A Zalabardo le
suena este título y le aclaro que mezclo el Antiguo Testamento y un verso de Vicente Huidobro, poeta
chileno que en su poema Arte poética, considerado manifiesto del
creacionismo poético escribió: Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra; /
el adjetivo, cuando no da vida, mata. Pero, aunque muchos poemas quedan
vacíos por el mal uso de los adjetivos, no quiero hablar de eso, sino del
cuidado de las palabras.
Ya Góngora,
maestro en estas artes, nos ofreció un atrevido modelo al escribir cómo Amor
dudaba si el color de la piel de Galatea era púrpura nevada
o nieve roja. El blanco del lirio adornado del rojo de las rosas
o al revés. Mucho se ha escrito de esa traslación que eleva el poema a una
categoría superior. Frente a esto, hay muchos incapaces que usan mal no solo los
adjetivos, sino cualquier palabra y las emplean a destajo creyendo enriquecer
lo que, en realidad, empobrecen. En piedra dura, fría nieve,
suave seda… no hay sino adjetivos sobrantes. En las primeras
veintidós líneas de Espacio, poema en prosa de Juan Ramón
Jiménez, hay un único adjetivo, fuga raudal. Podía haber
elegido rápida o rauda; pero, como Huidobro,
Juan Ramón cuidaba la palabra.
Que los
adjetivos, cualquier palabra, “matan”, no es sino un modo de denuncia que hoy
podríamos seguir lanzando cada vez que vemos el descuido con que se habla. Por
ejemplo, cuando se usan los colectivos de manera irreflexiva, cayendo en
generalizaciones inadmisibles. ¿Se puede aceptar que un político diga que españoles
y catalanes estamos llamados a entendernos? No es preciso saber qué es un hiperónimo, palabra que engloba dentro de su
significado a otras (deporte lo es de fútbol, tenis. Lo grave es no saber que un catalán es tan español como un gallego
o un canario. Como igual de irresponsable es el político catalán
que habla de que el pueblo catalán aspira a su independencia, cuando
es palpable que, entre los catalanes, unos tienen esa aspiración y otros no. Es falta de cuidado, cuando no consciente mala intención, incluir bajo
una forma de pensar o de sentir a todo el conjunto de los individuos que
integran el colectivo. No se puede (no se debe) decir que los políticos
son…, o que la Iglesia es…, o que los banqueros son…,
o que los franceses son…, porque entre políticos, eclesiásticos,
banqueros y franceses (como entre bomberos o toreros, hay de todo).
El error, claro
está, no es solo de los políticos. Le comento a Zalabardo mi decepción frente a
quienes consideran que “sus palabras” son las verdaderas y únicas válidas. Por
ejemplo, los de mi generación fuimos educados en la creencia de que república
es palabra que remite a todo lo malo imaginable. Y cuando miro a mi alrededor, surge la extrañeza:
¿son Italia, Francia, Alemania, repúblicas, peores países que
España? Otra depravación léxica. En nuestra guerra civil, por ejemplo, aparte
de que la República cometiera errores, que los cometió y no pocos,
lo que provocó en definitiva su caída fue un golpe de estado de militares
desleales (que no eran todos los militares) que, aplaudidos y
apoyados por eclesiásticos y no republicanos desleales (que no eran todos los
eclesiásticos ni todos los no republicanos) se alzaron contra el gobierno e
instituciones legítimos. Los golpistas, es decir, los delincuentes que infringían las leyes,
se autodenominaron nacionales. ¿Carecían de nacionalidad
española aquellos contra los que se levantaron?
Cargamos de
significados subjetivos las palabras y no reparamos en ello. En la polaridad,
para distinguir los terminales de una pila, batería, etc., se habla de polo
positivo y de polo negativo. Es una convención. ¿Significa eso que uno sea mejor que el otro? Si aceptamos otra convención, que blanco y negro son los polos extremos de una gama de
color, ¿cuál sería el positivo, el bueno, y cuál el negativo, el malo?
Llevemos esto a
la vida diaria. ¿Por qué se nos fuerza a elegir entre extremos? ¿No hay puntos
de encuentro? ¿No es válida ya la máxima de que en el punto medio está la
virtud? ¿Por qué tanto unos como otros rechazan a los que no secundan sus
extremismos y los llaman grises?
Sabe Zalabardo
que estoy harto de expresiones eufemísticas que solo buscan ocultar lo que en
verdad no se atreven a decir: ¿qué es derecho a decidir? ¿Acaso
en una democracia el ciudadano no decide mediante su voto? ¿Por qué una recesión
tiene que ser una desaceleración? ¿Por qué se habla de esas
cosas para no pronunciar la palabra corrupción? ¿Qué
clase de estupidez es cambiar la ponderación de los impuestos? Sinceramente, no lo entiendo.
¿Y por qué hemos
de soportar que, a una sencilla pregunta, alguien responda: “Acerca de lo que
dice, entiendo que…” ¿Por qué no dicen opino, creo,
juzgo, etc.? Porque entender
es de la familia de comprender, deducir o inferir,
no de la de opinar, creer o juzgar.
Si buscamos en diccionarios generales, hasta 1918 no recoge Rodríguez Navas
entender como creer. Y en los diccionarios
académicos, hasta 1817 no aparece que pueda usarse entender con
el valor de creer, y eso en la séptima de sus acepciones, donde sigue
todavía. En el DLE actual leemos: 1. Comprender, deducir,
inferir; 2. Tener idea clara de algo; 3. Saber con perfección
algo; 4. Conocer; 5. Discurrir, inferir; 6. Tener
intención de hacer algo; 7. Creer, juzgar. Miro diccionarios
prestigiosos de sinónimos y Gili Gaya, Olivé, Cortina y
otros coinciden en que se entienden las palabras y se
comprenden los pensamientos.
Y aquí está el
quid de la cuestión. Porque Zalabardo y yo, que somos ya bastante mayores y nos
resistimos a dejarnos llevar por algunas modas, cuando decimos entiendo
queremos decir que ‘hemos comprendido el sentido de las palabras y el pensamiento
de quien nos habla’; y, si decimos no entiendo, manifestamos, con
toda honradez, que ‘no hemos captado lo que se nos quiere comunicar’ y
agradeceríamos una aclaración. Ni en el primero ni en el segundo caso emitimos
juicio, opinión ni valoración de lo que se nos dice. Eso lo haremos, si acaso,
cuando se aclare nuestra falta de comprensión.
La segunda
parte de esto es que ese que tanto entiende se enfada, porque da por sentado que sus palabras no admiten duda, si alguien
le dice que no está tan claro su discurso. Y adopta la soberbia actitud de ese Dios que,
preguntado por Moisés tras el encuentro con la zarza ardiente, lo leemos
en el Éxodo: “¿Y quién digo que eres?, ofrece la tautológica
respuesta: Yo soy el que soy. Magnífico; ya está todo claro. Hoy,
a nuestras preguntas, se nos responde: “Pues ya ha oído usted lo que he dicho”
o “No creo que haya nada que explicar”. Lamentablemente, todavía topamos con quienes
se siguen creyendo poseedores de una mente y un pensamiento tan lúcido y
certero que no tienen que explicar nada. Puede que tengan esa lucidez de
pensamiento, pero les falta el rigor de la palabra. Y como no cuidan ese
aspecto, no ya sus adjetivos, sino sus nombres y pronombres y hasta adverbios,
“matan”.
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