sábado, noviembre 09, 2024

TRAGEDIAS, DESINFORMACIÓN Y MARCO AURELIO

Da la impresión ―me comenta consternado Zalabardo― que en la tragedia que ha azotado Valencia ―sin olvidar Castilla-LaMancha ni otras zonas de Andalucía, donde también la normalidad aún tardará en recuperarse― lo más desatendido, pese a los esfuerzos por dar a entender otra cosa, han sido las víctimas. Es lamentable y vergonzoso ―me dice― que tanto sufrimiento nos lo presenten algunos como espectáculo y otros como ocasión para medrar en pro de sus propios intereses o los de las instituciones a las que representan.

            Tratamos de analizar con frialdad la situación ―si es que resulta posible mantenerse impasible ante el padecimiento y la angustia de tan elevado número de personas― y llegamos a la conclusión de que lo que nos queda más a la vista es la fuerza que en nuestro tiempo alcanza la desinformación y el elevado número de ineptos ―por no emplear una palabra más dura― que ocupan puestos de responsabilidad en los organismos que rigen un territorio.

            Desinformar no es solo mentir; desinformar es, sobre todo, ofrecer a sabiendas una información sesgada con el indisimulado fin de conseguir unos beneficios espurios; o silenciar los hechos. Duele enfrentarse a tanta desinformación como ha rodeado la tragedia valenciana. Nexus, el reciente libro de Yuval Noah Harari, es un interesantísimo estudio, una sucinta historia de las redes de información desde la Edad de Piedra hasta la IA. Analizando el funcionamiento de las actuales redes (Facebook, X, You Tube, Instagram…) desvela que sus creadores se dieron cuenta pronto de que el algoritmo encargado de captar la atención de los usuarios «premia» los vídeos escandalosos, las mentiras, los bulos, haciéndolos más populares y aumentando su difusión entre los usuarios; en cambio, los mensaje moderados, más neutros u objetivos son «desatendidos» por el algoritmo y se difunden menos, con lo que tienen menor influencia y hacen que el usuario se implicase menos en su contenido. Sin embargo, no se avienen a corregir tal despropósito porque económicamente no compensa cambiar el sistema. Este libro no es una impresión de su autor, sino una argumentación amparada por una amplísima documentación de la que se da fiel cuenta.



            A Zalabardo y a mí, bastante ignorantes en esto de las nuevas tecnologías, nos cuesta entender qué es eso del algoritmo. Buscamos y leemos que es «un conjunto de instrucciones bien definidas que se incluyen en un sistema para que, partiendo de un estado inicial y un conjunto de valores, se llegue al objetivo perseguido». En el caso de las redes, que el mensaje ―sea un vídeo o una información― llegue al mayor número posible de usuarios. Un ejemplo de la tragedia de Valencia: Que una televisión diga que en un aparcamiento hay más de 700 coches atrapados bajo el agua y más de un centenar de cadáveres ―aunque tal información no esté verificada― llega a muchas personas que se implican y se sienten conmovidas hasta asumir que eso es verdad. La información se envía y reenvía sin cesar y son millones los receptores. Que, poco después, quienes trabajan en paliar los daños digan que en dicho aparcamiento no había más de cincuenta coches y no ha aparecido ni un solo cadáver tiene menos interés para el algoritmo, diseñado para dar más valor al bulo que a la verdad. Y debería asustarnos más lo que sigue diciendo Harari de que por ese camino se llega a un punto en que el algoritmo no solo impulsa noticias falsas, sino que es capaz de generar por sí mismo bulos y falsedades sin que en ello intervenga ninguna persona.



            En la tragedia de Valencia hay mucho de esto, de noticias falsas que las personas de buena fe acaban por creer «porque lo dice internet o porque se ha dicho en la televisión». Y, sobre todo los afectados ―que no solo han perdido sus bienes y sus casas, sino muchos de ellos a familiares―, se indignan con toda razón cuando les dicen que la culpa es de la Confederación Hidrográfica del Júcar o de la Aemet que no han declarado el estado de emergencia; o de que el ejército ha llegado tarde; o de que… Porque la gente de buena fe no tiene por qué saber que ni la Confederación ni Aemet pueden decretar ningún estado de emergencia, cuestión que es competencia de otras instancias o que el ejército no puede acudir en socorro de nadie si no es requerido para ello por quien tiene autoridad en el territorio afectado. Tendríamos que saber qué es eso del Estado de las Autonomías y cuáles son las competencias transferidas a estas. Basta haber leído la Constitución para saberlo.

            Hablábamos Zalabardo y yo del poder ―negativo― que tiene la desinformación; pero también de la ineptitud de muchos responsables de instituciones que tienen por misión servir a la comunidad. Indigna ver que, ante una catástrofe de la magnitud de la sufrida por Valencia, esos responsables ―mejor, irresponsables, pues quienes debían dar el aviso de emergencia incluso desconocían la existencia de ese sistema de aviso― se entreguen a la misión de cargar las culpas sobre adversarios políticos antes que a atender a los afectados. Ante una necesidad ―me dice Zalabardo― hay que acudir a remediar la necesidad, Ya habrá tiempo de buscar culpables, si los hubiera.



            Un emperador romano, Marco Aurelio (abril de 121- marzo de 180), que pasó a la historia como uno de los Cinco Buenos Emperadores, nos dejó un libro, Meditaciones, en que fue recogiendo sus pensamientos para que les sirvieran como guía de mejora personal. Zalabardo me muestra un ejemplar abierto por una de sus páginas, en que se puede leer algo interesante. La cita es larga, pero no me resisto a reproducirla: «Mantén siempre dos principios. Primero, actúa únicamente conforme a lo que la razón inherente al poder legítimo y judicial prescribe para el beneficio de la humanidad. Segundo, préstate a cambiar de opinión si alguien te corrige y te guía hacia una comprensión más justa. No obstante, ese cambio debe basarse siempre en una convicción de justicia o en el bien común, y no meramente en la búsqueda de popularidad». Por desgracia, abundan quienes se interesan más en su popularidad que en el bien común y faltan quienes estén dispuestos a admitir sus errores.

            Me comenta Zalabardo que tal vez no debamos exigir a quienes ocupan la responsabilidad de las instituciones que hayan leído a Marco Aurelio. Pero eso no impide que, antes de aceptar un cargo ―o de encomendárselo a alguien―, el elegido ―o el elector― reflexione sobre si es persona con la capacidad y conocimiento suficientes para ejercerlo. Y, una vez que se ocupa el cargo, es inmoral no anteponer el bien de los ciudadanos al propio. Si piensa más en sí misma, esa persona debería dedicarse a otra cosa.

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