sábado, noviembre 30, 2024

LA AMISTAD Y LAS REDES SOCIALES



«¿Cuántos amigos es posible reunir?», le pregunto a Zalabardo, que, captando la ironía de mi pregunta, me responde con el mismo tono: «¿A cuántos amigos es posible soportar?». Hablábamos del auge de las redes sociales y del ansia de muchas personas por «coleccionar» el mayor número posible se «amigos» y seguidores, y de acumular ingentes cantidades de «me gusta».

            Le confieso a mi amigo ―este sí― mi desapego creciente hacia el turbio camino que van tomando las redes sociales ―solo me muevo, y sin exceso, dentro de Facebook y de WhatsApp, pero cada día me cansan más― y mi decisión de no aceptar la mayoría de solicitudes de «amistad» que me llegan, porque proceden de personas con las que nada me une, así como mi intención de ir borrando de la lista de estos «amigos virtuales» a bastantes de los que hasta ahora tenía, por la misma razón. La amistad ―le digo a Zalabardo― es algo tan serio e importante que no debemos frivolizarla por la sola ansia de presumir en las redes.

            Decía Michel de Montaigne en uno de sus ensayos ―titulado precisamente De la amistad―: «Parece que a nada nos conduce tanto la naturaleza como al trato social». Refrendaba así lo que Aristóteles ―muchos siglos antes― había afirmado: «el hombre es un ser social por naturaleza». Si en ese trato surgen relaciones de carácter más intenso y profundo, llegaremos a la noción de «amistad». Es Montaigne quien, en el mismo ensayo, lo dice: «Lo que generalmente llamamos amigos y amistad no son más que vinculaciones logradas a base de algún interés, o por azar, por medios de las cuales nuestras almas se relacionan entre ellas». Y también, algo que es muy importante: «La amistad se disfruta proporcionalmente a como se desea; no se alimenta ni crece sino en la medida que se disfruta».

            Si reflexionamos sobre lo anterior, descubriremos que hay demasiadas vinculaciones que no proporcionan disfrute alguno. ¿Es de verdad posible, entonces, que alguien tenga tres mil amigos? ¿Quién tiene, de verdad, tantos? Me pongo a pensar y me digo que así, contando por encima, quizá yo no llegue a tener ni veinte. Tengo compañeros, conocidos ―todos, personas muy de mi aprecio―. Pero esa relación de la que habla Montaigne, ¿con cuántos la tengo y gozo? Con muy pocos. Las redes han pervertido el sentido de la «amistad» en muchos casos.

            Escribe Yuval Noah Harari en su último libro, Nexus, que los «Homo sapiens no conquistamos el mundo porque poseamos talento para transformar la información […, que] el secreto de nuestro éxito reside en que hemos desarrollado la capacidad de conectar masas de individuos a través del uso de la información». Es decir, que fuimos capaces de crear vinculaciones, o sea, redes. Y no solo eso ―continúa diciendo― sino que «los sapiens no tenían que conocer a los demás en persona; solo tenían que conocer el mismo relato», es decir, que no tenemos que ser amigos; basta con coincidir en una idea ―política, religiosa, laboral, de aficiones…―. «Las redes de información humana no pueden verse como una marcha triunfal del progreso […, pues] una red puede acaparar mucho poder pero usarlo de manera poco prudente». Podría parecer que Harari desconfía de las redes; si leemos despacio su libro, veremos que su desconfianza apunta al mal uso que de ellas se hace.

            «Según lo que dices» ―me interpela Zalabardo― «las vinculaciones de que hablaba Montaigne y la conexión que cita Harari vienen a ser algo semejante». Le digo que es así, con la diferencia de que el primero hablaba de la amistad y el segundo de lo que modernamente llamamos redes sociales, plataformas digitales formadas por conjuntos de individuos ―o de organizaciones― y conjuntos de relaciones entre ellos.



            Aunque estas redes han conocido su éxito gracias a la aparición de internet, la verdad es que redes han existido desde el principio de la humanidad, desde que dos o más individuos se coordinaban para una actividad cualquiera. Pero la expresión red social apareció hacia 1930, cuando en psicología se comenzó a hablar de sociogramas. Le cuento a Zalabardo que, en los años 80, en el instituto, trabajé con un compañero, Antonio Huertas Moreno ―admirado y apreciado amigo al que no olvido pese a las muchas cosas en las que no coincidíamos, o quizá por eso― en un proyecto que llamamos Gabinete psicopedagógico, sin saber que nos anticipábamos a los Departamentos de orientación que luego, en 1990, impulsaría la LOGSE―. Allí, entre otras actividades ―técnicas de estudio, atención a la diversidad, orientación laboral…―, aplicamos el estudio de redes para analizar el juego de relaciones en cada grupo. Localizábamos los liderazgos, las afinidades y los rechazos, las exclusiones… No era en principio nuestro objetivo, pero eso nos ayudó a prevenir posibles situaciones de acoso.

            Ya avisa Harari de que en estas redes sociales los individuos que participan no necesitan conocerse personalmente. Por eso, si hablamos de «amistad», esta será solo virtual, nunca real. Los primeros PC ―ZX Spectrum, Atari, Amstrad…― aparecieron por aquellos años 80, aunque con ellos se jugaba más que se trabajaba y no permitían interaccionar. En 1985 apareció el revolucionario Windows y para 2001 ya quedó desterrado como sistema operativo MS DOS (tampoco olvido aquellas sesiones en las que otro compañero y amigo, Carlos Rodríguez, puso todo su empeño para introducirnos en su conocimiento. Poco después llegarían Windows NT, Windows XP… Y en 1991, con la extensión de internet, se abrió la puerta para las actuales redes sociales: Facebook (2004), YouTube (2005), Twitter (2006), WhatsApp (2009), Instagram (2010)… Con sus luces y con sus sombras.



            Porque es innegable que las redes sociales son un instrumento de gran valor: son medios rápidos para comunicarse y compartir informaciones y opiniones, permiten establecer contactos casi imposibles de otra manera, difunden informaciones, sirven de entretenimiento… Pero también presentan una cara fea y negativa: han permitido la aparición de un ciberacoso anónimo, funcionan como anzuelo del que se aprovechan los pederastas, facilitan el acceso indiscriminado a contenidos sensibles, crean adicción y pérdida de contacto con el mundo real. Y, como vemos cada día más, se han convertido en canal valiosísimo para la desinformación y la difusión de bulos y mentiras.

            ¿Qué es lo que falla? ¿Cómo algo que, sí, podría significar el triunfo del progreso nos hace torcer el gesto? Le digo a Zalabardo que, en mi opinión, si algo que podría ser puente de unión entre las personas se convierte en generador de conflictos y desunión, es porque falta la suficiente atención en la formación de usuarios. La rapidez con que todo avanza en nuestro tiempo nos ha hecho olvidar este aspecto tan importante.

sábado, noviembre 23, 2024

DEFENSA DEL IDIOMA

 


El pasado día 18, los medios repetían casi de manera unánime: «Mazón cesa a Nuria Montes». Y dos días después, el 20, el titular que se repetía era «Mazón cesa a Salomé Pradas». Recuerdo ―le digo a Zalabardo― la anécdota que, en 1991, contaba Fernando Lázaro Carreter en uno de los artículos recogidos en El dardo en la palabra. Meses antes de celebrarse la Expo sevillana del 92, Jesús Aguirre, duque de Alba, Comisario del Pabellón de Sevilla en dicha Muestra, publicó un escrito en el que acusaba al alcalde Alejandro Rojas Marcos de «una lamentable falta de conocimiento de la cultura». El alcalde ―como es de suponer― no se tomó nada bien tal descalificación y citó al duque en su despacho Y le preguntó quién era el responsable de aquel comunicado. «Yo, de la cruz a la fecha», respondió Aguirre. Al día siguiente, convocada una rueda de prensa en la alcaldía, presentes ambos, Rojas Marcos declaró: «He cesado a Jesús Aguirre por ser responsable de un comunicado crítico hacia la gestión municipal». El duque, sonriente, apostilló de forma inmediata: «Me permito una licencia académica; no me siento cesado porque cesar es un verbo intransitivo, pero sí destituido».

            Le cuento a Zalabardo esta anécdota porque la evolución de cesar sirve para explicar algunas cosas. Por un lado, que los cambios en la lengua son parte de un proceso que no tiene nada de extraño. Por otro lado, que la manera en que se imponen algunos cambios pueden provocar un empobrecimiento del idioma. En latín, cessare, verbo del que procede cesar, ya era intransitivo y significaba ‘parar’, ‘interrumpir’. Sebastián de Covarrubias ya lo recogía en su Tesoro de la lengua castellana o española de 1611 con el significado de ‘parar, dejar de continuar alguna cosa’. En el diccionario académico no aparece hasta 1780: ‘Suspenderse o acabarse una cosa’. Se dice que cesa la lluvia o que alguien cesa en sus intentos de hallar algo. Así se mantiene hasta la edición de 1914, en la que, junto a la definición anterior, se recoge ‘Dejar de desempeñar un empleo o cargo’. En este sentido, debe entenderse que se deja el cargo por haber finalizado el plazo para el que se fue nombrado: Cumplido su mandato, cesa en el cargo el alcalde. Si ese alcalde renuncia a su puesto, por la razón que sea, por propia voluntad y antes de cumplir el mandato para el que fue elegido, se entiende que dimite. Y si una autoridad superior lo obliga a esa renuncia, corresponde decir que ha sido destituido.



            Sin embargo, en 2009, la Nueva Gramática de la Lengua Española ―34.6i― señala: «Muchos verbos intransitivos adquieren progresivamente usos transitivos causativos […] En el lenguaje periodístico de muchos países se ha extendido en los últimos años la variante transitiva cesar (‘hacer que cese’). Aunque este uso no se tiene por incorrecto, se considera preferible su equivalente destituir». Y la Fundación para el Español Urgente, que en 2009 consideraba inconveniente usar cesar como sinónimo de destituir, en 2014 afirma que no es error emplear cesar con el valor de destituir. Si nos paramos a consultar la edición vigente del Diccionario de la Lengua Española, en su cuarta acepción leemos que cesar significa destituir o depurar. Es decir, un mal uso de este verbo por parte de la prensa ha sigo el origen de un cambio por el que un verbo ha asumido significados propios de otros verbos.

             Le decía a Zalabardo que el repaso de la evolución de una palabra, aparte de informarnos sobre los cambios que tienen lugar a través del tiempo, puede demostrarnos los peligros que a veces acarrean tales cambios. En este caso, la extensión abusiva de cesar debería abrirnos los ojos sobre el empobrecimiento léxico acaecido. Si comenzaba recordando la anécdota contada por un maestro, quiero recordar ahora las palabras de otro, Manuel Alvar, de quien me siento orgulloso por haber sido alumno suyo en la Universidad de Granada. Solía decirnos: «Hemos recibido una lengua muy rica; si no podemos transmitirla a las siguientes generaciones mejorada, nuestra responsabilidad es no legarla empobrecida».

            Con la excesiva reiteración de cesar hemos olvidado que la remoción de una persona de su cargo puede expresarse no solo mediante destituir, sino también sustituir, suspender, deponer, separar, expulsar, relevar, echar… Leía en algún lugar que destituir se considera un término denigrante para quien se le aplica y que, por eso, ahora no se destituye a nadie, sino que se le cesa. Lo malo es que no queda ahí la cosa. Cesar parece haber expulsado también de nuestro léxico términos como dimitir, renunciar o declinar. Se dice con frecuencia que en nuestro país no hay quien dimita. Si acaso nos encontramos con alguien que tiene la decencia de admitir sus errores en un cargo, no es raro oírlo declarar que cesa por propia voluntad.

            O sea, que cesar se ha apoderado de un campo muy amplio, pues vale para ‘dejar un puesto por haber cumplido su ciclo’, para ‘ser obligado por una autoridad superior a dejarlo por incompetencia’ e, incluso, para ‘renunciar por el reconocimiento de una nefasta actuación o porque alguna fuerza mayor le impele a ello’. Anulamos, pues, la mucha diferencia existente entre cesar, destituir y dimitir. Mezclar todo ello en el mismo saco supone un empobrecimiento de nuestro léxico.



            Álex Grijelmo, en su Defensa apasionada del idioma español ―de él tomo el título de este apunte― dice en una de las primeras páginas de su libro: «Quien no comprende la estructura del lenguaje, la más sencilla de todas las estructuras posibles, difícilmente aprehenderá cualquier otra lógica de la comunicación; y quien no repara en cómo dice las ideas olvidará incluso las ideas mismas». Y ya en las últimas páginas afirma: «Este idioma rico, culto, preciso y extenso corre ciertos peligros que sus propios dueños deberemos conjurar, y a fe que lo conseguiremos si se da una sola condición: la consciencia del problema».

            Le comento a Zalabardo que, por desgracia, hay muchos que no tienen esa consciencia. Se lo digo porque, ya terminado este apunte, leo en El País una noticia de sucesos en la que se escribe: Diez policías tuvieron que ser ingresados, una de ellos con heridas graves en la UCI, aunque al día siguiente pudo pasar a planta. Mi amigo y yo hemos estado un buen rato intentado encontrar en qué parte de nuestro cuerpo tenemos la uci. ¿No se podría haber cuidado un poco la redacción de ese párrafo para evitar la confusión entre la dependencia en que fue ingresada la agente y la zona de su cuerpo en que sufrió las heridas?

sábado, noviembre 16, 2024

COMO CHUPA DE DÓMINE

 


Que la lengua es cambio y evolución es algo muy repetido aquí, aunque no es idea mía ni, por supuesto, nueva. Van a pensar ―le comento a Zalabardo― que somos muy pesados por tanto insistir en ello. Pero es que la lengua, como todas las cosas de este mundo está sujeta ―aparte de a otros muchos factores― a las modas. La moda, si atendemos a cómo la define la RAE es una costumbre que está en boga durante un tiempo o, también, un gusto colectivo y cambiante.

            Si queremos decir que algo nos gusta bastante no vale solo decir de ello que es muy bueno; podemos decir que es el summum, que mola mazo, que es lo más de lo más, que no es muy bueno, sino lo siguiente, que está guapo… La manera de decirlo va con los tiempos. Algunas modas son efímeras. En cualquier caso, las razones de estos cambios son muchas veces difíciles de explicar.

            De la fuerza de la costumbre en la evolución de la lengua dejó constancia Juan de Valdés, que vivió en la primera mitad del siglo XVI, cuando en su Diálogo de la lengua dice a sus interlocutores: «…aunque para muchas cosas tenemos vocablos latinos, el uso nos ha hecho tener por mejores los arábigos…y de aquí que decimos antes alfombra que tapete, y tenemos por mejor vocablo alcrebite que piedra sufre, y aceite que óleo…». En el siglo XVIII, Benito Jerónimo Feijóo escribía: «Siempre la moda fue la moda. Quiero decir que siempre el mundo fue inclinado a los nuevos usos. Esto lo lleva de suyo la misma naturaleza. Todo lo viejo fastidia». Y recordemos que mucho antes, en el siglo II de nuestra era, el emperador Marco Aurelio dejó escrito: «Las palabras de moda de antaño han quedado en el olvido». De ello da prueba que ese término alcrebite que citaba Valdés fue rechazado y el uso recuperó el antiguo azufre.

            Puesto que muy frecuentemente tendemos a asociar la palabra moda con la vestimenta ―tal vez de manera inconsciente, ya que la moda existe en arquitectura, en pintura, en música, en literatura, en gastronomía…, en todos los aspectos de nuestras vidas y costumbres―, Zalabardo y yo recordamos la época en que vestíamos niquis y no polos, como hoy se dice; también nuestras madres nos abrigaban con prendas que llamábamos saquitos y que son los modernos jerseys. En esa línea, han desaparecido las sayas, los miriñaques, los jubones… Y, como digo, estas desapariciones ―por moda o por la razón que sea― se ven acompañadas de otras que nada tienen que ver con el vestir. Difícilmente se oye hablar de alcabala, ‘impuesto’, cilla, ‘despensa’, alcuza, ‘recipiente para aceite’; se extiende el empleo de pareja, que desplaza a novio o a esposa; también ocultamos el adjetivo craso, ‘grave, inexcusable’, y apenas se oye calavera para calificar al juerguista disipado…


            Sucede, sin embargo, que algunas palabras se quedan como atascadas. Tendrían que haberse ido por el sumidero del olvido, pero permanecen fosilizadas en el habla sin que nada ni nadie las condene de manera definitiva, sin que haya moda que atine a desplazarlas. Puede que no sepamos qué sea un chuzo, ‘palo con un hierro en su extremo, pica’, pero seguimos diciendo que han caído chuzos de punta cuando llueve demasiado fuerte. Y, si reprenden a alguien con dureza, o lo critican con saña, decimos que lo han puesto como chupa de dómine, cuando es muy posible que no sepamos ni qué sea la chupa ni qué es un dómine.

            Volvemos aquí a la vestimenta. Zalabardo me dice que a nadie se le oculta que una chupa es una cazadora, una chaquetilla corta, especialmente si es de cuero y del estilo a las que usan los motoristas, roqueros y grupos así. Pero eso es ahora, pues el dicho y la palabra son muy anteriores. La chupa es una prenda muy antigua. Joan Corominas nos dice que debió entrar en nuestra lengua a comienzos del siglo XVIII procedente del francés jupe. Pero podría discutirse esa afirmación, ya que en el árabe andalusí existía ḡubbah, especie de túnica amplia, con mangas, que se ponía sobre la ropa habitual para protegerla y de la que era posible desprenderse fácilmente. Eso era la chupa, prenda semejante a una sotana, a un guardapolvo o a un sobretodo. De la palabra árabe salieron las castellanas aljuba y jubón, entre otras. Y el jupe francés, por supuesto. Pero por unos cambios fonéticos que aquí están de sobra, la palabra originaria árabe también derivó hacia la casaca. Y jupe acabó designando lo que nosotros llamamos falda. La casaca, no olvidemos, siempre ha sido más elegante que la chupa.



            Miremos ahora ―le sugiero a Zalabardo― hacia el dómine. Vocativo del latín dominus, ‘señor’, dómine era la palabra con que los niños llamaban al maestro que les enseñaba las primeras letras latinas. Este dómine, por lo general, era persona humilde y económicamente carente de recursos. Eso le imposibilitaba lucir una vestimenta más cuidada. Su sobretodo, sotana o guardapolvo ―es decir, su chupa― solía estar sucia, manchada de tinta, grasa y llena de remiendos y él presentar un aspecto andrajoso. Le pido a mi amigo que piense en el dómine Cabra que aparece en El Buscón, de Quevedo. De su sotana ―que sería su chupa― se dice que algunos afirmaban ser milagrosa, por no saberse su color. Y que, de tan raída y sin pelo, se podía afirmar que era de cuero de rana e incluso pura ilusión.

            Por eso, denigrar a alguien, hablar mal de él, reprender sus maneras de ser, equivalía a ponerlo al mismo nivel que la vestimenta de aquellos maestros, ponerlos como chupa de dómine, es decir, puerquísimos. Quizá esto explique que, al tratar de esta expresión, el DEL la equipare a poner a alguien como un trapo, es decir, dirigirle palabras ofensivas o enojosas, porque un trapo sucio y raído es lo único que se ve en él.

sábado, noviembre 09, 2024

TRAGEDIAS, DESINFORMACIÓN Y MARCO AURELIO

Da la impresión ―me comenta consternado Zalabardo― que en la tragedia que ha azotado Valencia ―sin olvidar Castilla-LaMancha ni otras zonas de Andalucía, donde también la normalidad aún tardará en recuperarse― lo más desatendido, pese a los esfuerzos por dar a entender otra cosa, han sido las víctimas. Es lamentable y vergonzoso ―me dice― que tanto sufrimiento nos lo presenten algunos como espectáculo y otros como ocasión para medrar en pro de sus propios intereses o los de las instituciones a las que representan.

            Tratamos de analizar con frialdad la situación ―si es que resulta posible mantenerse impasible ante el padecimiento y la angustia de tan elevado número de personas― y llegamos a la conclusión de que lo que nos queda más a la vista es la fuerza que en nuestro tiempo alcanza la desinformación y el elevado número de ineptos ―por no emplear una palabra más dura― que ocupan puestos de responsabilidad en los organismos que rigen un territorio.

            Desinformar no es solo mentir; desinformar es, sobre todo, ofrecer a sabiendas una información sesgada con el indisimulado fin de conseguir unos beneficios espurios; o silenciar los hechos. Duele enfrentarse a tanta desinformación como ha rodeado la tragedia valenciana. Nexus, el reciente libro de Yuval Noah Harari, es un interesantísimo estudio, una sucinta historia de las redes de información desde la Edad de Piedra hasta la IA. Analizando el funcionamiento de las actuales redes (Facebook, X, You Tube, Instagram…) desvela que sus creadores se dieron cuenta pronto de que el algoritmo encargado de captar la atención de los usuarios «premia» los vídeos escandalosos, las mentiras, los bulos, haciéndolos más populares y aumentando su difusión entre los usuarios; en cambio, los mensaje moderados, más neutros u objetivos son «desatendidos» por el algoritmo y se difunden menos, con lo que tienen menor influencia y hacen que el usuario se implicase menos en su contenido. Sin embargo, no se avienen a corregir tal despropósito porque económicamente no compensa cambiar el sistema. Este libro no es una impresión de su autor, sino una argumentación amparada por una amplísima documentación de la que se da fiel cuenta.



            A Zalabardo y a mí, bastante ignorantes en esto de las nuevas tecnologías, nos cuesta entender qué es eso del algoritmo. Buscamos y leemos que es «un conjunto de instrucciones bien definidas que se incluyen en un sistema para que, partiendo de un estado inicial y un conjunto de valores, se llegue al objetivo perseguido». En el caso de las redes, que el mensaje ―sea un vídeo o una información― llegue al mayor número posible de usuarios. Un ejemplo de la tragedia de Valencia: Que una televisión diga que en un aparcamiento hay más de 700 coches atrapados bajo el agua y más de un centenar de cadáveres ―aunque tal información no esté verificada― llega a muchas personas que se implican y se sienten conmovidas hasta asumir que eso es verdad. La información se envía y reenvía sin cesar y son millones los receptores. Que, poco después, quienes trabajan en paliar los daños digan que en dicho aparcamiento no había más de cincuenta coches y no ha aparecido ni un solo cadáver tiene menos interés para el algoritmo, diseñado para dar más valor al bulo que a la verdad. Y debería asustarnos más lo que sigue diciendo Harari de que por ese camino se llega a un punto en que el algoritmo no solo impulsa noticias falsas, sino que es capaz de generar por sí mismo bulos y falsedades sin que en ello intervenga ninguna persona.



            En la tragedia de Valencia hay mucho de esto, de noticias falsas que las personas de buena fe acaban por creer «porque lo dice internet o porque se ha dicho en la televisión». Y, sobre todo los afectados ―que no solo han perdido sus bienes y sus casas, sino muchos de ellos a familiares―, se indignan con toda razón cuando les dicen que la culpa es de la Confederación Hidrográfica del Júcar o de la Aemet que no han declarado el estado de emergencia; o de que el ejército ha llegado tarde; o de que… Porque la gente de buena fe no tiene por qué saber que ni la Confederación ni Aemet pueden decretar ningún estado de emergencia, cuestión que es competencia de otras instancias o que el ejército no puede acudir en socorro de nadie si no es requerido para ello por quien tiene autoridad en el territorio afectado. Tendríamos que saber qué es eso del Estado de las Autonomías y cuáles son las competencias transferidas a estas. Basta haber leído la Constitución para saberlo.

            Hablábamos Zalabardo y yo del poder ―negativo― que tiene la desinformación; pero también de la ineptitud de muchos responsables de instituciones que tienen por misión servir a la comunidad. Indigna ver que, ante una catástrofe de la magnitud de la sufrida por Valencia, esos responsables ―mejor, irresponsables, pues quienes debían dar el aviso de emergencia incluso desconocían la existencia de ese sistema de aviso― se entreguen a la misión de cargar las culpas sobre adversarios políticos antes que a atender a los afectados. Ante una necesidad ―me dice Zalabardo― hay que acudir a remediar la necesidad, Ya habrá tiempo de buscar culpables, si los hubiera.



            Un emperador romano, Marco Aurelio (abril de 121- marzo de 180), que pasó a la historia como uno de los Cinco Buenos Emperadores, nos dejó un libro, Meditaciones, en que fue recogiendo sus pensamientos para que les sirvieran como guía de mejora personal. Zalabardo me muestra un ejemplar abierto por una de sus páginas, en que se puede leer algo interesante. La cita es larga, pero no me resisto a reproducirla: «Mantén siempre dos principios. Primero, actúa únicamente conforme a lo que la razón inherente al poder legítimo y judicial prescribe para el beneficio de la humanidad. Segundo, préstate a cambiar de opinión si alguien te corrige y te guía hacia una comprensión más justa. No obstante, ese cambio debe basarse siempre en una convicción de justicia o en el bien común, y no meramente en la búsqueda de popularidad». Por desgracia, abundan quienes se interesan más en su popularidad que en el bien común y faltan quienes estén dispuestos a admitir sus errores.

            Me comenta Zalabardo que tal vez no debamos exigir a quienes ocupan la responsabilidad de las instituciones que hayan leído a Marco Aurelio. Pero eso no impide que, antes de aceptar un cargo ―o de encomendárselo a alguien―, el elegido ―o el elector― reflexione sobre si es persona con la capacidad y conocimiento suficientes para ejercerlo. Y, una vez que se ocupa el cargo, es inmoral no anteponer el bien de los ciudadanos al propio. Si piensa más en sí misma, esa persona debería dedicarse a otra cosa.

sábado, noviembre 02, 2024

HABER ROPA TENDIDA

 


Leo un artículo de Raquel Peláez, Ropa tendida, en el que relaciona esta expresión con una novela del mismo título, cuyo autor es Óscar García Sierra y confieso a Zalabardo que me sorprende la explicación que la periodista da a la expresión: «’Tener ropa tendida’ se usa en ciertos círculos para avisar al que acaba de ir a un baño a meterse un tiro de que aún le quedan restos blancos de droguita en las fosas nasales y, si no lo remedia, todo el mundo se dará cuenta de que ha consumido una sustancia ilegal».

            Mientras preparo este apunte, me entero de que existe otra novela, esta de Eva Puyó, con el mismo título. Sinceramente, no conozco ninguna de las dos, ignoro sus argumentos y nunca oído la explicación que de tener ropa tendida ofrece la periodista. En cambio, sí conozco, pues es muy común y bastante antigua, la expresión haber ropa tendida, que significa una cosa muy diferente.

            Le digo a Zalabardo, que, por razones más o menos conocidas, se dan casos de utilizar expresiones que, o bien se emplean mal en su forma o bien se interpretan de manera equivocada. Por ejemplo, en algún lugar se oye que hacer un 3-14 es engañar a alguien desconocedor del tema de que se habla. Se dice tal cosa porque se relaciona erróneamente la expresión con el número pi cuando nada tiene que ver una cosa con la otra. Lo correcto es hacer un 13-14, broma que se daba en los talleres mecánicos a los aprendices al pedirles una llave fija de tal número cuando sabido es que tales llaves se clasifican, en razón de su tamaño, asignándoles un doble número, primero uno par, seguido de otro impar ―4-5, 10-11, 12-13, 14-15…― por lo que encontrar una 13-14 es de todo punto imposible.

            Otras veces, es el desconocimiento de una palabra lo que nos arrastra a confundirla con otra que sí conocemos. Eso pasa con la expresión destornillarse de risa, incorrecta porque nada tiene que ver con tornillo, sino que la forma adecuada es desternillarse de risa, pues se pensaba que reírse de manera exagerada podía provocar la rotura de las ternillas o ligamentos que unen las mandíbulas.

            Tener ropa tendida, con el significado que le da Raquel Peláez, es expresión que no encuentro en ninguna otra parte más que en su artículo. No niego que pueda existir dicho uso en esos ambientes de que ella habla. En tal caso, nos encontraríamos ante esa situación en la que un uso lingüístico vive en el ámbito del habla antes de haber sido recogido en la escritura.

 


           No pasa lo mismo con haber ropa tendida, esta sí bastante frecuente y bien conocida. Manuel Seco, en su Diccionario fraseológico documentado del español, la define como «Estar presente personas ante las cuales conviene hablar con cautela». Es, pues, un coloquialismo que aconseja discreción en el hablar cuando se considera que hay delante personas que no deben enterarse. Además, tiene una extensión y variedad mayor de lo que podríamos pensar. En México tienen haber pájaros en el alambre; en Honduras se habla de haber trapo tendido; y no sé bien dónde se dice haber un buey en la vía.

            Zalabardo y yo hemos dedicado un tiempo a una búsqueda que ha resultado infructuosa, pues no encontramos ningún uso relacionado con la droga. Tampoco encontramos cuál pudiera ser el origen exacto de la expresión. Nos parece poco fiable la opinión ―que bastantes mantienen― de que surge cuando se quiere evitar alguna conversación en presencia de niños, que suelen ser curiosos y repiten lo que han oído. Incluso leemos que se emplea cuando, en presencia de niños, se habla de temas sexuales. Más lógica parece la interpretación del paremiólogo José María Sbarbi, que sostiene que apareció en ámbitos carcelarios, cuando un interno colgaba a la vista de los demás alguna prenda para así avisar de que se acercaba un guardián de la prisión. De ahí pudo muy bien pasar al habla y, si unos presos hablaban de algo que querían mantener oculto y veían aproximarse a un vigilante, alguno de ellos avisaba: «Silencio, que hay ropa tendida», señal de que había que cambiar de tema en la conversación.