Esteban Garibay y Zamalloa fue un historiador vascongado de la segunda mitad del siglo XVI a quien Felipe II nombró bibliotecario de la corte y cronista del reino. Según colijo de lo poco que he encontrado sobre él, ni fue mal hombre ni desmereció en ningún momento de los cargos que se le encomendaron. Sin embargo, la memoria que se nos ha transmitido de él en la conciencia popular da a entender lo contrario al aparecer como protagonista de un refrán: Ser como el alma de Garibay, que no la quiso ni Dios ni el diablo, con el que se señala a la persona carente de estabilidad y falta de condición tanto física como moral, aparte de ser irresoluto; en resumen, alguien a quien todos dan de lado porque no es chicha ni limonada.
Le cuento a Zalabardo que, en
ocasiones, creo recordar la figura de mi madre gritándome: «Echa a un lado, que
pareces el alma de Garibay». O a lo mejor no era mi madre y eso lo oía a
la madre de alguno de mis amigos. En cualquier caso, la frase se entendía como
que uno estorbaba y aparecía siempre donde nadie nos quería. Mi madre no tenía
la menor idea de quién fuera ese Garibay y nadie me dio nunca noticias
suyas ―quizá tampoco yo las pidiera―, por lo que lo identificaba como uno más de
tantos personajes legendarios ―Maricastaña, Perico el de
los palotes, Pero Grullo…―.
Hasta que un día ―de esto no hace
tanto― descubrí que Garibay fue un personaje real que tuvo la mala
suerte de caer en manos de los bulos y mentiras que corroen el buen nombre de
una persona. Y es que tras morir en 1599 su casa permaneció cerrada largo
tiempo. Esta circunstancia movió a alguien a levantar el rumor de que estaba
encantada y que por sus estancias aún vagaba el alma de Garibay,
ánima en pena a la que se negaba su descanso tanto en el cielo como en el
infierno. Nadie quiso vivir en aquella casa y el común de la gente incluyó al
buen don Esteban en el mundo de los refranes y le hizo hueco en la
nómina de los personajes legendarios y folclóricos.
Releyendo el Sueño de la
Muerte ―o Visita de los chistes―, de Quevedo, me
encuentro con que por sus páginas van desfilando muchos de estos personaje que
pueblan el firmamento de las creencias populares ―Calaínos, Cantipalos,
Mateo Pico, Mari-Rabadilla…― y entre ellos aparece el
alma de Garibay, a quien Quevedo concede la oportunidad
de defender su honra poniendo en su boca estas palabras: «… tenéis la culpa vosotros
los vivos, que habéis introducido decir que el alma de Garibay no la
quiso Dios ni el diablo. Y en esto decís una mentira y una herejía. La
herejía es decir que no la quiso Dios; que Dios todas las almas
quiere […] La mentira consiste en decir que no la quiso el diablo. ¿Hay alma
que no la quiera el diablo?».
Junto a este Garibay, en el texto quevedesco siguen apareciendo muchos otros personajes, estos sí legendarios, habitantes de creencias populares. Por ejemplo, un verborreico Mateo Pico, «un hombrecillo menudo, todo chillido, que parecía que rezumaba de palabras por todas sus conjunturas» y origen del refrán No dijera más Mateo Pico, con el que señalamos a quien no para de hablar, aunque su discurso esté vacío de esencia. O el imprudente innominado que dio origen al refrán El ánsar de Cantipalos, que salió al lobo al camino, que Sebastián de Covarrubias explica: «dícese de los poco recatados, que ellos mismos se convidan y ofrecen a los que los han de tratar mal». O la Mari-Rabadilla del refrán Como los hijos de Mari-Rabadilla, que cada uno come en su escudilla. En el Sueño de la Muerte dice: «Decidles a los vivos que si mis hijos comen cada uno en su escudilla, qué mal les hacen a ellos. ¡Cuánto peores son ellos, que comen en la escudilla de los otros!», con lo que se critica la poca avenencia entre miembros de un mismo grupo y el ansia de unos por apoderarse de lo de los otros.
En ocasiones ―comento a Zalabardo― situaciones
que nos parecen antiguas y propias de las fantasías que en otras épocas alimentaban
mentes ignorantes se nos actualizan y las vemos repetidas en los tiempos
presentes. ¡Cuántos Mateos Pico hemos de soportar con sus
interminables, obtusos y vacíos discursos! ¡Cuántos ánsares de Cantipalos
se echan en manos de quienes, con triquiñuelas, no les traerán ―a ellos y a
nosotros― sino mal! ¡Cuántos hijos de Mari-Rabadilla olvidan la
fuerza que tiene un grupo y se afanan en buscar más el provecho propio que el
de la comunidad!
Mi amigo interrumpe mi charla y dice que, de cuanto he dicho, lo que más le ha llamado la atención y lo que más actual considera es lo de ese historiador Garibay. Me dice que, probablemente, nadie pueda aclararnos de dónde partió la idea que alimentó la decisión de convertirlo en alma en pena sin descanso, sin acogida ni en el cielo ni en el averno. Pero que sí resulta fácil saber que la leyenda, el bulo, la mentira que acompaña a su figura ―pues, salvo que alguien venga a demostrarnos otra cosa, lo que de él nos ha quedado carece de certeza― se difundió siguiendo el camino que recorrían las consejas de viejas, los romances o los cuentos tradicionales: la transmisión oral que, a falta de otros medios, iba construyendo ese acervo común que llamamos cultura popular tradicional.
Sin embargo ―continúa mi amigo―, los métodos para hacer que un nombre se vea vilipendiado y arrastrado hasta puntos inconcebibles son hoy muy diferentes, aparte de más eficaces en sus objetivos y más rápidos en su difusión. Lo que antes precisaba años ―en casos, incluso siglos― hoy se consigue en apenas unos segundos. Los que tarde un medio de comunicación desaprensivo en hacer pública una información sin contrastar y los que tarden las redes sociales en hacerlas llegar a donde esos medios no alcancen. Lo peor de todo ―concluye mi amigo― es que, en un mundo con casi infinitas posibilidades para la comunicación, vivimos inmersos en un proceso de desinformación sin límites. Este proceso no sigue ya las vías anónimas de los relatos antiguos, ni pierde el tiempo en crear figuras como la de Mari-Sabidilla, Mateo Pico o el dueño de ese ánsar de Catipalo. Ahora son indecentes medios de comunicación, financiados por asociaciones y grupos igual de indecentes, quienes se esmeran en crear almas de Garibay; es decir, en señalar a personas reales para desacreditarlas. Vamos, comportándose como hijos de aquella Mari-Sabidilla, dispuestos a quitar su escudilla a quien se tercie sin sentir el menor rubor.
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