El
idioma fue democrático porque el pueblo se daba a sí mismo la gramática por el
mero hecho de ejercerla […]. Ahora ese poder ha subido desde la base de la pirámide
a su cúspide y son los periodistas y quienes aparecen con ellos en los medios
informativos —políticos, jueces, banqueros, los personajes que acaparan la
influencia en la televisión…— los que mandan en la norma lingüística.
(Álex Grijelmo)
Siento tener que repetirme, pero
debo insistir, ya que vivimos unos días en los que son demasiados los que de
manera caprichosa, y no pocas veces con ausencia de razones válidas, pretenden
moldear el lenguaje para no conseguir otra cosa que malearlo, olvidando que,
como decía Menéndez Pidal, las mudanzas en la lengua a lo largo del tiempo son
“pocas, leves y lentas”.
La subversión a la que estamos
asistiendo por la que la lengua va dejando de ser del pueblo para que sean unos
cuantos quienes quieran imponer su poder sobre ella no se para solo en que
alguien pretenda implantar portavoza, más por una razón
política que lingüística (lo que podría ser incluso cuestión menor) sino que la
observamos en otros muchos errores que estos pretendidos nuevos dueños del
lenguaje
Me gustaría detenerme hoy en un caso
muy concreto, el de las redundancias o pleonasmos. Pero necesito
comenzar por unas aclaraciones previas. La llamada Escuela de Praga (Trubetskói, Jakobson, Wellek y
otros), continuadora de la labor emprendida por Saussure, fundamentó sus trabajos centrando sus tesis en torno a
las llamadas funciones del lenguaje, es decir, los fines perseguidos al hablar.
Roman Jakobson afirmaba que las
funciones surgían de la relación entre los diferentes elementos que intervienen
en el proceso comunicativo: quien emite el mensaje, quien lo recibe, el
contexto en que se da, el código empleado, el canal del que nos servimos y,
lógicamente, el mensaje mismo.
Sin entrar en profundidades, digamos
que la función principal del lenguaje es la referencial o cognitiva, dado que
su finalidad prioritaria es permitir la comunicación de informaciones; el
mensaje se centra sobre el propio contexto en que surge, según vemos en Hoy
es domingo 25 de febrero (día en que escribo este apunte y que, a quien
lo lea más tarde, ayudará a entender cuándo lo escribí). Pero aparte de esta
finalidad que no falta en cualquier mensaje, hay otras. A veces, buscamos
provocar una reacción en el destinatario, empujarlo a que actúe de una
determinada manera; esa es la llamada función conativa, imperativa o
conminativa, presente en mensajes como ¡Deje de darme la tabarra! Aquí,
según vemos, el mensaje se centra sobre el receptor. Junto a ellos, otros
mensajes, más que transmitir una información o provocar una reacción, pretenden
expresar un sentimiento. Apuntan, por tanto, al emisor que crea el mensaje,
como vemos en Lo siento, no sabía que vendrías y no te he reservado una silla.
Hay más funciones, pero estas son las básicas.
Pero hoy, le digo a Zalabardo, nos
encontramos a demasiada gente interesada en lograr objetivos diversos por medio
del lengua y no dudan en valerse de cualquier recurso, aunque ello suponga
quitar la condición de amos del lenguaje al pueblo para convertirse ellos en
quienes determinen normar y modos de funcionamiento. Y no siempre con acierto. Entre
esos recursos, lo he anunciado antes, está la redundancia o pleonasmo,
que no es otra cosa que la repetición de una misma información en un mensaje creyendo
que así es más efectiva. A veces, esto pudiera ser cierto y la redundancia
puede añadir valores expresivos, conminativos o, incluso, meramente
reforzadores de la información. Muchos recordarán que, en años de penuria
afortunadamente lejanos, había establecimientos que anunciaban: Aquí
servimos café café, con lo que nos informaban de que no utilizaban
ninguna clase de sucedáneo. O si, al narrar un suceso, decimos: Lo he
visto con mis propios ojos, reforzamos la veracidad de lo que contamos.
O, por fin, siempre que gritemos: ¡Sube arriba!, interpretaremos una
orden más taxativa que un simple ¡Sube!
Zalabardo cree haberme entendido y
me cuenta que, en su niñez, reconocía perfectamente el estado de ánimo y la
intención de su madre cada vez que lo llamaba mientras jugaba en la calle. Si
le decía: Matías, ven (¿saben ustedes que el nombre de Zalabardo es
Matías?) lo más probable es que pensara enviarlo a la tienda a comprar algo que
a ella se le había olvidado. Si decía: ¡Matías, ven aquí!, barruntaba que algo
serio debía pasar. Y si lo que decía era: ¡Matías, ven acá p’acá!, o mejor
todo junto, venacapacá, no le cabía duda de que su enfado era morrocotudo y
lo esperaba con la zapatilla en la mano, dispuesta a darle una buena zurra.
En la redundancia, pues, cabe
establecer grados y no siempre será un vicio censurable. Por eso, dejando a un
lado las muy claras como entra dentro, sube arriba y similares, podríamos
hacer un repaso de expresiones redundantes usadas de manera abundante por
“profesionales” del idioma y que deberíamos evitar: puño cerrado, porque puño
es precisamente la mano cerrada; error involuntario, porque si
hubiese voluntariedad no habría error; funcionario público, porque el funcionario
es la persona que desempeña un empleo público; accidente fortuito,
porque no hay ninguno que sea premeditado; tarifa de precios, porque la palabra
misma significa ‘lista de precios’; parte integrante, porque parte
es ‘porción de un todo’; testigo presencial, porque si no se
ha estado presente en un hecho no se puede ser testigo del mismo; crespón
negro, dado que ya la palabra crespón es ‘banda de tela de color
negro’; arrecido o aterido de frío, puesto que el
adjetivo significa ‘pasmado o entumecido por el frío’; erario público, pues el
sustantivo señala el ‘conjunto de bienes pertenecientes al Estado’; autopsia
del cadáver, ya que a ningún ser vivo se le puede practicar tal
análisis.
La lista podría continuar, pues es
larga. Pero quiero terminar con un caso curioso, la redundancia que es doblar
a muerto. Las campanas se conocen desde muy antiguo y su tañido se ha
asociado históricamente con fines tanto religiosos como seculares. Desde su
origen, los campanarios en las iglesias han servido para avisar a la comunidad,
que solía vivir dispersa, en eventos de naturaleza muy diferente. Cada modo de
toque tenía un sentido, y un nombre, preciso. Por eso había toques de rebato,
de fuego, de ángelus, de ánimas, vuelo, repique, gloria… Así, para avisar de
que alguien había fallecido, se utilizaba un toque lento con la participación
de dos campanas. De ahí lo del sustantivo doble y el verbo doblar.
Luego, si las campanas doblan, no puede ser más que a
muerto.
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