sábado, junio 15, 2024

SPAIN, ŠPANJOLSKA, ESPANHA, ÍSPANYA…

 

Dice el geógrafo chino-estadounidense Yi-Fu Tuan: «Los nombres de lugar son parte del mundo de los sentimientos y, por tanto, la percepción personal del hablante constituye un atributo fundamental de la toponimia». Tomo la cita ―le aclaro a Zalabardo― del libro Los exónimos en España, cuyas autoras son Marga Azcárate y Bárbara Alonso y que publicó en 2022 el Instituto Geográfico Nacional.

            En su estudio, Azcárate y Alonso comienzan por definir con claridad lo que sea la toponimia, lo que sean los endónimos y lo que sean los exónimos. La toponimia, como sabemos, es el conjunto de los nombres propios de lugar y, en lingüística, la rama de la onomástica que estudia el origen y significado de esos nombres. Madrid, río Tajo, monte Mulhacén o sierra de Cazorla, por ejemplo, son topónimos. Menos conocidos son los términos endónimo y exónimo. El primero es el nombre que se da a un lugar en las lenguas oficiales del área donde se localiza dicho lugar. El segundo es el nombre utilizado en una lengua diferente a la del área en que ese lugar se encuentra y que puede diferir en su forma del nombre oficial. El título de este apunte lo forman cuatro exónimos ―es decir, los nombres que se usan en inglés, croata, portugués y turco― para el endónimo España, que es el topónimo de nuestro país. Sajonia es el exónimo español de Sachsen, que es el endónimo alemán de uno de los estados federales de Alemania.

            Entre los consejos que se dan en ese estudio, le señalo a Zalabardo tres que yo destacaría. El primero, respetar los exónimos consolidados; aunque la transcripción oficial del nombre de la capital china, en sistema pinyin, es Beijing, en español se recomienda usar Pekín, por ser un nombre más tradicional en nuestra lengua. El segundo, evitar los exónimos tradicionales que hayan caído en desuso; por eso, y aunque la razón del cambio sea de tipo político, hoy se utiliza Etiopía en lugar de Abisinia, o Irán en lugar de Persia. Y tercero, utilizar los sistemas de romanización aprobados internacionalmente; esto es especialmente aplicable en nombres que son de pronunciación complicada en nuestra fonética, lo que nos lleva a preferir Amberes sobre Antwerpen o Flandes en lugar de Vlaanderen. De igual modo, lo aconsejable es que un exónimo originalmente escrito en lengua que no usa caracteres latinos, se adapte a la ortografía española en lugar de la que corresponde a otra lengua distinta. Por eso, lo aconsejable en español es usar Jartún y no Kharthoum como exónimo de la capital de Sudán.


            En España, que tenemos cuatro lenguas, la cuestión de endónimos y exónimos nos trae un poco de cabeza, tanto por razones políticas como por ciertos complejos ante otras lenguas o por desconocimiento de la historia. Esto es más notable después de que el franquismo no solo prohibiera el uso público de las lenguas no castellanas ―gallego, euskera y catalán― sino que incluso obligara a que todos los topónimos de estas lenguas se castellanizasen en sus formas, motivo que convirtió Hondarribia en Fuenterrabía o Sant Quirze del Vallés en San Quirico. A partir de 1978 cada comunidad autónoma con lengua propia fue recuperando la forma primitiva de sus endónimos, lo que dio lugar a la aparición de extraños endónimos; la ría del Nervión, en Bilbao, acogiéndose a unos raros documentos del siglo XIV, pasó a llamarse ría de Ibaizabal. Y, en Galicia, apareció un Fisterra, antes desconocido, que desplazó al tradicional Finisterre.

            En este tema de los exónimos hay que procurar ser coherentes. Por un lado, no habría que escandalizarse de que en el catalán nos encontremos los exónimos Espanya, Saragossa o Terol (Teruel), porque en castellano utilizamos Cataluña o Lérida en lugar de Catalunya o Lleida. Es lo natural si pensamos que decimos Nueva York y Londres y no New York ni London. La obligatoriedad se refiere al dominio catalán, gallego o euskera. Fuera de esos límites, cada topónimo se adaptará al castellano como los de cualquier territorio donde se hable una lengua diferente. Así, si decimos Gotemburgo en lugar de Göteborg, ¿por qué no vamos a decir Pamplona en lugar de Iruña? En todo esto no hacemos más que respetar el exónimo tradicional consolidado.

            Citaba la razón política. Quienes defienden posturas nacionalistas no deberían olvidar que no fueron los castellanohablantes quienes privaron de sus derechos lingüísticos a catalanes, gallegos y vascos; fue el régimen de Franco que, a la vez, privó de otros muchos derechos a la inmensa mayoría de españoles. Como tampoco deben olvidar lo que ya dijo Miguel García Posada: «El castellano no domina hoy el territorio español como consecuencia de la expansión militar o imperial. Su rango dominante deriva de que en un momento dado, durante la Edad Media, se convirtió en una lengua franca ―como hoy el inglés en el mundo― de quienes no sabían latín y hablaban vasco, aragonés y catalán y se sirvieron de una coiné vasco-castellano-navarro-aragonesa como instrumento de intercomunicación».



            Y en cuanto a los complejos frente a otras lenguas a la hora de utilizar exónimos ―añado a mi amigo― podemos recordar unas palabras de Álex Grijelmo en Defensa apasionada del idioma español acerca de que «el deterioro que sufre nuestro idioma se debe también al complejo de inferioridad que hace despreciar los nombres que pusieron a muchos lugares los propios españoles de América». Y aporta algunos ejemplos de lo denuncia. Fueron los españoles quienes dieron a una zona el nombre de Miami ―así, Mi-a-mi― porque respetaron el apelativo que los indígenas que la habitaban se daban a sí mismos. En cambio, hoy se nos llena la boca de la pronunciación Mayami. O el caso de Cayo, que es un endónimo arahuaco que designa una isla arenosa cuya superficie está poblada por manglares. En los cayos de Florida, Juan Ponce de León llamó a uno Cayo Hueso, por los muchos que encontró allí. Sin embargo, damos de lado a este topónimo y aceptamos la forma americana Key West, que nada tiene que ver con esas palabras inglesas, sino que es una corrupción fonética del endónimo español. O, por citar un último caso, hablamos de la Bahamas, olvidando que tal topónimo tiene su origen en que los españoles las llamaron Islas de Bajamar, por la poca profundidad de las aguas que las rodean.

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