Suele decirse
que lo que no tiene nombre no existe. Quizá por eso, una de las primeras cosas
que nos cuenta el Génesis es cómo Adán ponía nombre
a cada cosa; y el evangelio de Juan comienza recordándonos que no hubo
nada antes de la palabra. Más cercano a nosotros, Juan Ramón Jiménez
escribió: Yo he acumulado mi esperanza / en lengua, en nombre hablado, en
nombre escrito; / a todo yo le había puesto nombre. Y poco antes, en el
siglo XVIII, Feijoó advertía de que, para introducir una voz nueva, se
necesita destreza, tino sutil, discernimiento delicado; y huir tanto de la
afectación como del exceso. Todo ello, sin escandalizarse porque se coja una
palabra de otro idioma en caso de carecer de equivalente en el propio, porque
siempre será mejor usar una palabra, venga de donde viniere, que tener que
recurrir a tres o cuatro para decir lo mismo.
Zalabardo se
siente intrigado viendo que me amparo en tantas fuentes, sin haber declarado
todavía qué quiero demostrar, si es que quiero demostrar algo. Le contesto que
los autores de las cuatro citas, cuando hablan, o escriben, están pensando en
cosas diferentes, por lo que aún me escudo tras una quinta cita,
más humilde y, aunque no es literal, bastante certera. Pienso en Berceo y
en aquello de: Todo lo anterior es palabrería oscura y confusa; dejemos la
corteza y vayamos al meollo.
Vayamos, pues,
al meollo. Leo informaciones que cuentan que la comisión de la RAE
encargada del diccionario debate sobre palabras que, en la situación que
padecemos, atraen a los hablantes: coronavirus, pandemia,
resiliencia, triaje, desescalada, desconfinamiento,
mascarilla… Comunico a Zalabardo mi extrañeza por la prisa en
tratar algo que, en este momento, considero más competencia de los libros de
estilo que de la Real Academia. Bien está que dicha comisión vigile los
movimientos de nuestra lengua, que aclare dudas, que analice formas nuevas, que
opine sobre su idoneidad… Pero, por mucha curiosidad que levanten estas
palabras con que nos asaetean los medios, no creo urgente estudiar la posibilidad de su inclusión en el DLE.
Y le doy mis
razones. La primera es que ese conjunto de palabras es un totum revolutum,
un amasijo de términos y conceptos que, tal como van circulando, confunden más
que informan. Y no olvidemos que una información descontrolada no suponer mayor
ni mejor conocimiento. Un diccionario, como el de la RAE, debiera ser, a
mi humilde entender, un instrumento que auxilie a los hablantes en la
comprensión de todas aquellas palabras que emplean la generalidad de los
hablantes. Los tecnicismos, el vocabulario de una rama o actividad específica, tiene
su lugar en diccionarios especializados, de aeronáutica, de química, de
términos médicos, de ingeniería, etc. Por ejemplo, el diccionario académico no
recoge demultiplexador, tecnicismo de telecomunicaciones, ni trabeculectomía,
tecnicismo de la cirugía oftálmica; y nadie se queja por ello. Cuando los
necesitemos, los buscaremos en un glosario especializado.
¿Entonces, coronavirus?,
me pregunta Zalabardo. Y tengo que decirle, puede que me equivoque, que es
inapropiado buscarle un significado. ¿Por qué? Porque ya lo tiene. Los coronavirus
existen desde hace siglos y la palabra es un término genérico que engloba a conjunto
característico de virus cuya forma forjó el nombre. Sin ir más lejos,
uno de sus tipos es el que provoca el resfriado común, del que ya nadie se
asusta. Con solo consultar la Wikipedia nos enteramos de que, relacionados con
enfermedades respiratorias en humanos, hay siete tipos de coronavirus
de los que uno es el llamado SARS CoV-2, más conocido por el
acrónimo tomado del inglés COVID-19 (COronaVIrus
+ Disease [20]19), es decir ‘enfermedad provocada por un
coronavirus descubierto en 2019’.
Vayamos a otra
palabra: triaje. La explicaba perfectamente Álex Grijelmo
hace poco. Es un galicismo antiguo que se viene usando en nuestros hospitales
desde mucho antes de esta pandemia. El enfermo que llega a urgencias, pasa por
un triaje, una primera exploración de la que depende que se lo envíe a una
sección concreta. Es, pues, un proceso de selección, de
separación, de criba. En español tenemos el verbo triar, poco
usado, que inicialmente significaba ‘dejar las marcas en el suelo por el paso
continuado’, pero, por influencia del francés y el catalán, pasó a significar
‘separar, cribar, seleccionar’. ¿A quién no le suena trillar,
‘separar el grano de la paja’, que pertenece a la misma familia? Lo malo es que,
ahora, algunos usen triaje para determinar a qué paciente se
atiende y a cuál se abandona a su suerte. Mala cosa.
Veamos desescalada
y pico. La dos provocan no poca sorpresa. La palabra desescalada
es impecable en cuanto a su forma. El prefijo des- sirve para expresar el proceso
contrario a lo que otra palabra indica: cubrir/descubrir,
andar/desandar, confinar/desconfinar…
Pero si escalar expresa moverse hacia arriba, ¿necesitamos
inventar desescalar, para el proceso contrario, que siempre hemos
llamado descender o bajar? Es como cuando a acelerar,
teniendo tan a mano frenar, oponemos desacelerar.
Le insisto a
Zalabardo que no hay que dejarse arrastrar por modas momentáneas, por
extraordinarias y dramáticas que sean, ni apresurarse en pedir la entrada de palabras en el
diccionario. Las palabras van y vienen, aparecen y desaparecen; algunas tienen
vida fugaz. No nos dejemos deslumbrar por una aparatosa escalada que
puede acabar, mañana, en el desengaño de una desescalada. Por
eso, lo que importa es que los medios de comunicación pongan cuidado y usen un
lenguaje accesible y claro para el público. Que la Academia discuta dar
entrada a una o cincuenta palabras tiene menos interés. Lo decía Paz
Battaner, académica, coordinadora del Diccionario: Los
términos científicos tienen mucho interés, pero otras palabras requieren mayor
urgencia. No quiere, confiesa, que esas palabras, al poco, pasen a formar
parte de lo que ella llama ‘el pozo sin fondo del Diccionario’.
Ni que caigan, como dice Álex Grijelmo, en ‘el rincón de las telarañas’.
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