Me echo a
temblar, digo, porque se me vienen a la cabeza los charlatanes que, de tiempo
en tiempo, pasaban por mi pueblo, y supongo que también por los demás, ofreciendo
el nuevo producto, por lo común venido de Alemania, que solucionaba
todos los problemas. La clave estaba, y sigue estando, en el atractivo de ese
adjetivo: nuevo, del que se abusa con el falso argumento de que nuevo
equivale a mejor y hay que desechar lo viejo.
Tras la gran
depresión, el presidente Roosevelt procuró elevar la moral del pueblo
americano con la política que llamó new deal, ‘nuevo trato’ o,
quizá mejor, ‘nueva redistribución de recursos’. En general, aquellas medidas
estuvieron bien, porque pretendían favorecer a los necesitados, a esos que,
antes y ahora, siempre han sido los que han pagado el pato, aunque no se lo
coman. Rossevelt llevó a cabo una reforma de bancos, una mejora de la
asistencia social, programas de ayuda para el trabajo y la agricultura…
En España,
hacia 2015, comenzó a hablarse de nueva política en oposición,
claro está, a la vieja política. La aparición de partidos
liderados por gente joven que defendían nuevas ideas y modos de
actuación propició su difusión. En diciembre de aquel año, Ignacio Urquizu
publicó un artículo, ¿Qué es la nueva política?, con la intención
de poner algunos puntos sobre algunas íes. Decía que la realidad nacía de la
inevitable confrontación entre una generación que había crecido bajo el
paraguas de la dictadura, del que no siempre se había podido liberar y otra que
había crecido con los aires de la democracia y no se sentía estigmatizada por
el franquismo. Pero, decía Urquizu, esta oposición entre lo viejo
y lo nuevo se trazó, como muchas otras cosas, a base de brochazos
gruesos porque no se supo, o no se quiso, ver que ni todo lo nuevo
es bueno ni todo lo pasado está tan mal. Y se olvidó que tanto la derecha como
la izquierda estaban necesitados de una nueva política.
En julio de
2019, Marisa Cruz escribió otro artículo, La nueva política, un
timo a los votantes, para denunciar los defectos de esa política:
egoísmo de los líderes, incapacidad para el diálogo e ineficacia en la
negociación, ausencia de proyecto ilusionante, oscurantismo y mentiras… Estaría
muy de acuerdo con ese diagnóstico, le digo a Zalabardo, si no fuera porque la
autora culpa de esos defectos solo a los nuevos Sánchez e Iglesias,
lo que lleva a pensar que los nuevos Casado y Abascal
permanecían fieles a la auténtica política, es decir, la vieja.
Leyendo ese artículo tenía por fuerza que recordar el anterior de Urquizu.
Y pensar que, si la nueva política es un timo, que pudiera ser,
ni todo lo malo lo representan Sánchez e Iglesias ni todo lo
bueno se concentra en Casado ni, por supuesto, por supuesto, en Abascal.
Seamos, al menos, objetivos e imparciales.
En este empacho
de novedad mal entendida, ahora nos encontramos, al menos Zalabardo y yo, con
que se nos promete la conquista, cuando la crisis sanitaria pase, de una nueva
normalidad. Otra expresión para ponerse en guardia. Porque si el new
deal prometía arreglar lo que estaba mal, una nueva negociación en el
funcionamiento de la sociedad, y la nueva política, bien
entendida, pretendía sacudirse los tics de un pasado que deberíamos haber
superado, todos, ¿qué nos ofrece la nueva normalidad?
Si acudimos a un
diccionario, veremos que norma es la ‘regla que se debe seguir o
a la que se deben ajustar las conductas’. Si vamos a normal, se
nos dice que lo es todo ‘lo que se halla en su estado natural, lo que es
habitual u ordinario, lo que se ajusta a reglas fijadas de antemano’. Y, por
fin, miramos normalidad y se nos dice escuetamente: ‘lo que es normal’.
No nos cabe
duda, no debiera cabernos, de que pasamos por una situación anormal.
Pero no porque se contravenga ninguna norma, sino porque la
pandemia ha hecho trizas cualquier normalidad. Y me pregunta
Zalabardo: ¿Vivíamos antes de la pandemia en una anormalidad para
que se nos prometa borrarla de un plumazo y sustituirla por una normalidad
nueva?
Compartimos
Zalabardo y yo la idea de que no es momento para inventos, de que no hay que
ser como el charlatán que ofrece lo nunca visto, que con recuperar la normalidad
desaparecida ya es, por ahora, suficiente. Yo al menos no cifro mi esperanza, y
creo que Zalabardo tampoco, en que me regalen una nueva normalidad,
sino en que se me devuelva la que me han robado (como a Sabina le
robaron el mes de abril), se restañen las heridas que no queden y se busquen
los medios para preservarla frente a futuros peligros.
Si no, puede
que nos encontremos ante esa cínica teoría que Tancredi expone a
su tío don Fabrizio en El Gatopardo, de Lampedusa:
Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi, ‘Si
queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie’. Quedémonos en
casa el tiempo que sea preciso, seamos respetuosos con las normas que los
expertos sanitarios nos recomiendan, luchemos por vencer la pandemia y
encontrar eficaz antídoto contra ella. Pero, por favor, que nadie haga política
con el tema, que no nos me pinten panoramas apocalípticos ni nos ofrezcan nuevas
normalidades cuya naturaleza desconocemos. Solo queremos recuperar la
que, no hace tanto, disfrutábamos. ¿Es mucho pedir?
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