sábado, diciembre 21, 2024

LA IMAGEN Y LA PALABRA

 


«¿Crees que es cierto que una imagen supera el valor de mil palabras?» La pregunta me la plantea Zalabardo mientras conversamos sobre las adaptaciones cinematográficas de dos novelas míticas: Pedro Páramo, película, y Cien años de soledad, serie. La primera ya la hemos visto; la segunda, acabamos de verla ayer viernes; al menos los ocho capítulos de la primera parte, pues suponemos que continuará hasta el final de la historia.

            Vivimos unos tiempos incomprensibles de prisas, de negativa al análisis profundo y al debate sereno de cualquier cuestión. Somos miembros de una sociedad en la que ―frente a como se pensaba en otras épocas― parece concedérsele más valor a la imagen que a la palabra. Lo vemos en el hecho de que se soporta mejor un breve suelto periodístico que un reportaje profundo; y mejor la versión cinematográfica de una historia que su desarrollo en forma de libro. Es la inmediatez lo que prima, aunque eso entorpezca el análisis. En este caso, la inmediatez de la imagen sobre la lectura pausada del libro. Quizá por eso se elogie la fotografía como auténtico reflejo de la realidad.

            Sin embargo, no nos paramos a pensar en lo que decía Susan Sontag: «Que las fotografías sean a menudo elogiadas por su veracidad, su honradez, indica que la mayor parte de las fotografías, desde luego, no son veraces». No sé qué opinión tendrán al respecto mis amigos, magníficos fotógrafos, José Ramón San José y Paco Martín Cobos. Como filólogo ―le confieso a mi amigo― valoro más la palabra, sin que esto signifique menosprecio de la imagen, pues no solo me gusta la fotografía, sino que no niego la fuerza significativa que tienen las señales icónicas. Cuando vamos conduciendo, un círculo rojo con una banda horizontal blanca actúa sobre nuestro cerebro ―para nuestro bien― con mayor rapidez que un letrero donde se leyese «Tiene usted prohibido el paso por este lugar».

            No obstante, la imagen puede resultar si no engañosa, sí al menos confusa por no reflejar la totalidad de lo representado. Valga de ejemplo la polémica en torno a la fotografía de Robert Capa Muerte de un miliciano, imagen icónica de nuestra guerra civil. Richard Whelan, experto estudioso de Capa dice sobre ella: «Me he enfrentado al dilema de tratar con una fotografía que se cree que es verdadera, pero sobre la que no se puede estar seguro de que sea un documento veraz».

            Cuando leemos el Quijote, descubrimos pronto que la mayoría de las aventuras del caballero responden a un proceso semejante: algo, en principio, aparece; ese algo inicialmente indefinido parece ser una cosa; finalmente, la mente convierte lo que parece en algo que no tiene por qué coincidir con la realidad. O sea: aparecer, parecer, ser. La mente de don Quijote trabaja coaccionada por una literatura cuyos contenidos él confunde con la realidad. ¿Pero quién puede negar que su mente, su imaginación, es lo que lo empuja a interpretar aquello que ve de manera distinta a como lo interpretan otros? Aunque luego vengan los Sanchos insistiendo en que ya nos habían avisado de nuestro error.

            Vuelvo con Zalabardo, primero, a lo de la imagen y las palabras. El origen de esa sentencia se señala en una frase de Henrik Ibsen que luego se fue transformando: Mil palabras no dejan la misma impresión profunda que una sola acción. Eso fue lo que dijo el poeta y dramaturgo noruego. En 1911, en un reportaje del periódico The Post-Standard, publicado en el área metropolitana de Syracuse, Nueva York, se leía: Usa una imagen. Vale más que mil palabras. Y, en 1913, un concesionario de automóviles de una ciudad estadounidense se promocionaba con la frase Una mirada vale más que mil palabras. Álex Grijelmo, en su artículo Más que mil palabras, publicado el pasado mes de enero, desvela que fue un publicista americano Fred R. Barnard quien, para teñir de prestigio la frase, se inventó que Una imagen vale más que mil palabras era una máxima que había pronunciado Confucio.


            Y tras aclarar esto, nos centramos Zalabardo y yo en el tema con que se inició este apunte, la conversión en cine de determinadas obras. Aunque siempre existirá la polémica de si es mejor el libro que la película que en él se inspira, le propongo a mi amigo otra pregunta: ¿es susceptible todo libro de ser convertido en película? Pienso en películas que proceden de una obra literaria y recuerdo algunas que me parecen admirables por fieles y respetuosas con el texto original. Se podrían citar bastantes, pero pienso, así de pronto, en Matar a un ruiseñor, La naranja mecánica, Los santos inocentes o Doctor Zhivago.

            Pero, le digo a mi amigo, no puedo imaginarme el Quijote hecho película sin que se corra el riesgo de que el resultado sea una caricatura ridícula o una visión incompleta. ¿Cómo puede recrear una película esos pensamientos de un don Quijote arrojado a un mundo que no entiende y que desea mejorar, frente a la incomprensión de cuantos lo rodean? ¿Cómo se refleja en la película el sentimiento de quien dice a don Álvaro Tarfe: «Yo no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy el malo»? ¿O el espíritu que anima al caballero cuando ante los sorprendidos pastores pronuncia su discurso sobre la edad de oro?

            Del mismo modo, me parecen difíciles de llevar al cine ―no quiero decir que imposibles― Pedro Páramo o Cien años de soledad. De la primera, puedo decir que me ha decepcionado. De la segunda, valoro la realización, las imágenes que, sin embargo, necesitan de una voz en off que pronuncia frases del texto para hacer comprensible lo que vemos. Pero soy de la opinión de que, en estas novelas, tan importante es lo que se cuenta como la forma en que se cuenta, es decir, las palabras. La imagen de Pedro Páramo es simple, pero las palabras que nos cuentan su historia son múltiples y mágicas. ¿Cómo trasladarlas a la pantalla? ¿Cómo conseguir que veamos el interior del protagonista cuando entra en una Comala silenciosa y piensa en lo que ha visto en otros lugares, palomas que rompen el aire quieto y el revolotear de gritos de niños que parecen teñirse de azul en el cielo del atardecer? ¿Cómo trasladar a la pantalla, en Cien años de soledad, la decepción de Aureliano Babilonia cuando comenzó a conocer su propio origen leyendo los escritos en sánscrito de Melquiades: «Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces»?

 


           El Quijote, como Pedro Páramo, como Cien años de soledad, son novelas para ser leídas, cascadas de palabras, mil y más, que te enganchan y que no hay imagen capaz de ofrecértelas con la magia que tienen en la letra impresa. Lo contemplado en la serie sobre la obra de García Márquez ―le digo a Zalabardo― choca con la imagen interior que yo tenía del texto leído. Y es que la literatura concede al lector la oportunidad de dejar volar su imaginación. La serie de que hablamos, en cambio, anula esa capacidad imaginativa e impide que conozcamos toda la carga de símbolos y poesía que la novela tiene.

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