«¿Crees que es cierto que una imagen supera el valor de mil palabras?» La pregunta me la plantea Zalabardo mientras conversamos sobre las adaptaciones cinematográficas de dos novelas míticas: Pedro Páramo, película, y Cien años de soledad, serie. La primera ya la hemos visto; la segunda, acabamos de verla ayer viernes; al menos los ocho capítulos de la primera parte, pues suponemos que continuará hasta el final de la historia.
Vivimos unos tiempos incomprensibles
de prisas, de negativa al análisis profundo y al debate sereno de cualquier
cuestión. Somos miembros de una sociedad en la que ―frente a como se pensaba en
otras épocas― parece concedérsele más valor a la imagen que a la palabra. Lo
vemos en el hecho de que se soporta mejor un breve suelto periodístico que un reportaje
profundo; y mejor la versión cinematográfica de una historia que su desarrollo
en forma de libro. Es la inmediatez lo que prima, aunque eso entorpezca el
análisis. En este caso, la inmediatez de la imagen sobre la lectura pausada del
libro. Quizá por eso se elogie la fotografía como auténtico reflejo de la
realidad.
Sin embargo, no nos paramos a pensar en lo que
decía Susan Sontag: «Que las fotografías sean a menudo elogiadas por su
veracidad, su honradez, indica que la mayor parte de las fotografías, desde
luego, no son veraces». No sé qué opinión tendrán al respecto mis amigos, magníficos
fotógrafos, José Ramón San José y Paco Martín Cobos. Como
filólogo ―le confieso a mi amigo― valoro más la palabra, sin que esto signifique
menosprecio de la imagen, pues no solo me gusta la fotografía, sino que no
niego la fuerza significativa que tienen las señales icónicas. Cuando vamos
conduciendo, un círculo rojo con una banda horizontal blanca actúa sobre
nuestro cerebro ―para nuestro bien― con mayor rapidez que un letrero donde se
leyese «Tiene usted prohibido el paso por este lugar».
No obstante, la imagen puede
resultar si no engañosa, sí al menos confusa por no reflejar la totalidad de lo
representado. Valga de ejemplo la polémica en torno a la fotografía de Robert
Capa Muerte de un miliciano, imagen icónica de nuestra guerra
civil. Richard Whelan, experto estudioso de Capa dice sobre ella:
«Me he enfrentado al dilema de tratar con una fotografía que se cree que es
verdadera, pero sobre la que no se puede estar seguro de que sea un documento
veraz».
Cuando leemos el Quijote, descubrimos
pronto que la mayoría de las aventuras del caballero responden a un proceso
semejante: algo, en principio, aparece; ese algo inicialmente indefinido parece
ser una cosa; finalmente, la mente convierte lo que parece en algo que no tiene
por qué coincidir con la realidad. O sea: aparecer, parecer, ser. La mente de don
Quijote trabaja coaccionada por una literatura cuyos contenidos él
confunde con la realidad. ¿Pero quién puede negar que su mente, su imaginación,
es lo que lo empuja a interpretar aquello que ve de manera distinta a como lo
interpretan otros? Aunque luego vengan los Sanchos insistiendo en
que ya nos habían avisado de nuestro error.
Vuelvo con Zalabardo, primero, a lo
de la imagen y las palabras. El origen de esa sentencia se señala en una frase
de Henrik Ibsen que luego se fue transformando: Mil palabras no
dejan la misma impresión profunda que una sola acción. Eso fue lo que
dijo el poeta y dramaturgo noruego. En 1911, en un reportaje del periódico The
Post-Standard, publicado en el área metropolitana de Syracuse, Nueva York,
se leía: Usa una imagen. Vale más que mil palabras. Y, en 1913,
un concesionario de automóviles de una ciudad estadounidense se
promocionaba con la frase Una mirada vale más que mil palabras. Álex
Grijelmo, en su artículo Más que mil palabras, publicado el
pasado mes de enero, desvela que fue un publicista americano Fred R. Barnard
quien, para teñir de prestigio la frase, se inventó que Una imagen vale
más que mil palabras era una máxima que había pronunciado Confucio.
Y tras aclarar esto, nos centramos Zalabardo y yo en el tema con que se inició este apunte, la conversión en cine de determinadas obras. Aunque siempre existirá la polémica de si es mejor el libro que la película que en él se inspira, le propongo a mi amigo otra pregunta: ¿es susceptible todo libro de ser convertido en película? Pienso en películas que proceden de una obra literaria y recuerdo algunas que me parecen admirables por fieles y respetuosas con el texto original. Se podrían citar bastantes, pero pienso, así de pronto, en Matar a un ruiseñor, La naranja mecánica, Los santos inocentes o Doctor Zhivago.
Pero, le digo a mi amigo, no puedo
imaginarme el Quijote hecho película sin que se corra el riesgo
de que el resultado sea una caricatura ridícula o una visión incompleta. ¿Cómo puede
recrear una película esos pensamientos de un don Quijote arrojado
a un mundo que no entiende y que desea mejorar, frente a la incomprensión de
cuantos lo rodean? ¿Cómo se refleja en la película el sentimiento de quien dice
a don Álvaro Tarfe: «Yo no sé si soy bueno, pero sé decir que no
soy el malo»? ¿O el espíritu que anima al caballero cuando ante los
sorprendidos pastores pronuncia su discurso sobre la edad de oro?
Del mismo modo, me parecen difíciles
de llevar al cine ―no quiero decir que imposibles― Pedro Páramo o
Cien años de soledad. De la primera, puedo decir que me ha
decepcionado. De la segunda, valoro la realización, las imágenes que, sin
embargo, necesitan de una voz en off que pronuncia frases del texto para hacer
comprensible lo que vemos. Pero soy de la opinión de que, en estas novelas, tan
importante es lo que se cuenta como la forma en que se cuenta, es decir, las
palabras. La imagen de Pedro Páramo es simple, pero las palabras
que nos cuentan su historia son múltiples y mágicas. ¿Cómo trasladarlas a la
pantalla? ¿Cómo conseguir que veamos el interior del protagonista cuando entra
en una Comala silenciosa y piensa en lo que ha visto en otros lugares, palomas
que rompen el aire quieto y el revolotear de gritos de niños que parecen
teñirse de azul en el cielo del atardecer? ¿Cómo trasladar a la pantalla, en Cien
años de soledad, la decepción de Aureliano Babilonia
cuando comenzó a conocer su propio origen leyendo los escritos en sánscrito de Melquiades:
«Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de
murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las
nostalgias más tenaces»?
El Quijote, como Pedro Páramo, como Cien años de soledad, son novelas para ser leídas, cascadas de palabras, mil y más, que te enganchan y que no hay imagen capaz de ofrecértelas con la magia que tienen en la letra impresa. Lo contemplado en la serie sobre la obra de García Márquez ―le digo a Zalabardo― choca con la imagen interior que yo tenía del texto leído. Y es que la literatura concede al lector la oportunidad de dejar volar su imaginación. La serie de que hablamos, en cambio, anula esa capacidad imaginativa e impide que conozcamos toda la carga de símbolos y poesía que la novela tiene.
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