sábado, junio 22, 2024

EL ALMA DE GARIBAY

Esteban Garibay y Zamalloa fue un historiador vascongado de la segunda mitad del siglo XVI a quien Felipe II nombró bibliotecario de la corte y cronista del reino. Según colijo de lo poco que he encontrado sobre él, ni fue mal hombre ni desmereció en ningún momento de los cargos que se le encomendaron. Sin embargo, la memoria que se nos ha transmitido de él en la conciencia popular da a entender lo contrario al aparecer como protagonista de un refrán: Ser como el alma de Garibay, que no la quiso ni Dios ni el diablo, con el que se señala a la persona carente de estabilidad y falta de condición tanto física como moral, aparte de ser irresoluto; en resumen, alguien a quien todos dan de lado porque no es chicha ni limonada.

            Le cuento a Zalabardo que, en ocasiones, creo recordar la figura de mi madre gritándome: «Echa a un lado, que pareces el alma de Garibay». O a lo mejor no era mi madre y eso lo oía a la madre de alguno de mis amigos. En cualquier caso, la frase se entendía como que uno estorbaba y aparecía siempre donde nadie nos quería. Mi madre no tenía la menor idea de quién fuera ese Garibay y nadie me dio nunca noticias suyas ―quizá tampoco yo las pidiera―, por lo que lo identificaba como uno más de tantos personajes legendarios ―Maricastaña, Perico el de los palotes, Pero Grullo…―.

            Hasta que un día ―de esto no hace tanto― descubrí que Garibay fue un personaje real que tuvo la mala suerte de caer en manos de los bulos y mentiras que corroen el buen nombre de una persona. Y es que tras morir en 1599 su casa permaneció cerrada largo tiempo. Esta circunstancia movió a alguien a levantar el rumor de que estaba encantada y que por sus estancias aún vagaba el alma de Garibay, ánima en pena a la que se negaba su descanso tanto en el cielo como en el infierno. Nadie quiso vivir en aquella casa y el común de la gente incluyó al buen don Esteban en el mundo de los refranes y le hizo hueco en la nómina de los personajes legendarios y folclóricos.

            Releyendo el Sueño de la Muerte ―o Visita de los chistes―, de Quevedo, me encuentro con que por sus páginas van desfilando muchos de estos personaje que pueblan el firmamento de las creencias populares ―Calaínos, Cantipalos, Mateo Pico, Mari-Rabadilla…― y entre ellos aparece el alma de Garibay, a quien Quevedo concede la oportunidad de defender su honra poniendo en su boca estas palabras: «… tenéis la culpa vosotros los vivos, que habéis introducido decir que el alma de Garibay no la quiso Dios ni el diablo. Y en esto decís una mentira y una herejía. La herejía es decir que no la quiso Dios; que Dios todas las almas quiere […] La mentira consiste en decir que no la quiso el diablo. ¿Hay alma que no la quiera el diablo?».



            Junto a este Garibay, en el texto quevedesco siguen apareciendo muchos otros personajes, estos sí legendarios, habitantes de creencias populares. Por ejemplo, un verborreico Mateo Pico, «un hombrecillo menudo, todo chillido, que parecía que rezumaba de palabras por todas sus conjunturas» y origen del refrán No dijera más Mateo Pico, con el que señalamos a quien no para de hablar, aunque su discurso esté vacío de esencia. O el imprudente innominado que dio origen al refrán El ánsar de Cantipalos, que salió al lobo al camino, que Sebastián de Covarrubias explica: «dícese de los poco recatados, que ellos mismos se convidan y ofrecen a los que los han de tratar mal». O la Mari-Rabadilla del refrán Como los hijos de Mari-Rabadilla, que cada uno come en su escudilla. En el Sueño de la Muerte dice: «Decidles a los vivos que si mis hijos comen cada uno en su escudilla, qué mal les hacen a ellos. ¡Cuánto peores son ellos, que comen en la escudilla de los otros!», con lo que se critica la poca avenencia entre miembros de un mismo grupo y el ansia de unos por apoderarse de lo de los otros.

            En ocasiones ―comento a Zalabardo― situaciones que nos parecen antiguas y propias de las fantasías que en otras épocas alimentaban mentes ignorantes se nos actualizan y las vemos repetidas en los tiempos presentes. ¡Cuántos Mateos Pico hemos de soportar con sus interminables, obtusos y vacíos discursos! ¡Cuántos ánsares de Cantipalos se echan en manos de quienes, con triquiñuelas, no les traerán ―a ellos y a nosotros― sino mal! ¡Cuántos hijos de Mari-Rabadilla olvidan la fuerza que tiene un grupo y se afanan en buscar más el provecho propio que el de la comunidad!

Mi amigo interrumpe mi charla y dice que, de cuanto he dicho, lo que más le ha llamado la atención y lo que más actual considera es lo de ese historiador Garibay. Me dice que, probablemente, nadie pueda aclararnos de dónde partió la idea que alimentó la decisión de convertirlo en alma en pena sin descanso, sin acogida ni en el cielo ni en el averno. Pero que sí resulta fácil saber que la leyenda, el bulo, la mentira que acompaña a su figura ―pues, salvo que alguien venga a demostrarnos otra cosa, lo que de él nos ha quedado carece de certeza― se difundió siguiendo el camino que recorrían las consejas de viejas, los romances o los cuentos tradicionales: la transmisión oral que, a falta de otros medios, iba construyendo ese acervo común que llamamos cultura popular tradicional.

 


       Sin embargo ―continúa mi amigo―, los métodos para hacer que un nombre se vea vilipendiado y arrastrado hasta puntos inconcebibles son hoy muy diferentes, aparte de más eficaces en sus objetivos y más rápidos en su difusión. Lo que antes precisaba años ―en casos, incluso siglos― hoy se consigue en apenas unos segundos. Los que tarde un medio de comunicación desaprensivo en hacer pública una información sin contrastar y los que tarden las redes sociales en hacerlas llegar a donde esos medios no alcancen. Lo peor de todo ―concluye mi amigo― es que, en un mundo con casi infinitas posibilidades para la comunicación, vivimos inmersos en un proceso de desinformación sin límites. Este proceso no sigue ya las vías anónimas de los relatos antiguos, ni pierde el tiempo en crear figuras como la de Mari-Sabidilla, Mateo Pico o el dueño de ese ánsar de Catipalo. Ahora son indecentes medios de comunicación, financiados por asociaciones y grupos igual de indecentes, quienes se esmeran en crear almas de Garibay; es decir, en señalar a personas reales para desacreditarlas. Vamos, comportándose como hijos de aquella Mari-Sabidilla, dispuestos a quitar su escudilla a quien se tercie sin sentir el menor rubor. 

sábado, junio 15, 2024

SPAIN, ŠPANJOLSKA, ESPANHA, ÍSPANYA…

 

Dice el geógrafo chino-estadounidense Yi-Fu Tuan: «Los nombres de lugar son parte del mundo de los sentimientos y, por tanto, la percepción personal del hablante constituye un atributo fundamental de la toponimia». Tomo la cita ―le aclaro a Zalabardo― del libro Los exónimos en España, cuyas autoras son Marga Azcárate y Bárbara Alonso y que publicó en 2022 el Instituto Geográfico Nacional.

            En su estudio, Azcárate y Alonso comienzan por definir con claridad lo que sea la toponimia, lo que sean los endónimos y lo que sean los exónimos. La toponimia, como sabemos, es el conjunto de los nombres propios de lugar y, en lingüística, la rama de la onomástica que estudia el origen y significado de esos nombres. Madrid, río Tajo, monte Mulhacén o sierra de Cazorla, por ejemplo, son topónimos. Menos conocidos son los términos endónimo y exónimo. El primero es el nombre que se da a un lugar en las lenguas oficiales del área donde se localiza dicho lugar. El segundo es el nombre utilizado en una lengua diferente a la del área en que ese lugar se encuentra y que puede diferir en su forma del nombre oficial. El título de este apunte lo forman cuatro exónimos ―es decir, los nombres que se usan en inglés, croata, portugués y turco― para el endónimo España, que es el topónimo de nuestro país. Sajonia es el exónimo español de Sachsen, que es el endónimo alemán de uno de los estados federales de Alemania.

            Entre los consejos que se dan en ese estudio, le señalo a Zalabardo tres que yo destacaría. El primero, respetar los exónimos consolidados; aunque la transcripción oficial del nombre de la capital china, en sistema pinyin, es Beijing, en español se recomienda usar Pekín, por ser un nombre más tradicional en nuestra lengua. El segundo, evitar los exónimos tradicionales que hayan caído en desuso; por eso, y aunque la razón del cambio sea de tipo político, hoy se utiliza Etiopía en lugar de Abisinia, o Irán en lugar de Persia. Y tercero, utilizar los sistemas de romanización aprobados internacionalmente; esto es especialmente aplicable en nombres que son de pronunciación complicada en nuestra fonética, lo que nos lleva a preferir Amberes sobre Antwerpen o Flandes en lugar de Vlaanderen. De igual modo, lo aconsejable es que un exónimo originalmente escrito en lengua que no usa caracteres latinos, se adapte a la ortografía española en lugar de la que corresponde a otra lengua distinta. Por eso, lo aconsejable en español es usar Jartún y no Kharthoum como exónimo de la capital de Sudán.


            En España, que tenemos cuatro lenguas, la cuestión de endónimos y exónimos nos trae un poco de cabeza, tanto por razones políticas como por ciertos complejos ante otras lenguas o por desconocimiento de la historia. Esto es más notable después de que el franquismo no solo prohibiera el uso público de las lenguas no castellanas ―gallego, euskera y catalán― sino que incluso obligara a que todos los topónimos de estas lenguas se castellanizasen en sus formas, motivo que convirtió Hondarribia en Fuenterrabía o Sant Quirze del Vallés en San Quirico. A partir de 1978 cada comunidad autónoma con lengua propia fue recuperando la forma primitiva de sus endónimos, lo que dio lugar a la aparición de extraños endónimos; la ría del Nervión, en Bilbao, acogiéndose a unos raros documentos del siglo XIV, pasó a llamarse ría de Ibaizabal. Y, en Galicia, apareció un Fisterra, antes desconocido, que desplazó al tradicional Finisterre.

            En este tema de los exónimos hay que procurar ser coherentes. Por un lado, no habría que escandalizarse de que en el catalán nos encontremos los exónimos Espanya, Saragossa o Terol (Teruel), porque en castellano utilizamos Cataluña o Lérida en lugar de Catalunya o Lleida. Es lo natural si pensamos que decimos Nueva York y Londres y no New York ni London. La obligatoriedad se refiere al dominio catalán, gallego o euskera. Fuera de esos límites, cada topónimo se adaptará al castellano como los de cualquier territorio donde se hable una lengua diferente. Así, si decimos Gotemburgo en lugar de Göteborg, ¿por qué no vamos a decir Pamplona en lugar de Iruña? En todo esto no hacemos más que respetar el exónimo tradicional consolidado.

            Citaba la razón política. Quienes defienden posturas nacionalistas no deberían olvidar que no fueron los castellanohablantes quienes privaron de sus derechos lingüísticos a catalanes, gallegos y vascos; fue el régimen de Franco que, a la vez, privó de otros muchos derechos a la inmensa mayoría de españoles. Como tampoco deben olvidar lo que ya dijo Miguel García Posada: «El castellano no domina hoy el territorio español como consecuencia de la expansión militar o imperial. Su rango dominante deriva de que en un momento dado, durante la Edad Media, se convirtió en una lengua franca ―como hoy el inglés en el mundo― de quienes no sabían latín y hablaban vasco, aragonés y catalán y se sirvieron de una coiné vasco-castellano-navarro-aragonesa como instrumento de intercomunicación».



            Y en cuanto a los complejos frente a otras lenguas a la hora de utilizar exónimos ―añado a mi amigo― podemos recordar unas palabras de Álex Grijelmo en Defensa apasionada del idioma español acerca de que «el deterioro que sufre nuestro idioma se debe también al complejo de inferioridad que hace despreciar los nombres que pusieron a muchos lugares los propios españoles de América». Y aporta algunos ejemplos de lo denuncia. Fueron los españoles quienes dieron a una zona el nombre de Miami ―así, Mi-a-mi― porque respetaron el apelativo que los indígenas que la habitaban se daban a sí mismos. En cambio, hoy se nos llena la boca de la pronunciación Mayami. O el caso de Cayo, que es un endónimo arahuaco que designa una isla arenosa cuya superficie está poblada por manglares. En los cayos de Florida, Juan Ponce de León llamó a uno Cayo Hueso, por los muchos que encontró allí. Sin embargo, damos de lado a este topónimo y aceptamos la forma americana Key West, que nada tiene que ver con esas palabras inglesas, sino que es una corrupción fonética del endónimo español. O, por citar un último caso, hablamos de la Bahamas, olvidando que tal topónimo tiene su origen en que los españoles las llamaron Islas de Bajamar, por la poca profundidad de las aguas que las rodean.

domingo, junio 09, 2024

ISRAELÍ / ISRAELITA

 

Le leo a Zalabardo un texto de Álex Grijelmo contenido en Defensa apasionada del idioma español (1998): «Las palabras consiguen que los conceptos existan, y no al revés […] Las palabras no forman, pues, una caja de cartón en cuyo interior solo se ve el dibujo de una idea. Al contrario, dentro de la caja se halla la idea misma. Quien logra cambiar las cajas de sitio, anularlas, agrandarlas o reducirlas habrá conseguido también alterar los pensamientos». Le leo a mi amigo esto mientras hablamos del conflicto entre el Estado israelí y el pueblo de Palestina.

            Sería conveniente, le digo antes de liarnos o dejar que nos líen con las palabras de modo que se altere nuestro pensamiento, revisar unos hechos objetivos. Hamás, grupo terrorista que se plantea como objetivo la destrucción del Estado israelí y la imposición de un Estado islámico en la región histórica de Palestina, ha sido autor de un atentado sin precedentes en territorio israelí; resultado, 1.200 muertos y 200 rehenes. El Estado israelí, alegando una justa defensa propia, inicia un ataque represivo, también sin precedentes, contra el territorio de Gaza, que ha dejado hasta el momento un resultado de casi 40.000 muertos y un desplazamiento de casi el 80% de la población palestina, con independencia de que sean o no miembros de Hamás. Ese ataque podemos llamarlo como queramos, pero no cabe duda de que está suponiendo un verdadero genocidio, «exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivos de raza, etnia, religión, política o nacionalidad».

 


           El origen de esta situación no es cosa de hoy ni tampoco de unos años. Intento resumírselo a Zalabardo en muy pocas palabras. La bíblica Israel la integraban el Reino de Israel y el Reino de Judá, descendientes de los hebreos que habitaban el levante mediterráneo y a los que se les acabó llamando judíos. La historia de este pueblo es conflictiva, pues mantuvo constantes choque con pueblos vecinos y, cuando los romanos conquistaron la zona, protagonizaron varias rebeliones contra los conquistadores. El emperador Adriano, en el siglo II d.C. acabó decretando la expulsión de los judíos del territorio e impuso a la región el nombre de Palestina. Fue el inicio de la Diáspora de los judíos, que fueron asentándose por todo el mundo.

            Tras siglos de diáspora y persecuciones varias, a finales del siglo XIX surgió en Europa central y oriental un movimiento político de corte nacionalista, el sionismo, cuyo objetivo era crear un Estado judío con unidad cultural, religiosa y económica. El nombre le viene de Sión, una de las denominaciones bíblicas de Jerusalén. En la Conferencia de Paz de París, 1920, se acordó que tanto Palestina como Mesopotamia quedasen bajo jurisdicción de Reino Unido a la vez que Francia se hacía con el control de Siria y Líbano. Y en 1947, la Naciones Unidas acordaron la división en dos el territorio; una parte sería para el establecimiento del moderno Estado de Israel que venía pidiendo el movimiento sionista y la otra para los palestinos. Desde entonces, ya se sabe, el conflicto no se ha superado y a cada movimiento palestino contra Israel este ha respondido anexionándose nuevos territorios.

            ¿De qué manera influye en todo esto el lenguaje, la posibilidad de manipulación y la confusión de conceptos? Entramos ya en lo que significa cada una de las palabras que se emplean porque, según las usemos, podemos dar a entender una cosa u otra. En principio, es necesario dejar claro que israelita e israelí no son la misma cosa. Israelí es todo nacido en el moderno Estado de Israel o que se ha establecido en él. En cambio, israelita es cualquier habitante del antiguo Reino de Israel y descendiente de Jacob. Por tanto, es un error que la agencia France Presse publique una foto en la que dice mostrar rehenes israelitas, o que un profesor de la Universidad de Navarra hable en un artículo de la fuerza aérea israelita.

            ¿Quiénes, entonces, son los judíos? Son una colectividad étnico-religiosa y cultural descendiente del pueblo hebreo y de los antiguos israelitas. En sentido estricto, se consideran judíos los descendientes de Judá, que fue hijo de Jacob, que fue hijo de Isaac, que a su vez lo fue de Abraham. Los casos de conversión al  judaísmo son realmente escasos. Suele aceptarse que, tras la Segunda Guerra Mundial, había unos 13.000.000 de judíos en el mundo, repartidos entre 134 países. De ellos, en el moderno Estado de Israel viven aproximadamente el 41%. Luego carece de sentido que Netanyahu defienda su desproporcionada respuesta escudándose en que quienes lo critican lo hacen apoyándose en un histórico odio a los judíos. En la situación actual no hay nada contra los judíos; se critica el comportamiento genocida de Netanyahu y su ejército.



            Otro argumento que emplea el Gobierno del moderno Estado de Israel: cualquier crítica que se haga a su legítimo derecho de defensa es consecuencia de un irredento antisemitismo. También este término se emplea con deliberada ambigüedad o con innegable deseo de manipular. Los pueblos semitas carecen de una base étnica apreciable. Se consideran semitas a todos los pueblos que, según la Biblia, eran descendientes de Sem, uno de los hijos de Noé. En tiempos antiguos, eran semitas los arameos, los asirios, los babilonios, los sirios, los cananeos, los hebreos, los filisteos, los fenicios… En la actualidad, son pueblos semitas Israel, Líbano, Etiopía, Siria, Irak, Túnez, Palestina y Jordania.

            Por eso, le digo a Zalabardo que se comete error, y grave, cuando se habla de Netanyahu como primer ministro hebreo, cuando se habla de tropas israelitas, cuando se denuncia el odio a los judíos o cuando se habla de actitud antisemita o antisionista. Lo que no debe olvidarse nunca es que la tragedia que está sufriendo Gaza es un genocidio sin paliativos, lo que de ningún modo excusa la barbarie del atentado de Hamás. No puede aceptarse que, amparado en el justo objetivo de combatir el terrorismo de Hamás, el ejército israelí bombardee colegios y hospitales causando un número importante de muertos inocentes. Mientras escribo esto, leemos que la ONU acaba de incluir al ejército israelí en la lista negra de entidades que cometen crímenes contra la población infantil, con lo que lo iguala con Hamás y con la Yihad Islámica Palestina.

sábado, junio 01, 2024

LA NECESIDAD DE UN BUEN TRIAJE

 

En uno de nuestros paseos, me pregunta Zalabardo ―y no es la primera vez que lo hace― si no me hastía ya el ambiente de crispación, de intolerancia, de posturas irreductibles en que se mueven nuestras instituciones. Le contesto que sí, pero que la obligación del ciudadano es interesarse por los problemas de la sociedad en que vive ―sea el pequeño reducto de su pueblo, el más amplio de su nación o el que lo completa todo, el de este mundo caótico que nos ha tocado vivir―. Lo que no se puede, le digo a mi amigo, es vivir con los ojos cerrados ni seguirles el juego a esos iluminados que ―no olvidemos, los hemos elegido nosotros― mueven los hilos del teatro en que se desarrolla esta tragedia, porque de comedia tiene poco la realidad que nos rodea.

        Y como creo que para analizar una situación siempre ayuda buscar una perspectiva de distanciamiento ―para no acabar contagiados― le pregunto a mi amigo si no le parece que podríamos hacer pasar a nuestros políticos por una sala de triaje que nos ayudara a organizar las ideas. Como veo que me pone un gesto de extrañeza, le pido que piense cómo ―de un tiempo a esta parte― cuando acudimos al servicio de urgencias de cualquier centro sanitario, lo primero que observamos es que al paciente se le hace pasar por la sala de triaje. A muchos todavía les extraña el término: ¿qué es eso de triaje? Cierto es que muchos diccionarios aún no recogen la palabra, que sí vemos en la actualización de 2023 ―en línea― del Diccionario de la RAE, donde leemos: «clasificación de pacientes según el tipo y gravedad de su dolencia o lesión, para establecer el orden y el lugar en que deben ser atendidos».

            Es un neologismo procedente del francés y significa ‘selección, clasificación, separación’. Habrá quien se pregunte si tiene sentido su empleo si ya tenemos palabras equivalentes, pero tampoco hay que escandalizarse ante una palabra que se ha generalizado y que no es tan nueva como en principio nos puede parecer. En los Anales del Sistema Sanitario de Navarra del año 2010 ya se incluía un artículo sobre el triaje como «método de clasificación y priorización de la atención urgente a pacientes». Y si consultamos el CORPES XXI (Corpus del Español del Siglo XXI), que recoge palabras documentadas entre 2001 y 2012, vemos que presenta casi cien casos de empleo de este término en diferentes medios. El más antiguo en este corpus es el que aparece en el Diario Málaga-Costa del Sol, en enero de 2004, precisamente en un artículo sobre la selección de pacientes en la atención sanitaria. Y en abril del mismo año, el Diario de León también usa triaje aunque en un artículo sobre la clasificación de materiales en el servicio de recogida de basuras.



            El triaje, pues, es algo efectivo; es una forma de selección por afinidades. Y en el mundo sanitario designa el proceso para atender con mayor urgencia aquello que la precisa, pues no es igual un catarro que una apendicitis. Es un concepto aplicable en muchos ámbitos siempre que pretendamos establecer prioridades de atención. Zalabardo me mira con desconcierto y pregunta cómo he venido a parar al mundo de las urgencias sanitarias. Le contesto que me parece que el triaje puede ser un modelo de actuación en campos diversos e incluso le propongo un inocente juego en el que atendamos a actitudes recientes en nuestro ambiente político, que creo muy necesitado también de revisión urgente. De los muchos que podríamos considerar le planteo cuatro casos, que tampoco creo que sean los más necesitados de estudio.

            Caso 1. Una vicepresidenta del Gobierno, Yolanda Díaz, desconocedora de que un micrófono está recogiendo sus palabras, dice tras la intervención de Feijóo: «¡A la mierda todos!». Caso 2. La presidenta de Madrid, Isabel Ayuso, en situación similar y tras una intervención del presidente Sánchez, dice: «¡Qué hijo de puta!». Caso 3. El líder de un partido político y diputado, Santiago Abascal, tras el reconocimiento del Estado de Palestina por parte del Congreso de España, sale corriendo a visitar a Netanyahu, responsable del genocidio en Gaza, para decirle: «¡Que yo no he sido; que ha sido Pedro!». Y caso 4. Un juez, Juan Carlos Peinado, involucrado en multitud de casos que no han llegado a ningún puerto, admite una denuncia presentada presenta un grupo ultraderechista contra la esposa del presidente Sánchez. El juez reconoce que la denuncia carece de base por apoyarse en informaciones poco fiables; pero aduce que «el relato de los hechos es verosímil y debe investigarse […] pues basta con que haya una sospecha fundada en casos objetivos». La guardia civil, a quien el juez pide que investigue esa sospecha, llega a la conclusión de que no hay ninguna prueba que sostenga los hechos investigados. Aun así, el juez rechaza el informe que él mismo solicitó porque «de admitirlo, se podría incurrir en suplantación de competencias».

            El médico de guardia analiza estos casos en la sala de triaje y valora la gravedad de cada uno. El más grave ―y por ello hay que atender primero― le parece el del juez. Admitir una denuncia sin pruebas, despreciar la investigación que él mismo encargó y decidir seguir con el caso no porque sean verdaderos los hechos, sino porque él considera que los denunciantes han hecho un relato verosímil ―que no veraz― es para preocuparse. A ese paciente ―no olvidemos que es juez― hay que mandarlo con la mayor celeridad a una revisión psiquiátrica, porque es un peligro grave para la comunidad.



            El caso 3 preocupa, pero algo menos. Lo de este hombre, aun siendo más síquico que somático, hay que diagnosticarlo como fanatismo. ¿Qué medicina cura eso? Mejor sería derivarlo ―otra palabra válida para el proceso de triaje― hacia Asuntos Sociales. Que se le recete prestación de servicios a la comunidad durante uno o dos meses. Para mayor efectividad, en barrios que le permitan conocer que hay ciudadanos que sufren necesidades porque pertenecen a una clase social menos favorecida que la suya. ¡Ah, y un almanaque para que sepa en qué año vivimos!

            ¿Y los casos 1 y 2? Esos no pasan de ser una falsa alarma. Ni siquiera un vulgar constipado. Es una pequeña epidemia de falta de prudencia y falta de educación por mucho que hayan estudiado en colegios de pago. No son ellas las únicas. En términos éticos, se podría hablar de pecadillos veniales. Podría bastar que se les aconseje lavarse la boca con un buen colutorio, porque no es propio de señoras de su clase ese lenguaje chabacano y menos aún si ocupan un cargo de responsabilidad para el que los ciudadanos las han elegido. Por tanto, deben dar ejemplo. Así que se las deja ir no sin antes regalarles un caramelo sugus. A Yolanda, de color fresa; a Ayuso, azul, con vetillas verdes.

            Le digo a Zalabardo que, en urgencias, se presentan más casos que podríamos ver otros días. Por ejemplo, el de la amnistía. Y, por ejemplo, ese es el más doloroso, el de Gaza. Ni el uno ni el otro se lo deberían tomar nuestros partidos políticos como excusas para obtener votos.