epiléptico,
-ca. 1. De la epilepsia [enfermedad nerviosa caracterizada por bruscos
ataques y pérdida del conocimiento y gralm. convulsiones]. 2. Que padece epilepsia. 3.
Desordenado o violento. (Manuel Seco:
Diccionario
del Español Actual)
Hace pocos días, apareció en la prensa
un artículo titulado La Cataluña epiléptica. Ni que decir tiene, comento a
Zalabardo, que desató una catarata de protestas no tanto por su contenido sino
por el uso del adjetivo epiléptico, que quienes protestaban
consideraban una falta de respeto, cuando no ofensa grave, a quienes padecen la
enfermedad.
De poco ha servido que el autor se
defendiera alegando que él usaba el término en la tercera de las acepciones y
no había pasado por su mente la menor idea de ofender a nadie; como tampoco ha
servido que se recurra a la etimología del término y se diga que viene de la
raíz sanscrita (s)lag, que ofrece un amplio abanico de significados (‘coger’,
‘asir’, ‘posesión’, ‘brusquedad’…).
Para muchos, es uno de esos términos
que hay que poner en cuarentena, que hay que usar con exquisito cuidado y,
casi, casi, que debieran estar prohibidos. Como si esconder una palabra
supusiera esconder una realidad. O peor aún, como si escondiendo la palabra
quisiésemos tapar los muchos prejuicios de los que no somos capaces de liberarnos.
A eso nos ha llevado ese mal llamado
lenguaje políticamente correcto, que es el más incorrecto de los lenguajes.
Porque es un lenguaje hipócrita, de talibanes, de fundamentalistas, de quienes
no aceptan que el lenguaje es un simple vehículo, un medio, un instrumento
neutro, y que el mal que las palabras transmitan no es otro que el que queramos
encerrar en ellas.
Por ese camino de prohibiciones, de
destierro de las palabras que no nos gustan, llegaríamos a la situación de
poder escribir un diccionario, tan amplio o más que el oficial, que recogiera
todos los tabúes lingüísticos que en los últimos tiempos se nos pretenden imponer.
Y, por supuesto, habría que condenar muchos libros, muchos poemas: borraríamos
todos los episodios concernientes a Mario en La familia de Pascual Duarte,
de Cela; los relacionados con la Niña
Chica, de Los santos inocentes, de Delibes;
de un libro como Platero y yo, suprimiríamos la dedicatoria a la loca
Aguedilla, o los capítulos El loco, El niño tonto, La
tísica, Los gitanos y algunos más; también de Juan Ramón, quemaríamos el poema La cojita; relegaríamos
al olvido versos como hace falta estar ciego, de Alberti, o nací para puta o payaso,
de Gloria Fuertes. En la novela que
acabo de publicar, Como médanos, cuyo tema principal es el sentido del recuerdo y
la memoria, el protagonista es alguien a quien acaban de diagnosticar que padece
alzhéimer y, no olvidemos, hubo una época en que a estos enfermos se los
llamaba locos. También aparece en la novela un personaje del que digo
que era el tonto del pueblo. ¿Se me condenará por ello? Zalabardo se
echa a reír cuando me oye esto.
A favor de esa actitud puritana
están quienes, al fin y al cabo, no hacen otra cosa que cogérsela con papel de fumar.
Por cierto que, siendo de uso tan extendido y tan clara de entender, la
expresión no está recogida en el DRAE, ni en María Moliner, ni en el Diccionario
de Seco (ni siquiera en su suplemento Diccionario fraseológico documentado
del español actual). Tampoco aparece en Estar al loro (frases y expresiones
del lenguaje cotidiano), de José
Luis García Remiro, ni en Diccionario de argot español, de Víctor León. Si la recoge Cela, tan solo como ejemplo, en el
segundo volumen de su Diccionario secreto y dice que
significa ‘ridiculez, melindre’.
Por un artículo de Amando de Miguel, El lenguaje del pueblo, me
entero que sí aparece en Diccionario del insulto (2000), de Juan de Dios Luque. Lamentablemente no
conozco esa obra, aunque me extraña que aparezca como insulto. Según Luque, cogérsela con papel de fumar
equivale a ‘ser excesivamente formalista, puntilloso y exquisito; legalista o
seudopuritano que hila muy fino porque tiene excesivos remilgos para comprometerse
o arriesgarse’. Añade, resumiendo, que es expresión hiperbólica que señala al
que es excesivamente mirado o escrupuloso. Que, literalmente, solo se podría
aplicar a un varón, por lo que podría considerarse machista. Aunque, tratándose
de una caricatura, vale para ser aplicada a ambos sexos.
Lo que en ninguna parte aparece, ni
siquiera en la obra de Juan de Dios
Luque, es el origen de la expresión. En el CREA solo encuentro 15
casos de uso, de los que el más antiguo (1979) corresponde al malagueño, aunque
nacido en Montoro (Córdoba), Miguel
Romero Esteo.
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