sábado, diciembre 28, 2024

CLASIFICACIONES Y ORDEN DE PRIORIDADES

 

¿Por qué se martirizará a los niños poniéndolos en la difícil situación de contestar si quieren más a papá o a mamá? ―me pregunta Zalabardo y me siento casi obligado a responderle que no es solo a los niños, que parece como si sobre los humanos pesara una maldición que nos lleva a tener que elegir entre opciones que no tienen por qué ser antagónicas o a priorizar entre elementos de una serie de elementos de semejante naturaleza. Se nos incita a elegir entre Beatles y Rolling; sin conocer si somos aficionados al deporte se nos pone en la tesitura de si preferimos el fútbol o el baloncesto. Suponiéndose que cualquier empleado de una empresa deberá ser amable con el cliente ―incluso si este es un malasombra, que también los hay―, se nos solicita que califiquemos entre 0 y 9 el servicio que nos han prestado.

            Me confiesa Zalabardo que se le ha ocurrido la pregunta así, de repente, mientras consultamos una de las innumerables listas de los mejores libros de 2024. Como es lógico ―le digo a mi amigo― en estas listas, que en verdad son muchas, aunque haya coincidencias, también aparecen notables divergencias, lo que se comprende porque cada una de ellas está realizada por una persona o grupo de personas diferentes y en la valoración de una lectura intervienen factores diversos. O sea, me contesta― que a unos les va más la paella de mariscos y a otros el arroz negro. Me parece que es una acertada manera de decirlo.


            Cuesta trabajo ―sigo diciéndole a mi amigo― escapar de esta fiebre clasificatoria. Y le hago saber que también yo he caído en la tentación de ver qué dicen los críticos sobre mis lecturas recientes. Y me congratula ver ―no lo negaré― que, pese a estos criterios y listas diferentes, los libros que me han interesado han atraído también a otras personas y varios de ellos me los encuentro incluidos entre los 10 o 15 primeros de los considerados mejores libros del año: Baumgartner, de Auster, La península de las casas vacías, de Uclés, Los Escorpiones, de Barquinero, La última función, de Landero… De ellas, la que más me ha gustado, con diferencia, es la novela de David Uclés. También he leído El niño, de Aramburu, que algunos no mencionan y a mí me ha emocionado hondamente porque recuerdo de forma muy vívida aquel suceso y lo que significó. Aramburu entra en él sin ninguna clase de melodramatismo y haciendo gala de su claro estilo. Y si se tiene en cuenta los libros de no ficción, me extraña no ver en lugar destacado Nexus, de Harari, que me parece un libro que hace un claro repaso de la historia de la información y, sin catastrofismos y apoyado en una exhaustiva documentación nos previene contra lo que pudiera significar la IA.

            La conversación deriva hacia las prisas con que solemos hacer cualquier cosa de unos años a esta parte. Cree Zalabardo reconocer ausencia de análisis, de estudio sereno del asunto de que se trate, imposición de modas pasajeras que, del mismo modo que entran, salen de nuestras vidas. Sucede con el propio lenguaje y le pongo a Zalabardo el ejemplo del diccionario oficial de una lengua; en nuestro caso, el DLE. ¿Debe recoger un diccionario todas las palabras que se utilizan en un país? La respuesta es claramente negativa. Faltaría espacio. Siempre oí decir en mi pueblo bilorio, ‘persona inquieta’ y saquito, ‘tipo de jersey’ y a nadie se le ocurrió pedir nunca que entrasen en el diccionario. En Málaga conocí moña, ‘afeminado’, significado que el diccionario no recoge, y foel, ‘cosa fea, de mala calidad’, que ni siquiera aparece.



            Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la RAE saca cada año una lista interminable de nuevos vocablos a los que se da acceso al DLE. ¿Habría que censurar esa entrada? No es eso lo que pretendo decirle a mi amigo. Siempre he considerado loable la postura de Feijóo ―el erudito del siglo XVIII, no el político de ahora―, que pedía tolerancia a la hora de adaptar y adoptar vocablos, y se oponía a cualquier falso sentido de pureza lingüística. A las palabras ―es lo que pienso― hay que dejarlas madurar, dar ocasión a que el pueblo se habitúe a ellas y las haga suyas ―o no― empleádolas con naturalidad, no porque provengan de una moda tal vez pasajera.

            Que no se dejan madurar y nos regimos por la moda, por la circunstancia de un momento, queda patente con la elección de las «palabras del año». Por citar algunos ejemplos, en 2020, entre las candidatas a tal honor se encontraban infodemia y estatuafobia; y un poco más atrás, en 2018, figuraban micromachismo y dataísmo. No fueron las ganadoras ni apenas nadie se acuerda de ellas. ¿Qué fueron ―como diría Manrique― sino verduras de las eras?


            Me dice Zalabardo ―regresando al tema de los libros― que lo que digo sobre prisas y falta de análisis se puede aplicar a unas noticias que ha leído. Hace días, en un diario aragonés se afirmaba que El infinito en un junco, de Irene Vallejo, era «la mejor obra del siglo XXI». Pero es que, en otro periódico se proclamaba que Arturo Pérez-Reverte es «el mejor novelista español del siglo XXI». El libro de Irene Vallejo es un extraordinario ensayo publicado en 2019 que mereció el Premio Nacional de Ensayo en 2020, que ha sido mundialmente valorado y del que, si no estoy errado, se han vendido más de dos millones de ejemplares hasta el momento. Sobre el prestigio y popularidad del prolífico Pérez-Reverte, periodista, corresponsal de guerra, novelista y académico, tampoco diré nada en contra.

            Pero, a punto de entrar en 2025 y así completar el primer cuarto de este siglo, ¿no parece excesivo calificar el libro de Vallejo y la figura de Pérez-Reverte como los mejores del siglo XXI? Quedan aún setenta y cinco siglos por delante. No tengamos tanta prisa por cerrar una lista de celebridades que aún dará mucho que hablar. Elogiemos la calidad de ambos, pero esperemos a que el tiempo los coloque en el lugar que les corresponda.

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