Contaba
una amiga hace unos días que un amigo común le había revelado el descubrimiento
de que otras dos amigas igualmente comunes eran unas perfectas palabroteras
y que, incluso, una de ellas presumía de saber palabrotas en una amplia
gama de idiomas. Zalabardo, que a veces padece cierto ramalazo de cotillería me
pide que le declare los cuatro nombres, pero me niego porque quienes conocen a
estas personas saben bien quiénes son; y a quienes no las conocen, ¿de qué les
servirían sus nombres?
Mi reacción, que es a lo que voy,
fue la de aplaudir a esas palabroteras, palabra que ni está en
el diccionario ni falta que le hace (pese a que estén postureo, chusmear
o posverdad),
porque, aparte de entenderse perfectamente, cumple todos los requisitos para
que la introdujeran. Sí existe malhablado, que, sin embargo, tiene
un sentido más vago y difuso. Además, dije en aquel momento, siempre, bajo
cualquier circunstancia, preferiré antes una palabrota que no un palabro.
De esto precisamente es de lo que
quiero hablar aquí hoy. Le digo a Zalabardo que el DLE dice de palabro,
primero, que es una palabrota; y, después que es una ‘palabra rara’. De palabrota
dice simplemente que es una ‘palabra malsonante’. No estoy muy de acuerdo con
la autoridad académica, porque por palabro entiendo, antes que nada, la
palabra inventada sin base firme, la extravagante, la que no se entiende bien,
la que se emplea, en suma, de manera tópica y, casi siempre sin que sepamos bien
qué significa o la que empleamos cuando no queremos desvelar nuestro verdadero pensamiento.
En cuanto a palabrota, no creo que ninguna palabra suene mal, salvo las
cacofónicas, y esas porque despistan por mera cuestión fonética (por ejemplo: Yo
loco, loco y ella loquita / Yo lo coloco y ella lo quita); la
auténtica palabrota es la palabra que por mojigatería o por exquisita sensibilidad, evitamos emplear
(¿por qué evitamos follar y aceptamos la cursilería hacer el amor?) Las
palabras no suenan mal; lo que pasa es que nuestra conciencia es demasiado
melindrosa.
Vayamos a los palabros, que es el tema
del día, pues de palabrotas sabemos ya suficiente, aunque a muchos les repelan.
Los palabros,
con frecuencia, caen en la órbita de las palabras comodín, es decir, las que
alguien pone en circulación y, sin que se sepa bien por qué, encuentran una
horda de seguidores que las incluyen de manera indiscriminada en su discurso,
vengan o no a cuento. Son también palabros, en mi opinión, aquellas
palabras que usamos mal, por descuido o por ignorancia. Muchas tienen
procedencia foránea, lo que ayuda a despistarnos; pero muchas otras son muy de
aquí y las maltratamos.
Le aviso a Zalabardo que no critico
tanto el uso, pues muchos de los términos a que me refiero están admitidos y
amparados bajo el manto del DLE, sino el abuso, la desmesura y
sinrazón de acudir a ellos porque parece que, si no lo hiciéramos, padeceríamos
algún tipo de marginación.
Ahí está, como primer ejemplo, empoderar. Siendo, como
es, un término antiguo en nuestra lengua, el diccionario dice que significa
‘apoderar’ y lo marca como desusado y propio del lenguaje jurídico, en la
actualidad nos viene como copia del inglés to empower con un significado nuevo,
‘hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo desfavorecido’. Y así, nadie
pide ya potenciar, otorgar o dar poder, reivindicar
del liderazgo de alguien o algo, sino que hay que solicitar su empoderamiento.
Por la misma razón, ningún alcalde, en la inauguración de una calle, fuente,
fiesta o evento, no resalta, destaca, reconoce o reivindica
los méritos de la población de que es regidor, sino que, por fuerza, la pone
en valor. Y el pobre no sabe decir otra cosa. Para empoderar o poner
en valor, esas personas no dotan, equipan o proveen
los medios oportunos al grupo o lugar que desean favorecer, sino que los implementan,
que no es sino ‘poner en funcionamiento o aplicar métodos o medidas para llevar
a cabo algo’.
El palabro, diríamos, no
nace, sino que se hace. Quiero decir, aclaro a Zalabardo atendiendo a lo
anterior, que son palabras o expresiones que, en principio, nada tienen en su
contra; lo que las hace aborrecibles es la tendencia a convertirlas en
comodines rayanos en lo cursi o que, eso es lo peor, acaban por empobrecer el
léxico porque, echando mano de ellos, se dejan a un lado otras que expresan igual
o mejor aquello que queremos decir. Hoy no se controla, vigila,
observa
o cuida
un proceso, sino que se monitoriza. Si queremos enaltecer
las cualidades de algo, decimos no es bueno, lo siguiente, cuando, en
buena lógica gramatical y, según los contextos, a bueno le sigue bonísimo,
óptimo,
magnífico,
grandioso,
fastuoso,
espléndido,
formidable,
insuperable…;
pero no, tiene que ser, lo siguiente. De la misma forma,
nadie elabora ya un plan o proyecto, sino que traza una hoja
de ruta, y los políticos retroceden a su etapa escolar (a muchos no les
vendría mal) y no trabajan o cumplen, sino que hacen
los deberes. Tampoco nos vale ya afirmar que nuestro estudio o programa
trata de abarcar todos los aspectos de una cuestión o extenderse a una amplitud
de personas; para que sea no bueno, lo siguiente, necesariamente
ha de ser transversal.
En fin, que si no empoderamos,
implementamos,
transversalizamos
o monitorizamos,
jamás conseguiremos poner en valor algo ni visibilizarlo. En tal
caso, ni habremos hecho los deberes ni cumplido nuestra hoja
de ruta. Por ello, la autoridad competente debería cesarnos. Sí, le digo a
Zalabardo, ya sé que a la fuerza ahorcan, que los amos de la lengua son los
hablantes, y que el DLE ha acabado validando el uso transitivo de cesar
como ‘destituir o deponer a alguien del cargo que ejerce’, lo que no hace sino
crear dudas en una familia léxica que estaba muy clara y que hoy no lo está
tanto, la de ‘salir de una tarea o cargo’. Si alguien deja un cargo porque se
ha cumplido el tiempo para el que fue nombrado, cesa; si lo que sucede es
que no cumple adecuadamente o quien lo nombró ha dejado de confiar en él, se lo
destituye,
depone,
echa
o despide;
y si deja el trabajo por decisión propia, dimite o renuncia.
Por eso, concluyo, me hace feliz que
esas amigas sean palabroteras. Al fin y al cabo, las palabrotas siempre han
sido absolutamente claras en su interpretación. Recuerdo el desternillante
chiste que contaba una compañera de trabajo sobre dos putas (¿o debo decir meretrices,
rameras,
prostitutas,
cortesanas,
fulanas,
furcias,
trabajadoras del sexo…?) que se encuentran en un ascensor. Posiblemente se me
afearía contarlo y no digamos si lo contase ella. Pero nadie se escandalizaría si calificara a alguien de hípster o hablara del coach de un programa televisivo o de cualquiera otro de los palabros que nos van invadiendo. Eso sería entrar en el tema de los extranjerismos innecesarios de los que nos contagiamos. Vamos a dejarlo para otro día.
2 comentarios:
¡Excelente! Pedagógico, divertido...¡"De puta madre"! (sin perdón). Un abrazo querido Zalabardo.
Las palabrotas, usadas en el momento oportuno. pueden ser una maravilla. Lo mismo pasa con los insultos, con gracia. En realidad son palabras como cualquier otra, es una convención social que estén mal vistas, convención que con el tiempo puede cambiar. Que palabras como joder, coño, cojones...estén mal vistas tiene un trasfondo puritano, además. Y acabo, que me estoy liando, joder.
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