Hay nombres ―reales o ficticios― que el pueblo y las tradiciones han convertido en símbolo y resumen de la ingenuidad, medida del tiempo, la falta de inteligencia, la fealdad, la gula…: Abundio, Maricastaña, el Tato, Picio, Pichote, la Bernarda. A nadie le resultará complicado añadir otros, puesto que son muchos los que hay.
Hablando con Zalabardo, le cito a un tal Bertrand
Ndongo ―que milita en el ultraderechista VOX y fue asesor de Rocío
Monasterio― a quien se le puede aplicar perfectamente lo de ser más
tonto que Abundio, personaje que simboliza la torpeza y la falta de
inteligencia por sus incoherentes actuaciones. De Abundio se
dice, por ejemplo, que vendió su coche para comprar gasolina, o que fue a
vendimiar y se llevó uvas de postre, o que en una carrera en la que corría solo
llegó segundo.
Lo de Ndongo no lo digo por su
afiliación política, pues cada uno es libre de meterse en el berenjenal que
desee. Lo digo porque ―lenguaraz en las redes sociales― siendo de origen
camerunés y habiendo entrado en España como inmigrante, es furibundo enemigo ―como
su partido― de la inmigración; siendo de piel negra, no condenó a los racistas
que insultaron a Niko Williams por el color de su piel, sino al
futbolista «por pretender amoldarse a costumbres de los blancos»; disculpaba a Dani
Alves, acusado de violación, culpando a las mujeres por su forma de vestir.
Todo eso bastaría para calificarlo de ser peor que Abundio. Pero,
ahora, se lanza a criticar al Gobierno de la nación burlándose en Twitter de
una actriz cómica, Lalachús, por ser gorda. O sea, es inmigrante
antiemigración, negro racista contra los negros, justificador de las
violaciones y, para colmo, machista y gordofóbico. Vamos, que Abundio
al lado de Ndongo es una eminencia.
Ya puestos, mi amigo y yo repasamos cuál pueda
ser la raíz de esos dichos que protagonizan Picio, Abundio,
Pichote y otros. ¿Fueron personajes reales o son fruto de la
imaginación popular? Sobre Abundio circulan varias versiones. Se
habla de un san Abundio, mártir, presbítero cordobés que, en un
periodo en que el Islam confraternizaba con el Cristianismo, él acudía cada día
ante la puerta del cadí despotricando contra Alá y el Islam. El cadí,
que observó que Abundio era hombre de pocas entendederas, lo
conminó hasta once veces a deponer su actitud. Pero Abundio no se
avino a razones. Finalmente, fue apresado y condenado a muerte. Otra versión nos
lo presenta como mozo de un cortijo a quien enviaron a comprar unos dulces,
bolados, hechos a base de azúcar y, a la vuelta, para protegerlos del calor,
los iba metiendo en el agua de un río. Y aún hay una versión más «histórica»:
la que habla de un capitán de fragata, Abundio Martínez de Soria, que,
durante la guerra hispano-norteamericana de 1898, en la batalla naval de
Cavite, ya perdida y retirados los pocos barcos españoles que se libraron del
desastre, cometió la absurda heroicidad de dirigir el suyo contra los americanos,
que lo hundieron con suma facilidad.
A Pichote, el nombre, lo recuerdo de mi juventud. Solíamos muchos alumnos del instituto, para reforzar nuestros conocimientos de matemáticas, acudir a una academia. Su director, Cuevas, solía decirnos a veces: «Eres más tonto que Pichote, que se bañaba en un lebrillo y ponía al lado un martillo por si veía peligro de ahogarse». Más tarde, supe que Pichote fue un gánster, Gennaio Spummarolo, il Picciotto (el muchachito), miembro de una banda opuesta a Al Capone. Un día, le tendieron una trampa dándole un soplo sobre dónde podría acabar con el famoso gánster. Ingenuamente, creyó lo que le decían y fue él quien pereció en la emboscada.
¿Y quién no ha dicho que algo parece el
coño de la Bernarda para referirse a la falta organización y existencia
de desorden? Pues bien, parece que la Bernarda era una curandera
granadina que andaba de un lugar para otro ejerciendo sus artes y en cuya casa entraba
y salía mucha gente, creando un gran desconcierto. ¿Qué técnicas curativas
usaba la Bernarda? Rezar unas oraciones que se inventaba y tocar los
genitales de sus pacientes.
En El casamiento engañoso, de
Miguel de Cervantes, leemos cómo el soldado
Campuzano relata a su amigo el licenciado Peralta que,
estando en un hospital de Valladolid curándose de unas fiebres, vio conversar a
los pies de su cama dos perros. El licenciado le replica: «¡Cuerpo de mí! ¡Si
se nos ha vuelto el tiempo de Maricastaña, cuando hablaban las
calabazas, o el de Isopo, cuando departía el gallo con la zorra y
unos animales con otros!» Esta Maricastaña se cita cuando alguien
desea referirse a tiempos muy antiguos. Y he aquí que José Godoy Alcántara
―lo cuenta José María Iribarren en El porqué de los dichos―,
nos dice que Mari-Castaña era una tal María Castaño que,
en el siglo XIV, junto con su marido y otros parientes, se negaron a pagar unos
tributos exigidos por el obispo de Lugo, aunque se redimiría de su pecado
donando más tarde una elevada cantidad de dinero a la Iglesia.
¿Y quién es ese Quico del que
todos nos acordamos cuando comemos más de lo razonable? También, como en todos
estos casos ―le digo a Zalabardo―, hay versiones diferentes. Una dice que Manuel
Fernández Doña, pregonero de Aznalcázar, pueblo sevillano. Se cuenta que en
1940, para celebrar el Corpus, el Ayuntamiento organizó una mariscada a la que
invitó a todas las autoridades y a cuatro empleados del municipio, entre ellos
a Fernández Doña, apodado el Quico. Este hombre se puso a
comer gambas hasta reventar. Estuvo desaparecido varios días y al final lo
encontraron en las afueras, bajo un puente y presa de alta fiebre. Pero otros,
entre quienes hay que contar a la filóloga de la Universidad de Oviedo María
Prieto, sostienen que este Quico es un personaje popular muy
anterior, que aparece en varios cuentos. Entre ellos, uno recogido por José
Antonio Sánchez Pérez en Cien cuentos populares españoles. También
Francisco Pérez Abellán publicó en 2010 El hombre lobo y otras
bestias, entre cuyos relatos recoge el de un bandido catalán, Francisco
Sabater Llopart, Quico, que se dedicó a robar bancos. De ahí
―dice este autor― viene lo de ponerse como el Quico, harto de
robar dinero.
Como esto podría ser el cuento de nunca acabar, le sugiero a Zalabardo que terminemos con el origen de No estuvo ni el Tato, con que aludimos a una reunión a la que nadie asiste. Aquí parece haber más realidad. En el siglo XIX vivió un torero, Antonio Sánchez, el Tato (1831-1895), sevillano, cuyas estocadas al volapié se hicieron célebres. Incluso, tras una grave cogida en que perdió la pierna, siguió toreando con una ortopédica. Alcanzó tal popularidad que apenas si había espectáculo taurino en cuyo cartel no apareciese, ni fiesta que se preciase a la que él no acudiese. Por eso, si una reunión resultaba desangelada, se decía que a ella no había ido ni el Tato.
No hay comentarios:
Publicar un comentario