A Camilo
J. Cela, con independencia de otros aspectos, hay que reconocerle el mérito de ser creador de una amplísima
nómina de personajes que, aunque desempeñen un papel muy secundario, nunca dejan de ser atractivos. En La colmena,
encontramos un niño que corretea el centro de Madrid cantando para
buscarse la vida. No tiene ni nombre, es solo ‘el niño que canta
flamenco’
y aparece ocasionalmente. De él se hace un retrato que unas veces
resulta tierno (es vivaracho, como un insecto, morenillo, canijo […] Canta solo, animándose con sus propias
palmas y moviendo el culito al compás), y otras tremendamente sórdido (El niño no tiene cara de persona, tiene cara
de animal doméstico, de sucia bestia, de pervertida bestia de corral).
Recordé a ese niño, le comento a
Zalabardo, un día que leía una entrevista realizada a tres cantaores flamencos:
Rancapino, Menese y de la Morena.
Este último sacaba a colación una anécdota antigua para explicar el momento presente:
Estamos como el Brene, que cantaba por las tapas. Le decían: “Brene, hazte un cantecito”. “Ea, pero ponme una tapita de papas”.
Quizá una historia no tenga que ver con la otra, pero yo las relacioné.
Y
ambas situaciones las cito aquí porque tengo la sensación de que vamos
cayendo, quizá sin ser conscientes, en un estado de intolerancia, por un
lado, y de
burocratización hasta de la pobreza. Esto último lo demuestran bien los
propios
ayuntamientos que organizan cástines (la Academia
prefiere el anglicismo casting en lugar de la
castellanización del término propuesta por Fundéu; en ambos casos se olvida que, en español, disponemos de concurso, selección y otras palabras
semejantes) para dotar de carné y autorización a quienes se buscan la vida como
artistas callejeros. Tampoco se lo ponen fácil a los vendedores ambulantes, que
no hacen sino tratar de salir de la miseria del paro.
Lo
otro, lo de la pérdida de la
tolerancia, también nos daría para hablar largo y tendido. Basta un
suceso
cualquiera, para estigmatizar a todo un colectivo. Que haya un fanatismo
yihadista no debiera afectar a nuestra percepción del islam o del
conjunto de
los musulmanes. Como un robo no debiera ser excusa para denostar a
gitanos y rumanos. Pero hay casos aparentemente más simples que, a la
vez,
resultan más sintomáticos. Es Zalabardo quien me los recuerda. Hace un
tiempo, en una barriada de Málaga, las peticiones de un
alto número de vecinos obligaron al consistorio a suprimir un parque
infantil.
Los vecinos se quejaban de que los niños, en sus juegos, eran demasiado
ruidosos y molestaban. Zalabardo y yo, a partir del incomprensible caso,
hablamos con añoranza de cuando, siendo niños, nuestras madres nos
mandaban a
la calle a jugar, con la única recomendación de que tuviésemos cuidado
de volver a casa a la hora señalada y sin ninguna brecha en la cabeza
por un toscazo ni las rodillas desolladas.
¿En qué calle pueden hoy jugar los niños? El segundo caso me pilla
cerca. Se ha conseguido peatonalizar una calle en la zona donde vivo.
Pero la junta de
vecinos ha solicitado vivamente al ayuntamiento que no coloque bancos ni
jardineras
susceptibles de ser empleadas como asientos por el riesgo de que la
calle se convierta en lugar de reunión y juegos, con las consiguientes
molestias.
Zalabardo, casi siempre es él, me pide
que recuerde las calurosas noches estivales de otras épocas en que la gente
sacaba las sillas a las aceras y se disfrutaba de desenfadadas tertulias mientras
los niños correteaban hasta que el sueño rendía a pequeños y mayores.
Repito, ¿dónde pueden hoy jugar los
niños si hasta en los parques y jardines nos molestan? Luego, ahí está la
paradoja, nos quejamos de que, anclados todo el día ante las maquinitas, los
ordenadores o el televisor, se entontecen y van perdiendo la capacidad de
imaginación que los juegos antiguos proporcionaban.
La situación que denuncio no afecta solo
a los niños. En todas las facetas de la vida estamos perdiendo cuotas de sociabilidad
que nos llevan a portarnos como erizos que sacan sus púas afiladas en cuanto
alguien se acerca. ¿Os habéis fijado en la absurda y ridícula escena de esos grupos que,
sentados en una terraza, dejan pasar el tiempo olvidados los unos de los otros
porque cada uno de ellos está abducido por la pantalla de su móvil? Cuando yo estaba
en la universidad, recuerdo que un compañero, José María Pérez Orozco, se llevaba con frecuencia una guitarra y,
a la salida de las clases, nos íbamos a algún parque, o a algún bar, y echábamos
la tarde. Pero un día empezaron a aparecer aquellos letreritos, antipáticos, de
Se
prohíbe el cante, y la cosa se acabó.
Son muchos los letreros pretendidamente
graciosos (en realidad, son odiosos) en establecimientos públicos. Como ese de Si
bebes para olvidar, paga antes de beber; o el no menos antipático Hoy
no se fía, mañana sí. Pero la palma se la lleva ese terrorífico bastón
que algunos cuelgan bien a la vista con el siguiente rótulo: Libro
de reclamaciones, que despeja cualquier duda sobre la amabilidad del propietario
del local.
Total, me quejo a Zalabardo, antes
teníamos la posibilidad de echar un rato de charla con el tabernero, con las
madres, y los padres, de otros niños en calles, parques y jardines. Ahora, el
miedo y la desconfianza refrenan nuestros deseos de sociabilidad.
Por eso me agradó ver en El Pulguilla, un acogedor, recomendable, concurrido y barato bar de Nerja un letrero que, en español e inglés, anuncia: Los lunes cerramos por descanso de los clientes. O sea, que aún queda quien piensa en los demás. Afortunadamente.
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