Me cuenta Zalabardo que le preguntaron hace días qué es ser un tonto del culo y que él no está seguro de que tal expresión tenga por necesidad que entenderse como un insulto. Su pregunta nos lleva a plantearnos lo que en realidad sea un insulto. Leemos en el DLE que insultar es ‘ofender, provocar a otra persona irritándolo mediante palabras o frases’. Es una forma de menosprecio hacia quien se dirige. Le digo que, aceptado esto, podemos establecer una escala bien variada. Así, cuando alguien espeta a otro que le gusta la fruta con intención ofensiva, aunque disimulando decir otra cosa, solo muestra un pijerío pueril y una mentalidad próxima a la ridiculez. En el otro polo, si en una discusión alguien acusa a su contrincante de ser el chivato del módulo (esta historia me la contó hace unos días mi amiga Elena Picón ―referida a un personaje marginal, el Churumbel de Málaga―), se puede entender que se le está arrojando todo el veneno de que uno es capaz.
Pero, le digo a Zalabardo, hay
palabras y expresiones que se encuentran en unos límites que no dejan entrever si
son en realidad ofensivas o, por el contrario, hasta pueden ser manifestación
de cariño. O sea, que son insultos menores, pecadillos algo menos que veniales.
Pero es que, además, algunos no reflejan tanto una calificación del otro, sino
la impresión que en nosotros deja la observación de un comportamiento o modo de
ser de otra persona.
Por ejemplo, ¿qué es un malafollá
granadino? Hay una historia que pretende ser origen de la expresión. Se cuenta
que un herrero del Sacromonte tenía un hijo que no sabía manejar correctamente el
fuelle que da aire para alimentar el fuego. Entonces, el padre decía de él que no
sabía follar (soplar). Y a todo el que lo quisiera oír decía que su
hijo tenía muy malafollá. Y el término se extendió como
equivalente a malage, malasombra y cosas así. Pero José
García Ladrón de Guevara, sostiene en un libro sobre el tema que la malafollá
granadina no supone ni mala educación, ni mal carácter, ni desatención, sino
que es «una suerte de mala hostia gratuita que los granadinos repartimos sin
ton ni son». Viene a resumir que es una idiosincrasia granadina que los diferencia
del resto de los andaluces y que no siempre es bien entendida.
Frente a los malafollás, el vaina es un irresponsable, un engreído. Según el diccionario Clave, es «quien fastidia a otros por gusto propio». Aunque vaina puede significar también «cualquier cosa», como en menuda vaina me ha sucedido. A su lado pondríamos al tonto de capirote. Es esta una expresión no bien entendida, aunque la consulta al diccionario de Covarrubias nos la aclara. El capirote, dice, es «cobertura de la cabeza, bonete con borlas que se ponen los doctores en los actos públicos o los colegiales». Por lo tanto, un tonto de capirote es una persona vanidosa, un ensoberbecido que presume de saber más de lo que en realidad conoce. Y en el grado más bajo colocaríamos al sieso, palabra que la Academia recoge como ‘ano, con la parte inferior del intestino recto’. No obstante, Alcalá Venceslada afirma que un sieso es una «persona inaguantable, molesta e incluso despreciable». Y si decimos que es un sieso manío ―le aclaro a Zalabardo―, mejor no decir más.
Ya en el terreno de los que no
podríamos llamar propiamente insultos, pues encierran unas dosis de cariño y suelen
dedicarse más a personas a las que uno conoce y aprecia, podríamos citar al tontolaba,
al papafrita, al tontolculo y al carapapa.
Los cuatro reflejan cierto nivel de ingenuidad que poco tiene que ver con la
ignorancia o con la debilidad mental. El tontolaba es el que
tiene mayor historia detrás. Suele decirse que la expresión, tonto del
haba, señalaba en un tiempo a quien, en el reparto del roscón de reyes
le tocaba el haba seca, pues eso señalaba que debería ser él
quien pagase el precio del roscón, por lo que era diana de las burlas de todos
los demás. También se dice que, en tiempos más antiguos, era la persona a la
que sacaba de una cesta que contenía bolas diversas, el haba que
designaba a quien haría el papel de rey de la fiesta, tonto
del haba, que debería soportar todas las bromas.
Sobre los demás no tengo ―me justifico ante mi amigo― mucha información. El tontolculo, tonto del culo, no es en modo alguno un bruto ignorante, sino un melindroso que se deja arrastrar por prejuicios de toda clase, un apegado en exceso a lo políticamente correcto; o sea, quien es remilgado desde la cabeza hasta el culo. El papafrita ―término que no acabo de entender por qué se marca como americanismo― es una persona ingenua, confiada, poco perspicaz, de quien otros se aprovechan. Y el carapapa ―para mí― es el menos ofensivo de todos. Conocí la palabra aquí en Málaga y siempre observé que se utilizaba para señalar a «cualquiera cuyo nombre no se menciona», aunque sea el mejor amigo que uno tenga; el carapapa este no me deja tranquilo, se puede oír, lo mismo que, ¡Oye, carapapa! Recuerdo ―le digo a Zalabardo― que yo acostumbraba a decir a mis alumnos: No os dejéis engañar por el primer carapapa que pase, es decir, por cualquiera.
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