo XIX, como ‘reaccionario’. Se aplicaba a los
absolutistas que se opusieron a la revolución liberal de 1820.
El caso es curioso:
España exportó a Portugal la revolución liberal y los portugueses nos dieron la
palabra que designaba a sus opositores. Aquí, se empezó a llamar carcundas
a los carlistas partidarios de Carlos María Isidro Borbón, hermano de Fernando
VII. Pero, no sé si por comparación con el trabucaire catalán,
‘clérigo que coge un trabuco y se une a las luchas políticas’, también se llamó
carcundas a los ultramontanos y neocatólicos,
es decir a quienes ven el poder civil y el poder eclesiástico como una misma
cosa y defienden que el primero ha de estar supeditado al segundo.
Rastreando la
historia de la palabra en España, carcunda significó, de modo general,
‘retrógrado, reaccionario’, con lo que volvía a su sentido original. Y, ya en
el siglo XX, se aplicó a todos cuantos defendían ideas fascistas y de ultraderecha.
Entonces inició su decadencia, pues la aparición de facha, con el
mismo sentido, pareció que engulliría al portuguesismo.
Zalabardo que
es tozudo cuando se trata de obligarme a explicar algo, me dice que nada de lo
dicho sobre origen e historia de la palabra le ayuda a entender por qué
subiendo a un monte se me ocurre pensar en la novela de Clarín y en el
adjetivo pronunciado por un personaje. Comprendo que tiene razón y accedo a sus
deseos. El monte me hizo pensar en otra zona montañosa, Cuelgamuros, donde se
levanta la basílica del Valle de los Caídos. La palabra, el episodio acaecido
allí hace dos días antes, la exhumación de Franco por sentencia del Tribunal
Supremo.
Ni Zalabardo ni
yo tenemos interés en comentar aquí dicha exhumación, que debería haberse
tomado como algo natural y, sin embargo, se ha hablado demasiado y durante
demasiado tiempo de ella. Me interesaba hablarle de la palabra y de algunos comportamientos
recientes. Por ejemplo, que me ha causado estupor la cerrazón de ese cura
ultramontano, carcunda, el abad benedictino del Valle de los Caídos, y
su desfachatez al amenazar con enfrentarse a la sentencia del Tribunal Supremo
de la nación y a un Estado que es quien mantiene la basílica y a la comunidad
de la que él preside. Ese abad Cantera lleva su espíritu trabucaire
no solo a desobedecer una sentencia, sino a desoír la opinión del propio
Vaticano.
Pero si pudiera
entender la actitud del abad Cantera, que no justificar, por su pasado,
ejemplo claro de carcunda y trabucaire, hemos asistido
a otros comportamientos que me han indignado porque, a mi edad, creía que no
iba a presenciar más nada parecido. Si en 1973, fuerzas reaccionarias gritaban
lo de ¡Tarancón al paredón!, en estos días he tenido que ver cómo grupos
ultras escriben pintadas, con una amenazadora mira telescópica, contra el cardenal Carlos Osoro y otros
eclesiásticos cuyo único pecado ha sido acatar unas leyes civiles que en nada empañan sus creencias religiosas. Ante tales hechos, la jerarquía católica española no solo guarda
silencio, sino que incluso se manifiesta molesta con el papa Francisco
por no haberse opuesto a la exhumación del dictador. Esa conducta es propia de carcas,
ultras, neos, sean eclesiásticos o no, y ellos son
los que hacen un daño irreparable a tantos buenos cristianos católicos como
hay, a la Iglesia en suma.
Porque,
lamentablemente, entre nosotros, el talante de aquel Fermín de Pas,
ambicioso y soberbio, altanero y arrogante, reaccionario, carcunda
que aleja a los fieles de la Iglesia, aún tiene seguidores.
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