La semana
pasada, hablaba aquí de lo que puede ser un paseo por los Montes de Málaga.
Esta, le toca a la Axarquía. Pero Zalabardo, esta vez, se queda
en casa; su carácter retraído y su naturaleza tímida lo empujan a actuar así al
saber que vamos acompañando a unos amigos para que conozcan una de las
bellezas, una más, de la zona: la huella de la arquitectura mudéjar en los
alminares de las viejas mezquitas trasmutados con el tiempo en campanarios de
las iglesias que ocuparon su lugar. Acostumbrado a tenerlo a mi lado, lo echaré
de menos, pero respeto su decisión.
La Axarquía
es un goce para la vista, una bella tierra, áspera y dura, a la que el hombre
ha tenido que amoldarse para así domarla y obtener de ella el máximo producto.
Recorrerla es ir descubriendo pequeños pueblos agazapados entre los pliegues de
un terreno de color ocre, ahora ya verdea, pero que, cuando se llega a
cualquiera de ellos, se convierte en una mancha de un blanco cegador. No es
fácil moverse por estos pueblos de calles estrechas y empinadas hasta lo
inverosímil. Pero el premio merece el esfuerzo.
Algunos son
pequeños y se diría que casi prefieren seguir en una especie de anonimato
silencioso: Daimalos, Sayalonga, Corumbela,
Árchez; otros han adquirido fama y renombre hasta convertirse en
focos turísticos (esperemos que no se degraden) y figurar entre los más bellos
pueblos de España, como sucede con Frigiliana. Unos y otros, no
obstante, parecen competir por distinguirse en alguna producción concreta. Sayalonga
y sus nísperos; los aguacates y mangos del entorno de Vélez-Málaga;
el vino de Cómpeta; los higos de Almáchar; las
pasas de Iznate; el aceite de Periana o Mondrón,
donde hasta hay olivos con nombre propio.
Pero, al
recorrer con estos amigos la ruta mudéjar, al hablar de los pueblos quiero
hablar también de la razón de esa x que a tantos extraña. A lo
largo de los años, soportando diferentes avatares históricos, los mudéjares —palabra
que, aunque en principio significa ‘a quienes se les permite quedarse’, pasó
luego a tener una connotación despectiva, ‘los domesticados, sometidos’— eran
los musulmanes que permanecieron en tierras conquistadas por cristianos. Si en
un principio se les consintió practicar sus cultos, más tarde, la intolerancia
los obligó a cristianizarse e incluso fueron expulsados de muchos lugares.
Muchos de ellos se refugiaron en estas tierras de lo que quedaba del reino de
Granada —la Axarquía, las Alpujarras—. Pasaron a
ser llamados, genéricamente, moriscos.
Pero vamos con Axarquía.
El nombre procede del árabe šarqíyya, ‘territorio al este de la
ciudad de la que depende’. En efecto, no puede ser más descriptivo: la Axarquía
es la parte más oriental de Málaga. Bien definida geográficamente, comprende
desde Rincón de la Victoria, por el oeste, hasta Nerja, ya lindando con
Granada; y, al norte, su linde es el boquete de Zafarraya y la impresionante
Maroma que domina toda la comarca, máxima altura de la provincia, 2062 metros,
cuya cima se disputan Málaga y Granada.
El término
árabe derivó hasta el castellano jarquía que, según contemplamos
en el DLE, tiene el mismo significado. ¿Por qué, entonces, Axarquía
y no Ajarquía? La explicación nos la ofrece una revisión de la
evolución de nuestra lengua. No solo las palabras o la sintaxis cambian a
través del tiempo; también cambia la fonética, los sonidos. El castellano
medieval disponía de una pareja de sonidos palatales fricativos: š,
sordo (semejante a la sh inglesa o ch francesa),
que se representaba con la letra x; y ž, sonoro (semejante
a la j inglesa o francesa), que se representaba con las letras g/j.
Un sonido como la j actual no existía. Sin embargo, hacia el
siglo XVI, el sistema consonántico del español comenzó a cambiar. Uno de esos
cambios fue que la ž se ensordeció, con lo que se confundía con š;
aparte de esto, ambos retrasaron su articulación a posición velar χ,
pronunciación actual, que se representa mediante j o g
(+e,i).
En un
principio, no obstante, se continuó utilizando la x para este sonido
aparte de que había una gran inseguridad ortográfica. Pensemos que, en su
primera edición, la novela de Cervantes aparecía como don Quixote.
Pero hay más. Por una serie de circunstancias que no siempre se pueden explicar
con acierto, hubo una serie de topónimos y antropónimos que se mantuvieron con
una ortografía arcaizante. México, Oaxaca o Texas
no deben pronunciarse Méksico, Oaksaca o Teksas,
sino Méjico, Oajaca y Tejas. Incluso
el primero y el tercero admiten las dos formas. Igual sucede con el nombre Ximena
o el apellido Ximénez. Y para corroborar lo dicho, tenemos que
los gentilicios de los topónimos Guadix, Almorox o Borox
son guadajeño, almorojano y borojeño,
donde se recupera la j.
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