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Alfabeto latino clásico |
El punto
es algo muy simple, una mínima marca que puede hacerse tan solo marcando con un
punzón. ‘Señal de dimensiones pequeñas, ordinariamente circular, que, por
contraste de color o de relieve, es perceptible en una superficie’, dice el DLE,
que llega hasta cuarenta y tres acepciones más. No obstante, da un resultado
sorprendente si buscamos expresiones en las que aparezca: ser un punto,
tener algo su punto, estar a punto, encontrarle
el punto a algo, punto en boca, punto redondo,
y punto pelota…, sin olvidar quizá las que mayor atractivo
tienen: poner el punto sobre las íes, lo dijo Blas, punto
redondo y ser un punto filipino, que nos hacen pensar en
sentidos en los que quizá antes no habíamos reparado.
Pido a
Zalabardo que, a la vista de lo dicho, seamos razonables y comencemos poniendo
los puntos sobre las íes, que el DLE define: ‘determinar
y precisar algunos extremos que no estaban suficientemente especificados’; o
sea, ‘aclarar algo que puede no estarlo tanto’. ¿De dónde viene eso de poner
los puntos sobre las íes? Algunos sostienen que la expresión surgió en
el siglo XVI, pero trato de hacer ver a Zalabardo que su antigüedad es mayor. No
porque lo diga la Academia Andaluza, centro de enseñanza de español con
sede en la bella población gaditana de Conil, sino porque una revisión, aunque
ligera, de la historia de nuestro alfabeto así nos inclina a creerlo.
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Equivalencia entre mayúsculas y cursivas |
El alfabeto
latino, uno de los sistemas de escritura dominantes en el mundo, tuvo su origen
en la adopción y adaptación de la variante occidental del griego por parte de los
etruscos, allá por el siglo VII a.C. En el llamado
latín arcaico
constaba solo de 21 letras y, ya en torno al siglo II a.C., se transformó en lo
que conocemos como
latín clásico, con 23 letras. La caligrafía
más conocida y extendida es la que recibe el nombre de
lapidaria,
por su empleo en columnas, estelas, lápidas y monumentos de todo tipo. Eran
letras solemnes, de trazo claro y semejantes a las actuales mayúsculas.
Pero, aparte de
esas inscripciones que conocemos por los monumentos, el latín se escribía en soportes
de menor firmeza que las piedras; funcionarios, mercaderes, escolares,
necesitaban una escritura de trazo más fácil y más ágil. En un primer momento, para
textos importantes que requerían cuidado y elegancia, se recurrió a la letra
llamada uncial, casi idénticas a las mayúsculas, aunque sobre
caja baja; algo semejante a lo que hoy llamamos versalitas. Hacia
el siglo I aparecieron las que hoy llamamos minúsculas: la cursiva romana
antigua y, más tarde, en el siglo III la cursiva romana nueva,
que es la que se usó durante todo el Bajo Imperio y gran parte de la Edad
Media, base de las escrituras visigodas, carolingias y otras.
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Folio 72r de las Glosas Emilianenses |
Pero esta
cursiva
romana nueva, muy fácil de escribir y manejar, presentaba un problema
no pequeño al que, antes o después habría que darle solución: si en una palabra
confluían dos íes, cosa no rara en latín,
ιı (ojo, la
i
latina no tenía punto) se podían confundir con la
u, de trazo muy
semejante. Y, en latín, y le doy pruebas a Zalabardo sobre un breve fragmento
de la
Eneida de
Virgilio, tal posibilidad no es rara:
Tyrιι,
Iudιιs,
medιιs,
ιmperιιs,
spolιιs,
ιιt,
alιι,
socιιs… (palabras todas
ellas que hoy transcribimos como
Tyrii,
Iudiis,
imperiis,
etc.). Estas confusiones se irían haciendo cada vez más frecuentes en quienes
no tuviesen un conocimiento claro de la lengua latina.
El deseo de
evitar la confusión, hablamos de tiempos en se escribía a mano, pues ni existía
la imprenta, ni las máquinas de escribir, ni nada de eso, agudizó el ingenio de
quien pensó en poner una marca que caracterizara a la ι, es
decir, que pusiera el punto sobre las íes para evitar equívocos. Naturalmente,
todo esto se hizo con bastante inseguridad y sin un criterio uniforme. Cada
zona, cada monasterio, cada copista, tenía el suyo y la regularización fue un
proceso lento.
Le pido a
Zalabardo que tenga la paciencia de repasar conmigo algunos textos antiguos. El
Beato de Liébana, que, escrito hacia el siglo VIII, pero conservado
en una copia de finales del XI o comienzos del XII, respeta la cursiva romana y
permite ver formas como
ɑudıuı, en lugar de
audiui.
Igual sucede con los
Cartularios de Valpuesta y las
Glosas
Emilianenses fechados en torno a los siglos IX y XI. En ellos podemos
leer, por ejemplo, en
Valpuesta,
alιquιι en lugar
de
aliquii, y en las
Glosas,
cuι est honor et
Imperιữ, en lugar de
cui est honor et Imperiữ.
Gonzalo
de Berceo, ya en el siglo XIII, en la estrofa de todos conocida del
comienzo de su
Vida de Santo Domingo, escribe
paladιno,
veʒιno,
latιno y
vιno. Sin embargo,
el
Cantar de Mio Cid, compuesto hacia 1200, pero que nos ha
llegado en una copia del siglo XIV, muestra que ya alguien se había decidido a
poner
los puntos sobre las íes, puesto que encontramos
aguiiauã
(aguijaban),
guiſa (guisa) o
caſtiello (castillo).
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Cantar de Mío Cid |
Por fin, la
llegada de la imprenta impone el empleo de la
i minúscula tal
como hoy se conoce de manera definitiva. La
Gramática, del
andaluz
Nebrija, impresa en 1492, comienza:
Cuando bien comigo
pienſo mui eſclarecida Reina… Y la
Biblia Políglota Complutense,
compuesta entre los siglos XV-XVI, desde su prólogo utiliza palabras como
beatiſſime,
impreſoriis,
formis,
linguas, aparte
de una extraña
vniuſcuiuſque (‘todos y cada uno’), que a la
manera antigua hubiese sido
unιuſcuιuſque. ¿Imaginas —pregunto a
Zalabardo— el trabalenguas que hubiese sido esa palabra, escrita a mano, para
alguien no muy ducho en latín?
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Gramática castellana de Nebrija |
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Biblia Políglota Complutense |
Como la ración
de hoy me parece más que suficiente, sugiero a Zalabardo que dejemos para la
próxima entrega la explicación de otros
puntos.
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