sábado, diciembre 28, 2024

CLASIFICACIONES Y ORDEN DE PRIORIDADES

 

¿Por qué se martirizará a los niños poniéndolos en la difícil situación de contestar si quieren más a papá o a mamá? ―me pregunta Zalabardo y me siento casi obligado a responderle que no es solo a los niños, que parece como si sobre los humanos pesara una maldición que nos lleva a tener que elegir entre opciones que no tienen por qué ser antagónicas o a priorizar entre elementos de una serie de elementos de semejante naturaleza. Se nos incita a elegir entre Beatles y Rolling; sin conocer si somos aficionados al deporte se nos pone en la tesitura de si preferimos el fútbol o el baloncesto. Suponiéndose que cualquier empleado de una empresa deberá ser amable con el cliente ―incluso si este es un malasombra, que también los hay―, se nos solicita que califiquemos entre 0 y 9 el servicio que nos han prestado.

            Me confiesa Zalabardo que se le ha ocurrido la pregunta así, de repente, mientras consultamos una de las innumerables listas de los mejores libros de 2024. Como es lógico ―le digo a mi amigo― en estas listas, que en verdad son muchas, aunque haya coincidencias, también aparecen notables divergencias, lo que se comprende porque cada una de ellas está realizada por una persona o grupo de personas diferentes y en la valoración de una lectura intervienen factores diversos. O sea, me contesta― que a unos les va más la paella de mariscos y a otros el arroz negro. Me parece que es una acertada manera de decirlo.


            Cuesta trabajo ―sigo diciéndole a mi amigo― escapar de esta fiebre clasificatoria. Y le hago saber que también yo he caído en la tentación de ver qué dicen los críticos sobre mis lecturas recientes. Y me congratula ver ―no lo negaré― que, pese a estos criterios y listas diferentes, los libros que me han interesado han atraído también a otras personas y varios de ellos me los encuentro incluidos entre los 10 o 15 primeros de los considerados mejores libros del año: Baumgartner, de Auster, La península de las casas vacías, de Uclés, Los Escorpiones, de Barquinero, La última función, de Landero… De ellas, la que más me ha gustado, con diferencia, es la novela de David Uclés. También he leído El niño, de Aramburu, que algunos no mencionan y a mí me ha emocionado hondamente porque recuerdo de forma muy vívida aquel suceso y lo que significó. Aramburu entra en él sin ninguna clase de melodramatismo y haciendo gala de su claro estilo. Y si se tiene en cuenta los libros de no ficción, me extraña no ver en lugar destacado Nexus, de Harari, que me parece un libro que hace un claro repaso de la historia de la información y, sin catastrofismos y apoyado en una exhaustiva documentación nos previene contra lo que pudiera significar la IA.

            La conversación deriva hacia las prisas con que solemos hacer cualquier cosa de unos años a esta parte. Cree Zalabardo reconocer ausencia de análisis, de estudio sereno del asunto de que se trate, imposición de modas pasajeras que, del mismo modo que entran, salen de nuestras vidas. Sucede con el propio lenguaje y le pongo a Zalabardo el ejemplo del diccionario oficial de una lengua; en nuestro caso, el DLE. ¿Debe recoger un diccionario todas las palabras que se utilizan en un país? La respuesta es claramente negativa. Faltaría espacio. Siempre oí decir en mi pueblo bilorio, ‘persona inquieta’ y saquito, ‘tipo de jersey’ y a nadie se le ocurrió pedir nunca que entrasen en el diccionario. En Málaga conocí moña, ‘afeminado’, significado que el diccionario no recoge, y foel, ‘cosa fea, de mala calidad’, que ni siquiera aparece.



            Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la RAE saca cada año una lista interminable de nuevos vocablos a los que se da acceso al DLE. ¿Habría que censurar esa entrada? No es eso lo que pretendo decirle a mi amigo. Siempre he considerado loable la postura de Feijóo ―el erudito del siglo XVIII, no el político de ahora―, que pedía tolerancia a la hora de adaptar y adoptar vocablos, y se oponía a cualquier falso sentido de pureza lingüística. A las palabras ―es lo que pienso― hay que dejarlas madurar, dar ocasión a que el pueblo se habitúe a ellas y las haga suyas ―o no― empleádolas con naturalidad, no porque provengan de una moda tal vez pasajera.

            Que no se dejan madurar y nos regimos por la moda, por la circunstancia de un momento, queda patente con la elección de las «palabras del año». Por citar algunos ejemplos, en 2020, entre las candidatas a tal honor se encontraban infodemia y estatuafobia; y un poco más atrás, en 2018, figuraban micromachismo y dataísmo. No fueron las ganadoras ni apenas nadie se acuerda de ellas. ¿Qué fueron ―como diría Manrique― sino verduras de las eras?


            Me dice Zalabardo ―regresando al tema de los libros― que lo que digo sobre prisas y falta de análisis se puede aplicar a unas noticias que ha leído. Hace días, en un diario aragonés se afirmaba que El infinito en un junco, de Irene Vallejo, era «la mejor obra del siglo XXI». Pero es que, en otro periódico se proclamaba que Arturo Pérez-Reverte es «el mejor novelista español del siglo XXI». El libro de Irene Vallejo es un extraordinario ensayo publicado en 2019 que mereció el Premio Nacional de Ensayo en 2020, que ha sido mundialmente valorado y del que, si no estoy errado, se han vendido más de dos millones de ejemplares hasta el momento. Sobre el prestigio y popularidad del prolífico Pérez-Reverte, periodista, corresponsal de guerra, novelista y académico, tampoco diré nada en contra.

            Pero, a punto de entrar en 2025 y así completar el primer cuarto de este siglo, ¿no parece excesivo calificar el libro de Vallejo y la figura de Pérez-Reverte como los mejores del siglo XXI? Quedan aún setenta y cinco siglos por delante. No tengamos tanta prisa por cerrar una lista de celebridades que aún dará mucho que hablar. Elogiemos la calidad de ambos, pero esperemos a que el tiempo los coloque en el lugar que les corresponda.

sábado, diciembre 21, 2024

LA IMAGEN Y LA PALABRA

 


«¿Crees que es cierto que una imagen supera el valor de mil palabras?» La pregunta me la plantea Zalabardo mientras conversamos sobre las adaptaciones cinematográficas de dos novelas míticas: Pedro Páramo, película, y Cien años de soledad, serie. La primera ya la hemos visto; la segunda, acabamos de verla ayer viernes; al menos los ocho capítulos de la primera parte, pues suponemos que continuará hasta el final de la historia.

            Vivimos unos tiempos incomprensibles de prisas, de negativa al análisis profundo y al debate sereno de cualquier cuestión. Somos miembros de una sociedad en la que ―frente a como se pensaba en otras épocas― parece concedérsele más valor a la imagen que a la palabra. Lo vemos en el hecho de que se soporta mejor un breve suelto periodístico que un reportaje profundo; y mejor la versión cinematográfica de una historia que su desarrollo en forma de libro. Es la inmediatez lo que prima, aunque eso entorpezca el análisis. En este caso, la inmediatez de la imagen sobre la lectura pausada del libro. Quizá por eso se elogie la fotografía como auténtico reflejo de la realidad.

            Sin embargo, no nos paramos a pensar en lo que decía Susan Sontag: «Que las fotografías sean a menudo elogiadas por su veracidad, su honradez, indica que la mayor parte de las fotografías, desde luego, no son veraces». No sé qué opinión tendrán al respecto mis amigos, magníficos fotógrafos, José Ramón San José y Paco Martín Cobos. Como filólogo ―le confieso a mi amigo― valoro más la palabra, sin que esto signifique menosprecio de la imagen, pues no solo me gusta la fotografía, sino que no niego la fuerza significativa que tienen las señales icónicas. Cuando vamos conduciendo, un círculo rojo con una banda horizontal blanca actúa sobre nuestro cerebro ―para nuestro bien― con mayor rapidez que un letrero donde se leyese «Tiene usted prohibido el paso por este lugar».

            No obstante, la imagen puede resultar si no engañosa, sí al menos confusa por no reflejar la totalidad de lo representado. Valga de ejemplo la polémica en torno a la fotografía de Robert Capa Muerte de un miliciano, imagen icónica de nuestra guerra civil. Richard Whelan, experto estudioso de Capa dice sobre ella: «Me he enfrentado al dilema de tratar con una fotografía que se cree que es verdadera, pero sobre la que no se puede estar seguro de que sea un documento veraz».

            Cuando leemos el Quijote, descubrimos pronto que la mayoría de las aventuras del caballero responden a un proceso semejante: algo, en principio, aparece; ese algo inicialmente indefinido parece ser una cosa; finalmente, la mente convierte lo que parece en algo que no tiene por qué coincidir con la realidad. O sea: aparecer, parecer, ser. La mente de don Quijote trabaja coaccionada por una literatura cuyos contenidos él confunde con la realidad. ¿Pero quién puede negar que su mente, su imaginación, es lo que lo empuja a interpretar aquello que ve de manera distinta a como lo interpretan otros? Aunque luego vengan los Sanchos insistiendo en que ya nos habían avisado de nuestro error.

            Vuelvo con Zalabardo, primero, a lo de la imagen y las palabras. El origen de esa sentencia se señala en una frase de Henrik Ibsen que luego se fue transformando: Mil palabras no dejan la misma impresión profunda que una sola acción. Eso fue lo que dijo el poeta y dramaturgo noruego. En 1911, en un reportaje del periódico The Post-Standard, publicado en el área metropolitana de Syracuse, Nueva York, se leía: Usa una imagen. Vale más que mil palabras. Y, en 1913, un concesionario de automóviles de una ciudad estadounidense se promocionaba con la frase Una mirada vale más que mil palabras. Álex Grijelmo, en su artículo Más que mil palabras, publicado el pasado mes de enero, desvela que fue un publicista americano Fred R. Barnard quien, para teñir de prestigio la frase, se inventó que Una imagen vale más que mil palabras era una máxima que había pronunciado Confucio.


            Y tras aclarar esto, nos centramos Zalabardo y yo en el tema con que se inició este apunte, la conversión en cine de determinadas obras. Aunque siempre existirá la polémica de si es mejor el libro que la película que en él se inspira, le propongo a mi amigo otra pregunta: ¿es susceptible todo libro de ser convertido en película? Pienso en películas que proceden de una obra literaria y recuerdo algunas que me parecen admirables por fieles y respetuosas con el texto original. Se podrían citar bastantes, pero pienso, así de pronto, en Matar a un ruiseñor, La naranja mecánica, Los santos inocentes o Doctor Zhivago.

            Pero, le digo a mi amigo, no puedo imaginarme el Quijote hecho película sin que se corra el riesgo de que el resultado sea una caricatura ridícula o una visión incompleta. ¿Cómo puede recrear una película esos pensamientos de un don Quijote arrojado a un mundo que no entiende y que desea mejorar, frente a la incomprensión de cuantos lo rodean? ¿Cómo se refleja en la película el sentimiento de quien dice a don Álvaro Tarfe: «Yo no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy el malo»? ¿O el espíritu que anima al caballero cuando ante los sorprendidos pastores pronuncia su discurso sobre la edad de oro?

            Del mismo modo, me parecen difíciles de llevar al cine ―no quiero decir que imposibles― Pedro Páramo o Cien años de soledad. De la primera, puedo decir que me ha decepcionado. De la segunda, valoro la realización, las imágenes que, sin embargo, necesitan de una voz en off que pronuncia frases del texto para hacer comprensible lo que vemos. Pero soy de la opinión de que, en estas novelas, tan importante es lo que se cuenta como la forma en que se cuenta, es decir, las palabras. La imagen de Pedro Páramo es simple, pero las palabras que nos cuentan su historia son múltiples y mágicas. ¿Cómo trasladarlas a la pantalla? ¿Cómo conseguir que veamos el interior del protagonista cuando entra en una Comala silenciosa y piensa en lo que ha visto en otros lugares, palomas que rompen el aire quieto y el revolotear de gritos de niños que parecen teñirse de azul en el cielo del atardecer? ¿Cómo trasladar a la pantalla, en Cien años de soledad, la decepción de Aureliano Babilonia cuando comenzó a conocer su propio origen leyendo los escritos en sánscrito de Melquiades: «Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces»?

 


           El Quijote, como Pedro Páramo, como Cien años de soledad, son novelas para ser leídas, cascadas de palabras, mil y más, que te enganchan y que no hay imagen capaz de ofrecértelas con la magia que tienen en la letra impresa. Lo contemplado en la serie sobre la obra de García Márquez ―le digo a Zalabardo― choca con la imagen interior que yo tenía del texto leído. Y es que la literatura concede al lector la oportunidad de dejar volar su imaginación. La serie de que hablamos, en cambio, anula esa capacidad imaginativa e impide que conozcamos toda la carga de símbolos y poesía que la novela tiene.

sábado, diciembre 14, 2024

ABUNDIO Y COMPAÑÍA

 

Hay nombres ―reales o ficticios― que el pueblo y las tradiciones han convertido en símbolo y resumen de la ingenuidad, medida del tiempo, la falta de inteligencia, la fealdad, la gula…: Abundio, Maricastaña, el Tato, Picio, Pichote, la Bernarda. A nadie le resultará complicado añadir otros, puesto que son muchos los que hay.

        Hablando con Zalabardo, le cito a un tal Bertrand Ndongo ―que milita en el ultraderechista VOX y fue asesor de Rocío Monasterio― a quien se le puede aplicar perfectamente lo de ser más tonto que Abundio, personaje que simboliza la torpeza y la falta de inteligencia por sus incoherentes actuaciones. De Abundio se dice, por ejemplo, que vendió su coche para comprar gasolina, o que fue a vendimiar y se llevó uvas de postre, o que en una carrera en la que corría solo llegó segundo.

            Lo de Ndongo no lo digo por su afiliación política, pues cada uno es libre de meterse en el berenjenal que desee. Lo digo porque ―lenguaraz en las redes sociales― siendo de origen camerunés y habiendo entrado en España como inmigrante, es furibundo enemigo ―como su partido― de la inmigración; siendo de piel negra, no condenó a los racistas que insultaron a Niko Williams por el color de su piel, sino al futbolista «por pretender amoldarse a costumbres de los blancos»; disculpaba a Dani Alves, acusado de violación, culpando a las mujeres por su forma de vestir. Todo eso bastaría para calificarlo de ser peor que Abundio. Pero, ahora, se lanza a criticar al Gobierno de la nación burlándose en Twitter de una actriz cómica, Lalachús, por ser gorda. O sea, es inmigrante antiemigración, negro racista contra los negros, justificador de las violaciones y, para colmo, machista y gordofóbico. Vamos, que Abundio al lado de Ndongo es una eminencia.

        Ya puestos, mi amigo y yo repasamos cuál pueda ser la raíz de esos dichos que protagonizan Picio, Abundio, Pichote y otros. ¿Fueron personajes reales o son fruto de la imaginación popular? Sobre Abundio circulan varias versiones. Se habla de un san Abundio, mártir, presbítero cordobés que, en un periodo en que el Islam confraternizaba con el Cristianismo, él acudía cada día ante la puerta del cadí despotricando contra Alá y el Islam. El cadí, que observó que Abundio era hombre de pocas entendederas, lo conminó hasta once veces a deponer su actitud. Pero Abundio no se avino a razones. Finalmente, fue apresado y condenado a muerte. Otra versión nos lo presenta como mozo de un cortijo a quien enviaron a comprar unos dulces, bolados, hechos a base de azúcar y, a la vuelta, para protegerlos del calor, los iba metiendo en el agua de un río. Y aún hay una versión más «histórica»: la que habla de un capitán de fragata, Abundio Martínez de Soria, que, durante la guerra hispano-norteamericana de 1898, en la batalla naval de Cavite, ya perdida y retirados los pocos barcos españoles que se libraron del desastre, cometió la absurda heroicidad de dirigir el suyo contra los americanos, que lo hundieron con suma facilidad.



        A Pichote, el nombre, lo recuerdo de mi juventud. Solíamos muchos alumnos del instituto, para reforzar nuestros conocimientos de matemáticas, acudir a una academia. Su director, Cuevas, solía decirnos a veces: «Eres más tonto que Pichote, que se bañaba en un lebrillo y ponía al lado un martillo por si veía peligro de ahogarse». Más tarde, supe que Pichote fue un gánster, Gennaio Spummarolo, il Picciotto (el muchachito), miembro de una banda opuesta a Al Capone. Un día, le tendieron una trampa dándole un soplo sobre dónde podría acabar con el famoso gánster. Ingenuamente, creyó lo que le decían y fue él quien pereció en la emboscada.

        ¿Y quién no ha dicho que algo parece el coño de la Bernarda para referirse a la falta organización y existencia de desorden? Pues bien, parece que la Bernarda era una curandera granadina que andaba de un lugar para otro ejerciendo sus artes y en cuya casa entraba y salía mucha gente, creando un gran desconcierto. ¿Qué técnicas curativas usaba la Bernarda? Rezar unas oraciones que se inventaba y tocar los genitales de sus pacientes.

En El casamiento engañoso, de Miguel de Cervantes, leemos cómo el soldado Campuzano relata a su amigo el licenciado Peralta que, estando en un hospital de Valladolid curándose de unas fiebres, vio conversar a los pies de su cama dos perros. El licenciado le replica: «¡Cuerpo de mí! ¡Si se nos ha vuelto el tiempo de Maricastaña, cuando hablaban las calabazas, o el de Isopo, cuando departía el gallo con la zorra y unos animales con otros!» Esta Maricastaña se cita cuando alguien desea referirse a tiempos muy antiguos. Y he aquí que José Godoy Alcántara ―lo cuenta José María Iribarren en El porqué de los dichos―, nos dice que Mari-Castaña era una tal María Castaño que, en el siglo XIV, junto con su marido y otros parientes, se negaron a pagar unos tributos exigidos por el obispo de Lugo, aunque se redimiría de su pecado donando más tarde una elevada cantidad de dinero a la Iglesia.

        ¿Y quién es ese Quico del que todos nos acordamos cuando comemos más de lo razonable? También, como en todos estos casos ―le digo a Zalabardo―, hay versiones diferentes. Una dice que Manuel Fernández Doña, pregonero de Aznalcázar, pueblo sevillano. Se cuenta que en 1940, para celebrar el Corpus, el Ayuntamiento organizó una mariscada a la que invitó a todas las autoridades y a cuatro empleados del municipio, entre ellos a Fernández Doña, apodado el Quico. Este hombre se puso a comer gambas hasta reventar. Estuvo desaparecido varios días y al final lo encontraron en las afueras, bajo un puente y presa de alta fiebre. Pero otros, entre quienes hay que contar a la filóloga de la Universidad de Oviedo María Prieto, sostienen que este Quico es un personaje popular muy anterior, que aparece en varios cuentos. Entre ellos, uno recogido por José Antonio Sánchez Pérez en Cien cuentos populares españoles. También Francisco Pérez Abellán publicó en 2010 El hombre lobo y otras bestias, entre cuyos relatos recoge el de un bandido catalán, Francisco Sabater Llopart, Quico, que se dedicó a robar bancos. De ahí ―dice este autor― viene lo de ponerse como el Quico, harto de robar dinero.



        Como esto podría ser el cuento de nunca acabar, le sugiero a Zalabardo que terminemos con el origen de No estuvo ni el Tato, con que aludimos a una reunión a la que nadie asiste. Aquí parece haber más realidad. En el siglo XIX vivió un torero, Antonio Sánchez, el Tato (1831-1895), sevillano, cuyas estocadas al volapié se hicieron célebres. Incluso, tras una grave cogida en que perdió la pierna, siguió toreando con una ortopédica. Alcanzó tal popularidad que apenas si había espectáculo taurino en cuyo cartel no apareciese, ni fiesta que se preciase a la que él no acudiese. Por eso, si una reunión resultaba desangelada, se decía que a ella no había ido ni el Tato.

sábado, diciembre 07, 2024

DEL ‘ME GUSTA LA FRUTA’ AL CARAPAPA…

 


Me cuenta Zalabardo que le preguntaron hace días qué es ser un tonto del culo y que él no está seguro de que tal expresión tenga por necesidad que entenderse como un insulto. Su pregunta nos lleva a plantearnos lo que en realidad sea un insulto. Leemos en el DLE que insultar es ‘ofender, provocar a otra persona irritándolo mediante palabras o frases’. Es una forma de menosprecio hacia quien se dirige. Le digo que, aceptado esto, podemos establecer una escala bien variada. Así, cuando alguien espeta a otro que le gusta la fruta con intención ofensiva, aunque disimulando decir otra cosa, solo muestra un pijerío pueril y una mentalidad próxima a la ridiculez. En el otro polo, si en una discusión alguien acusa a su contrincante de ser el chivato del módulo (esta historia me la contó hace unos días mi amiga Elena Picón ―referida a un personaje marginal, el Churumbel de Málaga―), se puede entender que se le está arrojando todo el veneno de que uno es capaz.

            Pero, le digo a Zalabardo, hay palabras y expresiones que se encuentran en unos límites que no dejan entrever si son en realidad ofensivas o, por el contrario, hasta pueden ser manifestación de cariño. O sea, que son insultos menores, pecadillos algo menos que veniales. Pero es que, además, algunos no reflejan tanto una calificación del otro, sino la impresión que en nosotros deja la observación de un comportamiento o modo de ser de otra persona.

            Por ejemplo, ¿qué es un malafollá granadino? Hay una historia que pretende ser origen de la expresión. Se cuenta que un herrero del Sacromonte tenía un hijo que no sabía manejar correctamente el fuelle que da aire para alimentar el fuego. Entonces, el padre decía de él que no sabía follar (soplar). Y a todo el que lo quisiera oír decía que su hijo tenía muy malafollá. Y el término se extendió como equivalente a malage, malasombra y cosas así. Pero José García Ladrón de Guevara, sostiene en un libro sobre el tema que la malafollá granadina no supone ni mala educación, ni mal carácter, ni desatención, sino que es «una suerte de mala hostia gratuita que los granadinos repartimos sin ton ni son». Viene a resumir que es una idiosincrasia granadina que los diferencia del resto de los andaluces y que no siempre es bien entendida.


            Frente a los malafollás, el vaina es un irresponsable, un engreído. Según el diccionario Clave, es «quien fastidia a otros por gusto propio». Aunque vaina puede significar también «cualquier cosa», como en menuda vaina me ha sucedido. A su lado pondríamos al tonto de capirote. Es esta una expresión no bien entendida, aunque la consulta al diccionario de Covarrubias nos la aclara. El capirote, dice, es «cobertura de la cabeza, bonete con borlas que se ponen los doctores en los actos públicos o los colegiales». Por lo tanto, un tonto de capirote es una persona vanidosa, un ensoberbecido que presume de saber más de lo que en realidad conoce. Y en el grado más bajo colocaríamos al sieso, palabra que la Academia recoge como ‘ano, con la parte inferior del intestino recto’. No obstante, Alcalá Venceslada afirma que un sieso es una «persona inaguantable, molesta e incluso despreciable». Y si decimos que es un sieso manío ―le aclaro a Zalabardo―, mejor no decir más.

            Ya en el terreno de los que no podríamos llamar propiamente insultos, pues encierran unas dosis de cariño y suelen dedicarse más a personas a las que uno conoce y aprecia, podríamos citar al tontolaba, al papafrita, al tontolculo y al carapapa. Los cuatro reflejan cierto nivel de ingenuidad que poco tiene que ver con la ignorancia o con la debilidad mental. El tontolaba es el que tiene mayor historia detrás. Suele decirse que la expresión, tonto del haba, señalaba en un tiempo a quien, en el reparto del roscón de reyes le tocaba el haba seca, pues eso señalaba que debería ser él quien pagase el precio del roscón, por lo que era diana de las burlas de todos los demás. También se dice que, en tiempos más antiguos, era la persona a la que sacaba de una cesta que contenía bolas diversas, el haba que designaba a quien haría el papel de rey de la fiesta, tonto del haba, que debería soportar todas las bromas.



            Sobre los demás no tengo ―me justifico ante mi amigo― mucha información. El tontolculo, tonto del culo, no es en modo alguno un bruto ignorante, sino un melindroso que se deja arrastrar por prejuicios de toda clase, un apegado en exceso a lo políticamente correcto; o sea, quien es remilgado desde la cabeza hasta el culo. El papafrita ―término que no acabo de entender por qué se marca como americanismo― es una persona ingenua, confiada, poco perspicaz, de quien otros se aprovechan. Y el carapapa ―para mí― es el menos ofensivo de todos. Conocí la palabra aquí en Málaga y siempre observé que se utilizaba para señalar a «cualquiera cuyo nombre no se menciona», aunque sea el mejor amigo que uno tenga; el carapapa este no me deja tranquilo, se puede oír, lo mismo que, ¡Oye, carapapa! Recuerdo ―le digo a Zalabardo― que yo acostumbraba a decir a mis alumnos: No os dejéis engañar por el primer carapapa que pase, es decir, por cualquiera.