Lo que me llama
la atención, le digo a Zalabardo, es que cada vez que se produce una de estas
reuniones, parece que todo el interés de los medios se centra en la lista de
vocablos que entran, salen, amplían o modifican sus acepciones en el Diccionario
de la Lengua Española. Las reacciones no se hacen esperar: extrañeza
porque entre o no tal o cual palabra, aplausos a lo que se considera acierto o críticas
por lo que se considera error.
Pienso,
reflexiono en voz alta para que Zalabardo me oiga, que una gran parte de los
medios, y a ellos les siguen muchas personas, tienen una conciencia poco clara
de lo que es un diccionario y, en este caso preciso, de lo que es el DLE.
El diccionario, cualquier diccionario, no debería ser otra cosa que el valioso
instrumento que nos deja constancia del estado del léxico de un idioma en un lapso
más o menos extenso de tiempo. Pero, esa es la impresión que tengo, cada
adición o reforma se espera como se espera el desfile anual de los ángeles de
Victoria’s Secret o la ceremonia de los óscar. Más que interés por el estado de
salud de la lengua, lo que hay es expectación por las modas. Y la moda, ya lo
sabemos, es algo voluble y sin firmeza.
Un Congreso
sobre la lengua es más que curiosidad por el diccionario, que debe hacerse a
fuego lento, sin prisas. Las palabras y sus acepciones han de estudiarse
detenidamente, ver el grado de aceptación que tienen en los hablantes, el modo
como cimentan su encaje en el habla, la fuerza con que resisten el vendaval de
las efímeras modas. Y, sobre todo, debe hacerse pensando en el conjunto de la
comunidad hablante, en lo que a una gran mayoría le es útil. Eso es, claro está,
lo que pienso yo. Los tecnicismos, regionalismos, jergas y demás, deberían ir
en diccionarios específicos.
¿No cabe, según
esto, la posibilidad de un “diccionario total, universal” que recoja todas las
palabras? Ni creo en esa posibilidad ni me parece necesaria. Y menos en un
mundo como el de hoy, que nos permite contar con Internet. La carta de
naturaleza de una palabra no se la otorga su presencia en el diccionario; como
tampoco se la quita su ausencia. Se la da el arraigo entre los hablantes.
Muchas personas
se preguntan cuántas palabras tiene el español. Esa pregunta carece de
respuesta por la simple razón de que la que se dé no será válida. A ver,
¿aparece en algún lado recogida mangalaspierdes, que llaman en el
pueblo jiennense Chilluévar a la ‘persona alocada, que actúa sin objetivo
preciso’? Y maco, que aparece en el Diccionario de argot
español de Víctor León como ‘cárcel, calabozo’, ¿tiene algo que
ver con el maco, ‘pícaro, bellaco’, del diccionario académico?
¿Dónde ponemos macró, ‘chulo de putas’, que recoge el mismo Víctor
León? ¿O el vilorio, ‘inquieto’, que tanto oía yo en boca de mi
madre? No hace mucho, hablando de un tipo de espárragos, un amigo, Pepe
Sarria, me decía que los conocía como chochas y otro amigo, Rafael
Pradas, me hablaba de chupones; ¿se puede encontrar eso en
algún sitio aparte del habla peculiar de cada lugar y persona?
Consulto una
página del Centro Virtual Cervantes y leo que el DLE
recoge unas 93000 palabras y el Diccionario Histórico unas
150000. En otro lugar, leo que, en español, podemos calcular que hay unas
300000 palabras de las que un hablante normal utiliza solo 300, una persona
culta, 500 y un escritor, 3000. La verdad, confieso a mi amigo, no puedo opinar
sobre estos datos, aunque sospecho que hay muchas más.
Todo esto surge
porque en ese Congreso de Academias del que hablaba al comienzo se ha
presentado un documento con las adiciones, modificaciones, etc., que ya
aparecen en la versión electrónica del DLE. Y, la verdad, tengo
la impresión de que las Academias se están dejando llevar por esta
afición a las modas. Nunca he sido contrario, Zalabardo lo sabe, a la
aceptación de nuevos términos, de préstamos que tengan una justificación, de la
natural y lógica evolución de nuestra lengua. Porque los nuevos términos, los préstamos
y la evolución son algo inherente a la naturaleza de las lenguas. Pero hay
decisiones que hacen pensar.
Por ejemplo, la
inclusión en el diccionario de zasca, ‘respuesta cortante’, me
parece precipitada; no dudo del empleo del término ni de su notable difusión.
Pero ¿está suficientemente asentado o es una moda pasajera? El año pasado se
aceptó la inclusión de mazo, ‘mucho’; ¿quién la usa ya? Veo que
se incluye arboricidio, ‘tala indiscriminada de árboles’ o antitaurino,
‘contrario a las corridas de toros’. ¿Por qué ahora y no antes? ¿Por qué, en
cambio, no se incluye, animalista, ‘defensor de los animales’? Un
hablante debiera saber que con los sufijos -cidio o -ista,
o con el prefijo anti- podemos formar una nueva palabra en cualquier
momento. Otro caso: se incluye aniridia, ‘falta congénita del
iris del ojo’, pero se deje fuera, junto a otras muchas, trabeculectomía,
‘abrir una vía de salida del humor
acuoso desde la cámara anterior del ojo hasta el espacio subconjuntival’ ¿No estarían
mejor, ambos términos, en un diccionario de medicina? ¿Tiene sentido dar
entrada al extranjerismo brunch, ‘comida que se toma a media
mañana, que sustituye al desayuno o a la comida principal’? Y, por último, ¿por
qué se da entrada al americanismo sánduche/sanduche,
‘emparedado, sándwich’ si sánguche, también americanismo, está
más extendido?
Son solo
algunos ejemplos de los muchos que se podrían dar de este modo precipitado, a
mi juicio, de actuar sobre el diccionario. No debe tenerse miedo a que alguien
proteste porque determinada palabra no aparezca o porque alguien considere que
una acepción concreta no se ajuste a la realidad. El diccionario nunca impone
nada. Se limita a dar fe de usos bien comprobados. Cuando está generalizado y
asentado, lo recoge; cuando la mentalidad ha cambiado, se hace eco de ese nuevo
sentir. Para modas, ya están los centros comerciales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario